droblo
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(el autor es director de Bruegel, un grupo internacional de expertos en economía, profesor de Economía en la Universidad Paris-Dauphine y miembro del Consejo de Análisis Económico del primer ministro francés)
Como hermanos en armas unidos en combate pero divididos en la paz, Europa y Estados Unidos, que habían combatido la depresión en forma conjunta en 2009, comenzaron a manifestar desacuerdos en 2010 y empiezan el 2011 con posturas divergentes en materia de política macroeconómica. El precio de la divergencia podría ser alto: si bien lo peor ya pasó, todavía hace falta una coordinación efectiva de las políticas en un momento en que reequilibrar la economía global, como ha pedido el G-20, es una tarea que está lejos de ser cumplida.
La división transatlántica es evidente con respecto a la política monetaria. En noviembre del año pasado, la decisión de la Reserva Federal de Estados Unidos de lanzar un nuevo ciclo de “alivio cuantitativo” (compra de bonos del gobierno a través de creación monetaria) desató críticas feroces en Europa. Si bien el Banco Central Europeo también estuvo comprando bonos del gobierno desde la primavera pasada, la cantidad es relativamente pequeña (70.000 millones de euros, comparado con el programa de 600.000 millones de dólares de la Fed) y sólo está destinada a respaldar a miembros en problemas de la eurozona, con un cuidado especial para evitar cualquier impacto en la oferta monetaria.
Una divergencia similar, aunque menos aguda, surgió con respecto a la política fiscal. En diciembre, mientras los europeos viraban hacia el rigor fiscal, el Congreso de Estados Unidos extendió durante dos años los recortes impositivos iniciados por George W. Bush –algo que casi todos interpretaron como otro esfuerzo por estimular la economía estadounidense-. Es verdad, la reducción fiscal en Alemania es más cautelosa de lo que sugiere la retórica oficial. Pero, en general, la eurozona y Gran Bretaña claramente viraron hacia la austeridad, algo que Estados Unidos todavía se muestra reacio a considerar.
En Europa, esta divergencia suele atribuirse a lo que el presidente francés Charles de Gaulle solía calificar como un “privilegio exorbitante” de Estados Unidos: el poder de imprimir la principal moneda de reserva internacional. Pero esta explicación es satisfactoria sólo en parte. Sí, China efectivamente acumula reservas en dólares. Pero nadie la obliga a hacerlo, y Estados Unidos preferiría mucho más un renminbi más fuerte. Los países de los mercados emergentes también podrían invertir en euros, si tan sólo pudieran comprar activos líquidos como los bonos del Tesoro de Estados Unidos –allí reside el debate actual sobre la propuesta de creación de “eurobonos”-. Y, mientras países como Grecia y España sufren como consecuencia de las restricciones del mercado, ése no es el caso en el norte de Europa.
Una segunda interpretación de la división transatlántica es que las políticas de ambos lados reflejan las diferencias en sus situaciones. Esto es claramente lo que sucede con los mercados laborales y el desempleo: las empresas norteamericanas reaccionaron a la recesión con despidos masivos, mientras que las compañías europeas –con excepción de las firmas españolas, pero no de las compañías británicas- hicieron el mayor esfuerzo por resguardar la mano de obra.
En consecuencia, la productividad se estancó en Europa desde 2007, mientras que mejoró en más de seis puntos porcentuales en Estados Unidos. Por supuesto, otra consecuencia es que la tasa de desempleo en Estados Unidos está cerca de los picos de posguerra y permanecerá alta durante mucho más tiempo. Y los trabajadores desempleados en Estados Unidos pierden sus beneficios después de 99 semanas, lo que hace que el imperativo político para una acción macroeconómica sea mucho más fuerte que en Europa, donde el desempleo aumentó más lentamente y los beneficios son más generosos. Como señala el economista Joseph Stiglitz, el estado benefactor de Estados Unidos es, primero y principal, la política monetaria de la Fed.
Sin embargo, también existe una tercera lectura, más sutil, de la división UE-EEUU, que tiene que ver con los beneficios. En la visión de la mayoría de los europeos, el terreno que se perdió no se puede recuperar –y, si se puede recuperar, es muy poco-. De manera que, como la oferta se redujo, sería peligroso que el banco central o el presupuesto estimularan excesivamente la demanda. Y, como los ingresos tributarios tampoco se recuperarán, la brecha tendrá que ser cubierta apelando a la austeridad fiscal.
Los norteamericanos, por otra parte, están convencidos de que lo que se haya perdido durante la recesión reciente finalmente se recuperará. Lo dice la administración Obama, lo dice también la Fed (aunque con más prudencia), y ambas actúan en consecuencia. En otras palabras, los europeos son pesimistas sobre el futuro y, por consiguiente, son reacios a estimular el crecimiento, mientras que los norteamericanos siguen siendo optimistas y están dispuestos a darle una oportunidad a cualquier instrumento de política económica. En consecuencia, la divergencia por la política macroeconómica continuará –al menos mientras los inversores sigan dispuestos a comprar deuda pública estadounidense.
De esta divergencia surgen varias consecuencias: dificultades en la coordinación de las políticas, dado que no existe ningún acuerdo sobre el diagnóstico; un regreso muy probable a grandes déficits externos estadounidenses mientras que Europa se mantiene en equilibrio; y un dólar más débil, lo cual se volverá evidente si la crisis en la eurozona amaina.
Todo esto podría complicar enormemente la gestión del G-20 y corre el riesgo de oscurecer la cuestión de la que todos deberían estar ocupándose: cómo manejar una economía global en la que el equilibrio entre países avanzados y países emergentes está cambiando a gran velocidad.
