Necesitamos mejores líderes mundiales

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Evidentemente, el mundo necesita una dirección política de la mayor calidad para sacarnos adelante. Necesitamos la clase de coraje que caracterizó a Margaret Thatcher. Necesitamos la extraordinaria capacidad de Bill Clinton para exponer un relato político que permitió a los votantes identificar sus intereses con los objetivos de él.

Necesitamos la comprensión por parte de Helmut Kohl de la necesidad de adoptar decisiones importantes en política y no equivocarse al hacerlo. Necesitamos a dirigentes con suficiente dominio de los detalles, como el último Primer Ministro de China, Zhu Rongji, que no sólo puedan decirnos cómo nos llevarán de la A la Z, sino que, además, puedan llevarnos, en efecto, de la A a la B.

Si miramos en derredor, dirigentes así parecen una especie extinguida o, si de verdad existen, parecen constreñidos por sistemas políticos que funcionan deficientemente. Su capacidad para actuar está limitada por su medio político.

El mejor ejemplo es el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en quien se habían puesto tantas esperanzas: probablemente demasiadas para cualquier dirigente. Obama heredó unas guerras desastrosas y onerosas en el Afganistán y en el Iraq y una economía en pleno desplome. Sus intentos de reactivar la economía han aumentado inevitablemente el déficit, pero aún no se ha materializado ninguna recuperación en los mercados laboral y de la vivienda.

Ahora, Obama afronta una derrota en las elecciones de mitad de período en manos de republicanos cuyas políticas pasadas crearon muchos de los problemas que ahora lo abruman. Quieren un Estado menor, menores impuestos y un déficit menor, combinación que supuestamente se puede lograr sin dolor. Esos disparates sobre zancos se deben a candidatos chiflados que cuentan con el apoyo del Tea Party, que no es una referencia al Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas, como correspondería, sino a los bostonianos que se rebelaron contra la imposición de impuestos por la Gran Bretaña colonial en el siglo XVIII.

El resto del mundo necesita unos Estados Unidos fuertes, seguros de sí mismos y decisivos, pero su sistema político está a punto de producir un equilibrio de poder en Washington que probablemente creará un punto muerto y parálisis.

Entretanto, en Europa muchos de nuestros problemas quedan ejemplificados en lo que está sucediendo en Francia, donde el intento por parte del Presidente Nicolás Sarkozy de reconocer la realidad demográfica y fiscal aumentando la edad de jubilación de los 60 a los 62 años provocó una ola de huelgas y protestas tormentosas por parte de trabajadores y estudiantes. ¿Acaso no resulta profundamente deprimente que jóvenes de 18 años de edad se manifiesten en relación con la edad de la jubilación? ¿Cómo diablos han podido adquirir esa mentalidad estatista y conservadora?

Entonces tal vez Asia sea la respuesta. Tal vez el estratega Kishore Mahbubani, afincado en Singapur, tenga razón al desechar a Occidente y decirnos que el futuro radica en su continente.

Las pruebas al respecto no son concluyentes. La India es una democracia magnífica con un gobierno económicamente solvente y sectores con logros económicos reales, pero el fiasco en el período anterior a los Juegos del Commonwealth mostraron algunos de sus problemas, de los cuales una profunda corrupción y unas infraestructuras insuficientes no fueron los menores. Si se solucionaran esos problemas, la tasa de crecimiento de la India superaría la de China.

¿Y qué decir del Reino del Medio, con su auge actual? El otro día, en Bruselas su Primer Ministro, Wen Jiabao, regañó a los dirigentes europeos por instar a la revaluación del renminbi. ¿Acaso no entendían –sostuvo– que la consecuencia de ello serían cierres de fábricas y disturbios sociales en China?

En otros sitios, esa clase de alboroto tiene, naturalmente, válvulas de escape democráticas. Resulta más que extraño sostener que el resto del mundo tiene que afrontar una ventaja inherente para los exportadores chinos, porque su autoritario sistema político no puede afrontar cambio alguno. No es de extrañar que se crea que su impresionante Primer Ministro es partidario de una flexibilización política.

Del Este al Oeste, la política parece estar funcionando de un modo –dicho sea con diplomacia– no precisamente óptimo. Ahora bien, tal vez estemos de suerte porque la situación no sea peor. Los mineros chilenos sobrevivieron contra las dificultades, por lo que tal vez el resto de nosotros consigamos salir adelante también, pero, ¿quién exactamente es el encargado de la operación de rescate?

Chris Patten, último Gobernador de Hong Kong y ex Comisario de Asuntos Exteriores de la UE, es rector honorario de la Universidad de Oxford.
 
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La actual “guerra de divisas” que probablemente dominará las discusiones en la próxima cumbre del G-20 en Seúl se tiene que analizar en el contexto del nuevo panorama de poder –un panorama que se ha transformado, tan sólo en dos años, debido a la primera crisis de la economía globalizada.

Las consecuencias económicas de la crisis han dejado a una serie de países desarrollados en una depresión severa y luchando para lograr una recuperación saludable. En contraste, los países con mercados emergentes, después de un breve retroceso, han logrado volver a encender sus motores de crecimiento y están avanzando con toda fuerza acumulando tasas de crecimiento impresionantes.

