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(ex-primer ministro británico)
Con el desafío de una década de austeridad de bajo crecimiento, sin soluciones nacionales para el desempleo de largo plazo y estándares de vida deteriorados, el mundo necesita unirse en la primera mitad de 2011 para acordar una estrategia económica y financiera de prosperidad, que sea mucho más audaz que el Plan Marshall de los años cuarenta.
A Occidente no le queda mucho tiempo porque tanto en Europa como los Estados Unidos tiene que darse cuenta de que la crisis de años recientes –empezando por la crisis de hipotecas de alto riesgo, pasando por el colapso de Lehman Brothers hasta la austeridad griega y el riesgo de quiebra de Irlanda- son síntomas de un problema más profundo: el mundo está experimentando una reestructuración del poder económico que es de largo alcance, irreversible y sin duda, sin precedentes.
Por supuesto, todos sabemos del ascenso de Asia, y que China exporta más que los Estados Unidos y también que pronto fabricará e invertirá más. Sin embargo, no hemos entendido el fuerte curso de la historia. La dominación económica occidental -10% de la población mundial produciendo la mayoría de las exportaciones mundiales y la inversión- se fue para nunca regresar. Después de dos siglos de monopolio europeo y estadounidense de la actividad económica global, ahora el resto del mundo supera su producción, manufacturas, comercio e inversiones.
Otto von Bismarck describió alguna vez los patrones de la historia mundial. Dijo que las transformaciones no se dan "a la velocidad constante de un ferrocarril". Una vez que se ponen en movimiento, ocurren con "fuerza irresistible". Si Occidente no entiende que actualmente el problema real es responder al ascenso del poder económico asiático mediante la renovación del suyo propio, se enfrenta a la perspectiva de una decadencia continua, con breves periodos de recuperación –hasta que llegue la siguiente crisis financiera. Durante ese tiempo, millones de personas se quedarán sin empleo.
¿Por qué entonces, a pesar de esta nueva realidad, estoy convencido de que en el siglo XXI los Estados Unidos pueden, mediante la renovación del sueño americano para una nueva generación, seguir siendo un imán para las empresas más importantes y que Europa puede tener una economía con un índice de empleo elevado?
Afortunadamente para todos nosotros, en poco tiempo más de mil millones de productores asiáticos –en un principio por decenas de millones y después por cientos de millones–se convertirán también en nuevos consumidores de clase media.
El crecimiento de una revolución del consumo asiático ofrece a los Estados Unidos un camino hacia una nueva grandeza. Actualmente, el gasto de los consumidores chinos es de apenas el 3% de la actividad económica mundial, a diferencia de la participación de Europa y los Estados Unidos, que es del 36%. Esas dos cifras ilustran por qué la economía mundial está tan desequilibrada.
Alrededor de 2020, Asia y los países con mercados emergentes contribuirán a la economía mundial el doble del poder de consumo de los Estados Unidos. Ya varias empresas como GE, Intel, Procter & Gamble y Dow Jones han anunciado que la mayoría de su crecimiento procederá de Asia. Muchas multinacionales coreanas, indias y asiáticas tienen ya una participación extranjera (incluso estadounidense) mayoritaria. Este nuevo motor de la economía mundial ofrece a los Estados Unidos la oportunidad de explotar su enorme energía innovadora y empresarial para crear nuevos empleos altamente calificados para los trabajadores estadounidenses.
El crecimiento del consumo asiático –y el reequilibrio de la economía global—puede ser la estrategia de salida para nuestra crisis económica. Sin embargo, Occidente solo se beneficiará si toma las decisiones de largo plazo correctas sobre las cuestiones económicas más importantes –¿qué hacer con respecto a los déficits, las instituciones financieras, las guerras comerciales y la cooperación global?
En primer lugar, la reducción del déficit debe darse de modo que se amplíen las inversiones en ciencia, tecnología, innovación y educación. Se necesitará inversión pública y privada para fomentar la educación e investigaciones científicas de la mayor calidad.
En segundo lugar, Occidente no podrá aprovechar los mercados nuevos si se hunde en el proteccionismo. Prohibir las adquisiciones transfronterizas, restringir el comercio y prolongar las guerras de divisas hará más daño a los Estados Unidos que a cualquier otro país. En el siglo pasado, el mercado interno de los Estados Unidos era tan grande y dominante que no tenía que preocuparse mucho por las normas comerciales. Sin embargo, ahora que Asia está por convertirse en el mayor mercado de consumo de la historia, los exportadores estadounidenses –que son quienes más podrían beneficiarse– deberán abrir más que nunca el comercio. Los Estados Unidos deberán convertirse en los defensores de un nuevo acuerdo de comercial global.
