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(Joseph E. Stiglitz es profesor en la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía)
Cuando el año anterior no ha ido demasiado bien, es un momento para abrigar la esperanza de que el próximo sea mejor.
Para Europa y los Estados Unidos, el de 2010 fue un año de decepción. Ya han pasado tres años desde el estallido de la burbuja y más de dos desde el desplome de Lehman Brothers. En 2009, dimos un paso atrás al borde de la depresión y 2010 había de ser el año de transición: cuando la economía volviera a ponerse en pie, se podría disminuir suavemente el gasto en estímulo.
Se pensaba que el crecimiento podía aminorarse ligeramente en 2011, pero sería un pequeño bache en el camino a una recuperación sólida. Entonces podríamos volver la vista atrás y considerar la “gran recesión” una pesadilla; la economía de mercado, respaldada por una actuación gubernamental prudente, habría demostrado su resistencia.
En realidad, el de 2010 fue una pesadilla. Las crisis de Irlanda y Grecia pusieron en tela de juicio la viabilidad del euro e hicieron pensar en la posibilidad de una suspensión del pago de la deuda. En los dos lados del Atlántico, el desempleo siguió pertinazmente elevado, en el 10 por ciento, aproximadamente. Aunque el diez por ciento de las familias hipotecadas de los EE.UU. ya habían perdido sus viviendas, el ritmo de las ejecuciones hipotecarias parecía ir en aumento... o habría ido, de no haber sido por la maraña jurídica que inspiró dudas sobre el tan cacareado “Estado de derecho” de los Estados Unidos.
Lamentablemente, las decisiones del nuevo año adoptadas en Europa y en los Estados Unidos fueron erróneas. La reacción ante los fallos y el derroche del sector privado que habían causado la crisis, ¡fue la de pedir austeridad al sector público! La consecuencia será, casi con toda seguridad, una recuperación más lenta e incluso una mayor demora antes de que el desempleo baje hasta niveles aceptables.
También habrá una disminución de la competitividad. Mientras que China ha mantenido en marcha su economía haciendo inversiones en educación, tecnología e infraestructuras, Europa y los Estados Unidos han estado reduciéndolas.
Se ha puesto de moda entre los políticos predicar las virtudes del dolor y del sufrimiento, seguramente porque quienes sufren las consecuencias son quienes apenas tienen voz y voto: los pobres y las generaciones futuras. Para poner en marcha la economía, algunos habrán de sufrir un poco, en efecto, pero la cada vez más sesgada distribución de la renta da una idea clara de quiénes serán: aproximadamente, una cuarta parte de toda la renta de los EE.UU. corresponde al 1 por ciento superior, mientras que la renta de la mayoría de los americanos es inferior hoy a lo que era hace doce años. Dicho de forma sencilla, la mayoría de los americanos no se beneficiaron de lo que muchos llamaron la “gran moderación”, pero fue, en realidad, la “madre de todas las burbujas”. Así, pues, ¿se debe hacer pagar aún más a víctimas inocentes y a quienes nada ganaron de la falsa prosperidad?
Europa y los Estados Unidos tienen las mismas personas con talento, los mismos recursos y el mismo capital que tenían antes de la recesión. Pueden haber valorado excesivamente algunos de sus activos, pero éstos siguen, en general, ahí. Los mercados financieros privados cometieron equivocaciones en gran escala al colocar el capital durante los años anteriores a la crisis y el despilfarro resultante de la subutilización de los recursos ha sido mayor incluso desde que comenzó la crisis. La cuestión es cómo poner de nuevo a trabajar dichos recursos.
La reestructuración de la deuda –amortizar las deudas de los propietarios de viviendas y, en algunos casos, las de los gobiernos– será fundamental. Tarde o temprano, se hará, pero el retraso resulta muy costoso... y en gran medida innecesario.