También han habido consecuencias monetarias y financieras. Aunque ninguna moneda reúne aún las condiciones para remplazar al dólar como moneda de transacción y reservas mundiales, “este privilegio exorbitante”, como señaló Charles de Gaulle, ha sido objeto de ataques furtivos. En marzo de 2010, el grupo de la ASEAN+3, que incluye a China, Japón y Corea del Sur, estableció un fondo de reserva de 120,000 millones de dólares en virtud de la denominada “Iniciativa Chiang Mai.” Esta vez, a diferencia de 1997, los Estados Unidos ni siquiera intentaron atacar este “Fondo de divisas asiático” embrionario.

Después de manejarlo bien al principio, Europa cayó en aguas turbulentas cuando se tuvo que enfrentar con la perspectiva de impago de la deuda pública por parte de Grecia. La crisis de la crisis mostró la frágil gobernanza de la eurozona y revivió las dudas sobre la viabilidad de una unión monetaria con grandes diferencias de competitividad entre sus miembros.

La crisis también ha intensificado los problemas políticos. Japón, sin duda, el más golpeado por la recesión global, encara una crisis cada vez más dura de tipo moral, demográfica y de gobernanza, que se puso de manifiesto durante su reciente pérdida, frente a China, de su posición como segunda economía más grande del mundo. En Europa, las riñas entre los líderes revelan la falta de solidaridad que sustentan los ideales europeos y muestra plenamente la persistencia de los egoísmos nacionales contra los cuales el proyecto europeo había logrado definirse desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Finalmente, la crisis ha dañado seriamente el dominio ideológico de Occidente. En décadas previas, las crisis financieras a menudo se originaban en las economías emergentes, patrocinadas santurronamente por el “virtuoso” Occidente y sus instituciones. Esta vez, impulsada por el dogma de la capacidad de recuperación del mercado y la autocorrección, la tormenta se formó en el corazón de la economía mundial, los Estados Unidos.

El instinto natural de muchos, sigue siendo, como en el pasado, mirar a la economía estadounidense, que se impone sobre las demás con sus 14 billones de dólares de PIB, como el motor de la recuperación global. En efecto, los Estados Unidos tienen una ventaja debido a su capacidad de innovación, sus avances tecnológicos, su espíritu empresarial y su optimismo incansable.

Pero las dudas están aumentando. La potencia económica que durante décadas dio con seguridad una estabilidad hegemónica a la economía global, parece tener dificultades para seguir haciéndolo. La industria civil cada vez menos competitiva, la carga de los compromisos militares en el extranjero y el estancamiento de los salarios son muestras de que el titán estadounidense se está fatigando.

Sin embargo, la señal más preocupante es la creciente deuda pública de los Estados Unidos –que actualmente es del 95% del PIB y que, incluso según las estimaciones conservadoras de la Oficina General de Contabilidad, se disparará a 18,4 billones de dólares para 2018. Cuando se agreguen los pasivos implícitos de los sistemas del Seguro Social y de Medicare, los Estados Unidos se enfrentan a un nivel sin precedente de deuda en tiempos de paz.

La paradoja es que a medida que su poder hegemónico se debilita, los Estados Unidos deben recurrir cada vez más a acreedores extranjeros, sobre todo a China, para mantenerse a flote. Desafortunadamente, el conocido empantanamiento de la política de Washington no da muchas esperanzas para que el problema se resuelva, lo que aumenta la impresión de que es un gigante con pies de barro.

La alternativa a un mundo en el que los Estados Unidos garantizaban la prosperidad y estabilidad global dentro del orden liberal es un mundo con conflictos crecientes, lleno de mercantilismo, proteccionismo y guerras de divisas. Sólo un acuerdo multilateral entre los actores principales puede asegurar un orden global que funcione sin complicaciones –lo que se propuso a finales de 2008 cuando el foro técnico del G-20 se convirtió rápidamente en una cumbre en pleno a cargo de la gobernanza global. Al incluir a todas las grandes economías emergentes, esta parecía la manera más efectiva de obtener la legitimidad que no se le concedía al G-7.

Pero, ¿puede el G-20 cumplir sus promesas? Como lo demostró ampliamente el caos en la conferencia de cambio climático celebrada en Copenhague en diciembre pasado, tanto el número de miembros reunidos alrededor de la mesa como las diferencias entre ellos –incluso al interior del grupo de países emergentes—no presagian nada bueno para el futuro. La actual “guerra de divisas” es otra señal del desorden.

Por supuesto, debido a su enorme poder militar y a sus numerosas alianzas, los Estados Unidos permanecerán en la cima en el futuro previsible. En efecto, si bien la arrogancia y la crisis han debilitado seriamente a la “hiperpotencia” mundial, no ha surgido un orden multipolar para sustituir la “era unipolar” estadounidense. Los Estados Unidos se han convertido en la “potencia a falta de otra” porque China, el aspirante más probable, está, a decir de los propios chinos, muy lejos de llegar a la paridad económica o militar con ese país.

No obstante, como nos recuerda a diario el atolladero afgano, el predominio militar no puede por sí solo conferir autoridad. Tras haber logrado integrar a Occidente mediante la prosperidad y la seguridad después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos deben comenzar a construir una nueva estructura de liderazgo global.

La tarea es incluso más difícil que en los años posteriores a 1945, porque actualmente hay que meter al orden global a varios países aspirantes a potencias mundiales con orientaciones extremadamente independientes. Como los principales arquitectos de la globalización, que despertó a nivel mundial la conciencia de la necesidad de bienes públicos globales, los Estados Unidos deben, aun con su cansancio, reunir sus recursos creativos.

Pierre Buhler, ex diplomático francés
 
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