No obstante, el compromiso con la inversión pública y el comercio abierto son condiciones necesarias pero insuficientes para una prosperidad sostenida. Todas las oportunidades globales de la nueva década podrían desvanecerse si los países se encierran en sí mismos.
En otra época, cuando el mundo se enfrentaba al mayor de los desafíos, Winston Churchill le aconsejó que no eligiera la vía de la indecisión, que no se mantuviera firmemente a la deriva, que no permaneciera en la ambigüedad ni fuera todo poderoso en la impotencia. Creo que en el mundo de hoy hay líderes de la talla de Churchill. Si trabajan juntos, no hay motivo para quedar a la deriva.
Ahora los Estados Unidos deben asumir el liderazgo y pedir al mundo que acuerde un Plan Marshall moderno que coordine el comercio y las políticas macroeconómicas para impulsar el crecimiento global. Los Estados Unidos deben trabajar con el nuevo presidente del G-20, el presidente francés Nicolás Sarkozy, para reanimar el crédito privado mediante la creación de certidumbre a nivel global sobre las normas y reglas a que deben ajustarse los bancos.
También se necesita llegar a un acuerdo en el sentido de que los planes multianuales de reducción del déficit de cada país deberán ir acompañados de la aceleración del gasto de consumo en Oriente y de inversiones específicas en educación e innovación en Occidente. Un plan de ese tipo debe alentar a China y Asia a hacer lo que les interesa a ellos y a todo el mundo: reducir la pobreza y ampliar la clase media. Y Occidente debe acelerar las reformas estructurales para ser más competitivo y asegurar al mismo tiempo que la consolidación fiscal no destruya el crecimiento.
Mediante acciones conjuntas, las economías del G-20 podrán ver no solo cambios marginales, sino un crecimiento superior al 5% para 2014. En lugar de estar en un mundo con economías empantanadas a causa de las divisas y el comercio y guarecidas en el refugio ilusorio del proteccionismo, podríamos alcanzar un crecimiento de 3 billones de dólares que se convertiría en 25 o 30 millones de empleos nuevos y que liberaría de la pobreza a 40 millones de personas o más.
Con el desafío de una década de austeridad de bajo crecimiento, sin soluciones nacionales para el desempleo de largo plazo y estándares de vida deteriorados, el mundo necesita unirse en la primera mitad de 2011 para acordar una estrategia económica y financiera de prosperidad, que sea mucho más audaz que el Plan Marshall de los años cuarenta.
A Occidente no le queda mucho tiempo porque tanto en Europa como los Estados Unidos tiene que darse cuenta de que la crisis de años recientes –empezando por la crisis de hipotecas de alto riesgo, pasando por el colapso de Lehman Brothers hasta la austeridad griega y el riesgo de quiebra de Irlanda- son síntomas de un problema más profundo: el mundo está experimentando una reestructuración del poder económico que es de largo alcance, irreversible y sin duda, sin precedentes.
Por supuesto, todos sabemos del ascenso de Asia, y que China exporta más que los Estados Unidos y también que pronto fabricará e invertirá más. Sin embargo, no hemos entendido el fuerte curso de la historia. La dominación económica occidental -10% de la población mundial produciendo la mayoría de las exportaciones mundiales y la inversión- se fue para nunca regresar. Después de dos siglos de monopolio europeo y estadounidense de la actividad económica global, ahora el resto del mundo supera su producción, manufacturas, comercio e inversiones.
Otto von Bismarck describió alguna vez los patrones de la historia mundial. Dijo que las transformaciones no se dan "a la velocidad constante de un ferrocarril". Una vez que se ponen en movimiento, ocurren con "fuerza irresistible". Si Occidente no entiende que actualmente el problema real es responder al ascenso del poder económico asiático mediante la renovación del suyo propio, se enfrenta a la perspectiva de una decadencia continua, con breves periodos de recuperación –hasta que llegue la siguiente crisis financiera. Durante ese tiempo, millones de personas se quedarán sin empleo.
¿Por qué entonces, a pesar de esta nueva realidad, estoy convencido de que en el siglo XXI los Estados Unidos pueden, mediante la renovación del sueño americano para una nueva generación, seguir siendo un imán para las empresas más importantes y que Europa puede tener una economía con un índice de empleo elevado?