Como hermanos en armas unidos en combate pero divididos en la paz, Europa y Estados Unidos, que habían combatido la depresión en forma conjunta en 2009, comenzaron a manifestar desacuerdos en 2010 y empiezan el 2011 con posturas divergentes en materia de política macroeconómica. El precio de la divergencia podría ser alto: si bien lo peor ya pasó, todavía hace falta una coordinación efectiva de las políticas en un momento en que reequilibrar la economía global, como ha pedido el G-20, es una tarea que está lejos de ser cumplida.
La división transatlántica es evidente con respecto a la política monetaria. En noviembre del año pasado, la decisión de la Reserva Federal de Estados Unidos de lanzar un nuevo ciclo de “alivio cuantitativo” (compra de bonos del gobierno a través de creación monetaria) desató críticas feroces en Europa. Si bien el Banco Central Europeo también estuvo comprando bonos del gobierno desde la primavera pasada, la cantidad es relativamente pequeña (70.000 millones de euros, comparado con el programa de 600.000 millones de dólares de la Fed) y sólo está destinada a respaldar a miembros en problemas de la eurozona, con un cuidado especial para evitar cualquier impacto en la oferta monetaria.
Una divergencia similar, aunque menos aguda, surgió con respecto a la política fiscal. En diciembre, mientras los europeos viraban hacia el rigor fiscal, el Congreso de Estados Unidos extendió durante dos años los recortes impositivos iniciados por George W. Bush –algo que casi todos interpretaron como otro esfuerzo por estimular la economía estadounidense-. Es verdad, la reducción fiscal en Alemania es más cautelosa de lo que sugiere la retórica oficial. Pero, en general, la eurozona y Gran Bretaña claramente viraron hacia la austeridad, algo que Estados Unidos todavía se muestra reacio a considerar.
En Europa, esta divergencia suele atribuirse a lo que el presidente francés Charles de Gaulle solía calificar como un “privilegio exorbitante” de Estados Unidos: el poder de imprimir la principal moneda de reserva internacional. Pero esta explicación es satisfactoria sólo en parte. Sí, China efectivamente acumula reservas en dólares. Pero nadie la obliga a hacerlo, y Estados Unidos preferiría mucho más un renminbi más fuerte. Los países de los mercados emergentes también podrían invertir en euros, si tan sólo pudieran comprar activos líquidos como los bonos del Tesoro de Estados Unidos –allí reside el debate actual sobre la propuesta de creación de “eurobonos”-. Y, mientras países como Grecia y España sufren como consecuencia de las restricciones del mercado, ése no es el caso en el norte de Europa.
Una segunda interpretación de la división transatlántica es que las políticas de ambos lados reflejan las diferencias en sus situaciones. Esto es claramente lo que sucede con los mercados laborales y el desempleo: las empresas norteamericanas reaccionaron a la recesión con despidos masivos, mientras que las compañías europeas –con excepción de las firmas españolas, pero no de las compañías británicas- hicieron el mayor esfuerzo por resguardar la mano de obra.
En consecuencia, la productividad se estancó en Europa desde 2007, mientras que mejoró en más de seis puntos porcentuales en Estados Unidos. Por supuesto, otra consecuencia es que la tasa de desempleo en Estados Unidos está cerca de los picos de posguerra y permanecerá alta durante mucho más tiempo. Y los trabajadores desempleados en Estados Unidos pierden sus beneficios después de 99 semanas, lo que hace que el imperativo político para una acción macroeconómica sea mucho más fuerte que en Europa, donde el desempleo aumentó más lentamente y los beneficios son más generosos. Como señala el economista Joseph Stiglitz, el estado benefactor de Estados Unidos es, primero y principal, la política monetaria de la Fed.
Sin embargo, también existe una tercera lectura, más sutil, de la división UE-EEUU, que tiene que ver con los beneficios. En la visión de la mayoría de los europeos, el terreno que se perdió no se puede recuperar –y, si se puede recuperar, es muy poco-. De manera que, como la oferta se redujo, sería peligroso que el banco central o el presupuesto estimularan excesivamente la demanda. Y, como los ingresos tributarios tampoco se recuperarán, la brecha tendrá que ser cubierta apelando a la austeridad fiscal.
Los norteamericanos, por otra parte, están convencidos de que lo que se haya perdido durante la recesión reciente finalmente se recuperará. Lo dice la administración Obama, lo dice también la Fed (aunque con más prudencia), y ambas actúan en consecuencia. En otras palabras, los europeos son pesimistas sobre el futuro y, por consiguiente, son reacios a estimular el crecimiento, mientras que los norteamericanos siguen siendo optimistas y están dispuestos a darle una oportunidad a cualquier instrumento de política económica. En consecuencia, la divergencia por la política macroeconómica continuará –al menos mientras los inversores sigan dispuestos a comprar deuda pública estadounidense.
De esta divergencia surgen varias consecuencias: dificultades en la coordinación de las políticas, dado que no existe ningún acuerdo sobre el diagnóstico; un regreso muy probable a grandes déficits externos estadounidenses mientras que Europa se mantiene en equilibrio; y un dólar más débil, lo cual se volverá evidente si la crisis en la eurozona amaina.
Todo esto podría complicar enormemente la gestión del G-20 y corre el riesgo de oscurecer la cuestión de la que todos deberían estar ocupándose: cómo manejar una economía global en la que el equilibrio entre países avanzados y países emergentes está cambiando a gran velocidad.