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En los primeros días de la crisis financiera global había cierto optimismo de que los países en desarrollo podrían evitar la debacle que vivían los países industriales avanzados. Después de todo, esta vez no eran ellos quienes habían caído en excesos financieros y sus fundamentales económicos parecían sólidos. Sin embargo, estas esperanzas quedaron en nada a medida que se secaba el crédito y colapsaba el comercio internacional, enviando a los países en desarrollo a la misma espiral en que cayeron las naciones industriales.
No obstante, el comercio y las finanzas internacionales han resucitado, y ahora escuchamos una versión todavía más ambiciosa de ese escenario. Se dice que los países en desarrollo se encaminan a un fuerte crecimiento, independientemente del desánimo y las malas nuevas que han regresado a Europa y los Estados Unidos. Lo que es más notable: muchos esperan ahora que el mundo en desarrollo se convierta en el motor del crecimiento de la economía mundial. Otaviano Canuto, uno de los vicepresidentes del Banco Mundial, y sus colaboradores acaban de producir un largo informe que abunda en detalles acerca de este optimista pronóstico.
Hay varias razones por las que este optimismo no es poco razonable. La mayoría de los países en desarrollo han ordenado sus cuentas financieras y fiscales y no cargan con altas deudas. Por lo general, los regímenes de gobierno están mejorando, junto con la calidad de la formulación de políticas. Las posibilidades de transferencia de tecnología a través de la participación en las redes de producción internacionales son mayores que nunca.
Más aún, el lento crecimiento en las economías avanzadas no tiene por qué ser un freno al desempeño de los países en desarrollo. El crecimiento de largo plazo depende no de la demanda externa, sino de la oferta interna. Un crecimiento rápido y sostenido es el resultado de que los países comparativamente más pobres van alcanzando los niveles de productividad de los países ricos, no del crecimiento de los países ricos en sí mismos. Para la mayor parte de los países en desarrollo, esta "brecha de convergencia" es hoy más amplia que en ningún momento desde la década de los 70, de manera que el potencial de crecimiento es proporcionalmente mayor.
Sin embargo, las buenas noticias terminan allí. Para un crecimiento sostenido se requiere una estrategia de crecimiento, y la mayor parte de los países en desarrollo aún no tienen una que los ponga de modo irrevocable en el camino de la convergencia económica.
Para demasiados de estos países, el crecimiento económico en las últimas dos décadas dependió de una combinación de dos factores: una recuperación natural tras las crisis financieras previas (como en América Latina) o conflictos políticos y guerras civiles (como en África), y altos precios de los productos básicos. No es posible depender de ninguno de ellos para la transformación productiva que necesitan los países en desarrollo.
Por ejemplo, considérese el modelo de desarrollo de América Latina en las últimas dos décadas. La competencia global ha puesto en forma a muchas de las industrias de la región, impulsando importantes aumentos de la productividad en sectores avanzados, pero que se han limitado a un estrecho segmento de la economía.
Peor todavía, la mano de obra se ha desplazado desde actividades transables más productivas (en manufactura) hacia actividades informales menos productivas (servicios). En la mayor parte de los países latinoamericanos, el cambio estructural ha servido para reducir más que promover el crecimiento económico.
Puesto que los gobiernos asiáticos han tendido a apoyar a sus sectores modernos y transables en mayor medida, la mayoría de los países asiáticos se las han arreglado para evitar este mal, y como resultado les ha ido mucho mejor. No obstante, es posible que hasta el modelo asiático esté llegando a sus límites.
China, en particular, debe enfrentar el hecho de que el resto del mundo no le permitirá tener un enorme superávit comercial para siempre. Una moneda subvaluada, que sirve para subsidiar las industrias manufactureras chinas, ha sido un factor clave del crecimiento económico del país durante la última década. Si el renminbi se aprecia de manera importante, ese subsidio al crecimiento disminuirá o desaparecerá.
Con independencia de las perspectivas de crecimiento de los países en desarrollo, hay una pregunta más profunda. Una economía mundial en la que los países en desarrollo tengan un peso sustancialmente mayor, ¿fomentará el tipo de gobierno global que dé sostenibilidad a un ambiente económico armonioso? Las economías de los mercados emergentes todavía no han mostrado el tipo de liderazgo global que sugiera una respuesta afirmativa a esta pregunta.
Las instituciones globales de la actualidad -el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio- siguen siendo en gran parte producto del liderazgo estadounidense de fines de la Segunda Guerra Mundial (aunque obviamente han sufrido cambios importantes desde entonces). Reflejaron los intereses de Estados Unidos, pero también codificaron ciertas normas de conducta -toma de decisiones basada en reglas, no discriminación, multilateralismo, transparencia- que finalmente terminaron por limitar también el poder estadounidense.
Sin embargo, hasta ahora países como Brasil, China, India y Sudáfrica han mostrado poco interés en contribuir a la construcción de regímenes globales, prefiriendo mantenerse como independientes sin demasiados compromisos. Jorge Castañeda, ex ministro de exteriores de México, va más allá y argumenta que estos países se han opuesto sistemáticamente a las normas globales en áreas que van desde el cambio climático al comercio internacional.
No obstante, para no ser demasiado severos con los países en desarrollo, recordemos también que por largo tiempo a los politólogos les ha inquietado el que una mayor difusión del poder económico produzca una economía mundial menos estable. Si el centro de gravedad de la economía mundial pasa sustancialmente hacia los países en desarrollo, no será un proceso fluido... y posiblemente ni siquiera benigno.