Afortunadamente para todos nosotros, en poco tiempo más de mil millones de productores asiáticos –en un principio por decenas de millones y después por cientos de millones–se convertirán también en nuevos consumidores de clase media.
El crecimiento de una revolución del consumo asiático ofrece a los Estados Unidos un camino hacia una nueva grandeza. Actualmente, el gasto de los consumidores chinos es de apenas el 3% de la actividad económica mundial, a diferencia de la participación de Europa y los Estados Unidos, que es del 36%. Esas dos cifras ilustran por qué la economía mundial está tan desequilibrada.
Alrededor de 2020, Asia y los países con mercados emergentes contribuirán a la economía mundial el doble del poder de consumo de los Estados Unidos. Ya varias empresas como GE, Intel, Procter & Gamble y Dow Jones han anunciado que la mayoría de su crecimiento procederá de Asia. Muchas multinacionales coreanas, indias y asiáticas tienen ya una participación extranjera (incluso estadounidense) mayoritaria. Este nuevo motor de la economía mundial ofrece a los Estados Unidos la oportunidad de explotar su enorme energía innovadora y empresarial para crear nuevos empleos altamente calificados para los trabajadores estadounidenses.
El crecimiento del consumo asiático –y el reequilibrio de la economía global—puede ser la estrategia de salida para nuestra crisis económica. Sin embargo, Occidente solo se beneficiará si toma las decisiones de largo plazo correctas sobre las cuestiones económicas más importantes –¿qué hacer con respecto a los déficits, las instituciones financieras, las guerras comerciales y la cooperación global?
En primer lugar, la reducción del déficit debe darse de modo que se amplíen las inversiones en ciencia, tecnología, innovación y educación. Se necesitará inversión pública y privada para fomentar la educación e investigaciones científicas de la mayor calidad.
En segundo lugar, Occidente no podrá aprovechar los mercados nuevos si se hunde en el proteccionismo. Prohibir las adquisiciones transfronterizas, restringir el comercio y prolongar las guerras de divisas hará más daño a los Estados Unidos que a cualquier otro país. En el siglo pasado, el mercado interno de los Estados Unidos era tan grande y dominante que no tenía que preocuparse mucho por las normas comerciales. Sin embargo, ahora que Asia está por convertirse en el mayor mercado de consumo de la historia, los exportadores estadounidenses –que son quienes más podrían beneficiarse– deberán abrir más que nunca el comercio. Los Estados Unidos deberán convertirse en los defensores de un nuevo acuerdo de comercial global.
No obstante, el compromiso con la inversión pública y el comercio abierto son condiciones necesarias pero insuficientes para una prosperidad sostenida. Todas las oportunidades globales de la nueva década podrían desvanecerse si los países se encierran en sí mismos.
En otra época, cuando el mundo se enfrentaba al mayor de los desafíos, Winston Churchill le aconsejó que no eligiera la vía de la indecisión, que no se mantuviera firmemente a la deriva, que no permaneciera en la ambigüedad ni fuera todo poderoso en la impotencia. Creo que en el mundo de hoy hay líderes de la talla de Churchill. Si trabajan juntos, no hay motivo para quedar a la deriva.
Ahora los Estados Unidos deben asumir el liderazgo y pedir al mundo que acuerde un Plan Marshall moderno que coordine el comercio y las políticas macroeconómicas para impulsar el crecimiento global. Los Estados Unidos deben trabajar con el nuevo presidente del G-20, el presidente francés Nicolás Sarkozy, para reanimar el crédito privado mediante la creación de certidumbre a nivel global sobre las normas y reglas a que deben ajustarse los bancos.
También se necesita llegar a un acuerdo en el sentido de que los planes multianuales de reducción del déficit de cada país deberán ir acompañados de la aceleración del gasto de consumo en Oriente y de inversiones específicas en educación e innovación en Occidente. Un plan de ese tipo debe alentar a China y Asia a hacer lo que les interesa a ellos y a todo el mundo: reducir la pobreza y ampliar la clase media. Y Occidente debe acelerar las reformas estructurales para ser más competitivo y asegurar al mismo tiempo que la consolidación fiscal no destruya el crecimiento.
Mediante acciones conjuntas, las economías del G-20 podrán ver no solo cambios marginales, sino un crecimiento superior al 5% para 2014. En lugar de estar en un mundo con economías empantanadas a causa de las divisas y el comercio y guarecidas en el refugio ilusorio del proteccionismo, podríamos alcanzar un crecimiento de 3 billones de dólares que se convertiría en 25 o 30 millones de empleos nuevos y que liberaría de la pobreza a 40 millones de personas o más.