Los bancos nunca han querido reconocer sus créditos fallidos y ahora no quieren reconocer las pérdidas, al menos no hasta que puedan recapitalizarse mediante sus beneficios comerciales y el gran margen entre sus altos tipos de interés y los mínimos costos de su endeudamiento. El sector financiero presionará a los gobiernos para lograr el pago completo, aunque provoque un despilfarro social en gran escala, un enorme desempleo y un gran sufrimiento social... e incluso cuando sea consecuencia de sus errores en la concesión de créditos.
Pero, como sabemos por experiencia, no se acaba la vida después de la reestructuración de la deuda. Nadie desearía a cualquier otro país el trauma por el que pasó la Argentina en 1999-2002, pero este país también padeció en los años anteriores a la crisis –años de rescates por parte del FMI y de austeridad– a consecuencia de un enorme desempleo y tasas de pobreza y crecimiento bajo o negativo.
Desde la reestructuración de la deuda y la devaluación de su divisa, la Argentina ha tenido años de crecimiento del PIB extraordinariamente rápido, de casi el 9 por ciento por término medio de 2003 a 2007. En 2009, la renta nacional era el doble que en el peor momento de la crisis, en 2002, y más del 75 por ciento más que en el momento mejor del período anterior a la crisis.
Asimismo, la tasa de pobreza de la Argentina se ha reducido en unas tres cuartas partes en relación con el momento peor de su crisis y este país capeó la crisis financiera mundial mucho mejor que los EE.UU.: el desempleo es elevado, pero, aun así, no supera el 8 por ciento. Sólo podríamos conjeturar lo que habría ocurrido, si no hubiera aplazado el día del juicio final durante tanto tiempo... o si hubiese intentado retrasarlo aún más.
Así, pues, ésta es mi esperanza para el nuevo año: que dejemos de prestar atención a los supuestos magos financieros que nos metieron en este embrollo –y que ahora piden austeridad y una reestructuración retardada– y empecemos a usar un poco el sentido común. Si tiene que haber sufrimiento, el mayor deben arrostrarlo los responsables de la crisis y quienes más se beneficiaron de la burbuja que la precedió.
Cuando el año anterior no ha ido demasiado bien, es un momento para abrigar la esperanza de que el próximo sea mejor.
Para Europa y los Estados Unidos, el de 2010 fue un año de decepción. Ya han pasado tres años desde el estallido de la burbuja y más de dos desde el desplome de Lehman Brothers. En 2009, dimos un paso atrás al borde de la depresión y 2010 había de ser el año de transición: cuando la economía volviera a ponerse en pie, se podría disminuir suavemente el gasto en estímulo.
Se pensaba que el crecimiento podía aminorarse ligeramente en 2011, pero sería un pequeño bache en el camino a una recuperación sólida. Entonces podríamos volver la vista atrás y considerar la “gran recesión” una pesadilla; la economía de mercado, respaldada por una actuación gubernamental prudente, habría demostrado su resistencia.
En realidad, el de 2010 fue una pesadilla. Las crisis de Irlanda y Grecia pusieron en tela de juicio la viabilidad del euro e hicieron pensar en la posibilidad de una suspensión del pago de la deuda. En los dos lados del Atlántico, el desempleo siguió pertinazmente elevado, en el 10 por ciento, aproximadamente. Aunque el diez por ciento de las familias hipotecadas de los EE.UU. ya habían perdido sus viviendas, el ritmo de las ejecuciones hipotecarias parecía ir en aumento... o habría ido, de no haber sido por la maraña jurídica que inspiró dudas sobre el tan cacareado “Estado de derecho” de los Estados Unidos.
Lamentablemente, las decisiones del nuevo año adoptadas en Europa y en los Estados Unidos fueron erróneas. La reacción ante los fallos y el derroche del sector privado que habían causado la crisis, ¡fue la de pedir austeridad al sector público! La consecuencia será, casi con toda seguridad, una recuperación más lenta e incluso una mayor demora antes de que el desempleo baje hasta niveles aceptables.
También habrá una disminución de la competitividad. Mientras que China ha mantenido en marcha su economía haciendo inversiones en educación, tecnología e infraestructuras, Europa y los Estados Unidos han estado reduciéndolas.
Se ha puesto de moda entre los políticos predicar las virtudes del dolor y del sufrimiento, seguramente porque quienes sufren las consecuencias son quienes apenas tienen voz y voto: los pobres y las generaciones futuras. Para poner en marcha la economía, algunos habrán de sufrir un poco, en efecto, pero la cada vez más sesgada distribución de la renta da una idea clara de quiénes serán: aproximadamente, una cuarta parte de toda la renta de los EE.UU. corresponde al 1 por ciento superior, mientras que la renta de la mayoría de los americanos es inferior hoy a lo que era hace doce años. Dicho de forma sencilla, la mayoría de los americanos no se beneficiaron de lo que muchos llamaron la “gran moderación”, pero fue, en realidad, la “madre de todas las burbujas”. Así, pues, ¿se debe hacer pagar aún más a víctimas inocentes y a quienes nada ganaron de la falsa prosperidad?
Europa y los Estados Unidos tienen las mismas personas con talento, los mismos recursos y el mismo capital que tenían antes de la recesión. Pueden haber valorado excesivamente algunos de sus activos, pero éstos siguen, en general, ahí. Los mercados financieros privados cometieron equivocaciones en gran escala al colocar el capital durante los años anteriores a la crisis y el despilfarro resultante de la subutilización de los recursos ha sido mayor incluso desde que comenzó la crisis. La cuestión es cómo poner de nuevo a trabajar dichos recursos.
La reestructuración de la deuda –amortizar las deudas de los propietarios de viviendas y, en algunos casos, las de los gobiernos– será fundamental. Tarde o temprano, se hará, pero el retraso resulta muy costoso... y en gran medida innecesario.
Los bancos nunca han querido reconocer sus créditos fallidos y ahora no quieren reconocer las pérdidas, al menos no hasta que puedan recapitalizarse mediante sus beneficios comerciales y el gran margen entre sus altos tipos de interés y los mínimos costos de su endeudamiento. El sector financiero presionará a los gobiernos para lograr el pago completo, aunque provoque un despilfarro social en gran escala, un enorme desempleo y un gran sufrimiento social... e incluso cuando sea consecuencia de sus errores en la concesión de créditos.
Pero, como sabemos por experiencia, no se acaba la vida después de la reestructuración de la deuda. Nadie desearía a cualquier otro país el trauma por el que pasó la Argentina en 1999-2002, pero este país también padeció en los años anteriores a la crisis –años de rescates por parte del FMI y de austeridad– a consecuencia de un enorme desempleo y tasas de pobreza y crecimiento bajo o negativo.
Desde la reestructuración de la deuda y la devaluación de su divisa, la Argentina ha tenido años de crecimiento del PIB extraordinariamente rápido, de casi el 9 por ciento por término medio de 2003 a 2007. En 2009, la renta nacional era el doble que en el peor momento de la crisis, en 2002, y más del 75 por ciento más que en el momento mejor del período anterior a la crisis.
Asimismo, la tasa de pobreza de la Argentina se ha reducido en unas tres cuartas partes en relación con el momento peor de su crisis y este país capeó la crisis financiera mundial mucho mejor que los EE.UU.: el desempleo es elevado, pero, aun así, no supera el 8 por ciento. Sólo podríamos conjeturar lo que habría ocurrido, si no hubiera aplazado el día del juicio final durante tanto tiempo... o si hubiese intentado retrasarlo aún más.
Así, pues, ésta es mi esperanza para el nuevo año: que dejemos de prestar atención a los supuestos magos financieros que nos metieron en este embrollo –y que ahora piden austeridad y una reestructuración retardada– y empecemos a usar un poco el sentido común. Si tiene que haber sufrimiento, el mayor deben arrostrarlo los responsables de la crisis y quienes más se beneficiaron de la burbuja que la precedió.