Así, podemos estar seguros de dos puntos: sólo los países que adopten estrategias de crecimiento basadas en el estímulo del cambio estructural interno prosperarán y, casi con certeza, empeorará el problema del gobierno global, es decir, cómo controlar una economía global que ha entrado en rebeldía.
Dani Rodrik es profesor de Economía Política en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard
No obstante, el comercio y las finanzas internacionales han resucitado, y ahora escuchamos una versión todavía más ambiciosa de ese escenario. Se dice que los países en desarrollo se encaminan a un fuerte crecimiento, independientemente del desánimo y las malas nuevas que han regresado a Europa y los Estados Unidos. Lo que es más notable: muchos esperan ahora que el mundo en desarrollo se convierta en el motor del crecimiento de la economía mundial. Otaviano Canuto, uno de los vicepresidentes del Banco Mundial, y sus colaboradores acaban de producir un largo informe que abunda en detalles acerca de este optimista pronóstico.
Hay varias razones por las que este optimismo no es poco razonable. La mayoría de los países en desarrollo han ordenado sus cuentas financieras y fiscales y no cargan con altas deudas. Por lo general, los regímenes de gobierno están mejorando, junto con la calidad de la formulación de políticas. Las posibilidades de transferencia de tecnología a través de la participación en las redes de producción internacionales son mayores que nunca.
Más aún, el lento crecimiento en las economías avanzadas no tiene por qué ser un freno al desempeño de los países en desarrollo. El crecimiento de largo plazo depende no de la demanda externa, sino de la oferta interna. Un crecimiento rápido y sostenido es el resultado de que los países comparativamente más pobres van alcanzando los niveles de productividad de los países ricos, no del crecimiento de los países ricos en sí mismos. Para la mayor parte de los países en desarrollo, esta "brecha de convergencia" es hoy más amplia que en ningún momento desde la década de los 70, de manera que el potencial de crecimiento es proporcionalmente mayor.
Sin embargo, las buenas noticias terminan allí. Para un crecimiento sostenido se requiere una estrategia de crecimiento, y la mayor parte de los países en desarrollo aún no tienen una que los ponga de modo irrevocable en el camino de la convergencia económica.
Para demasiados de estos países, el crecimiento económico en las últimas dos décadas dependió de una combinación de dos factores: una recuperación natural tras las crisis financieras previas (como en América Latina) o conflictos políticos y guerras civiles (como en África), y altos precios de los productos básicos. No es posible depender de ninguno de ellos para la transformación productiva que necesitan los países en desarrollo.
Por ejemplo, considérese el modelo de desarrollo de América Latina en las últimas dos décadas. La competencia global ha puesto en forma a muchas de las industrias de la región, impulsando importantes aumentos de la productividad en sectores avanzados, pero que se han limitado a un estrecho segmento de la economía.
Peor todavía, la mano de obra se ha desplazado desde actividades transables más productivas (en manufactura) hacia actividades informales menos productivas (servicios). En la mayor parte de los países latinoamericanos, el cambio estructural ha servido para reducir más que promover el crecimiento económico.
Puesto que los gobiernos asiáticos han tendido a apoyar a sus sectores modernos y transables en mayor medida, la mayoría de los países asiáticos se las han arreglado para evitar este mal, y como resultado les ha ido mucho mejor. No obstante, es posible que hasta el modelo asiático esté llegando a sus límites.
China, en particular, debe enfrentar el hecho de que el resto del mundo no le permitirá tener un enorme superávit comercial para siempre. Una moneda subvaluada, que sirve para subsidiar las industrias manufactureras chinas, ha sido un factor clave del crecimiento económico del país durante la última década. Si el renminbi se aprecia de manera importante, ese subsidio al crecimiento disminuirá o desaparecerá.
Con independencia de las perspectivas de crecimiento de los países en desarrollo, hay una pregunta más profunda. Una economía mundial en la que los países en desarrollo tengan un peso sustancialmente mayor, ¿fomentará el tipo de gobierno global que dé sostenibilidad a un ambiente económico armonioso? Las economías de los mercados emergentes todavía no han mostrado el tipo de liderazgo global que sugiera una respuesta afirmativa a esta pregunta.
Las instituciones globales de la actualidad -el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio- siguen siendo en gran parte producto del liderazgo estadounidense de fines de la Segunda Guerra Mundial (aunque obviamente han sufrido cambios importantes desde entonces). Reflejaron los intereses de Estados Unidos, pero también codificaron ciertas normas de conducta -toma de decisiones basada en reglas, no discriminación, multilateralismo, transparencia- que finalmente terminaron por limitar también el poder estadounidense.
Sin embargo, hasta ahora países como Brasil, China, India y Sudáfrica han mostrado poco interés en contribuir a la construcción de regímenes globales, prefiriendo mantenerse como independientes sin demasiados compromisos. Jorge Castañeda, ex ministro de exteriores de México, va más allá y argumenta que estos países se han opuesto sistemáticamente a las normas globales en áreas que van desde el cambio climático al comercio internacional.
No obstante, para no ser demasiado severos con los países en desarrollo, recordemos también que por largo tiempo a los politólogos les ha inquietado el que una mayor difusión del poder económico produzca una economía mundial menos estable. Si el centro de gravedad de la economía mundial pasa sustancialmente hacia los países en desarrollo, no será un proceso fluido... y posiblemente ni siquiera benigno.
Así, podemos estar seguros de dos puntos: sólo los países que adopten estrategias de crecimiento basadas en el estímulo del cambio estructural interno prosperarán y, casi con certeza, empeorará el problema del gobierno global, es decir, cómo controlar una economía global que ha entrado en rebeldía.
Dani Rodrik es profesor de Economía Política en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard