El movimiento masivo que engulle a Egipto expone un hecho que se ha estado escondiendo a simple vista: en una década durante la cual China sacó a más gente de la pobreza a un ritmo más rápido que nunca en la historia humana, en un período de tiempo en el que la reforma económica se ha impuesto en todo el mundo desde Brasil a Indonesia, Egipto se ha quedado fuera de la fiesta.
Una década atrás, IBM emitió una serie de comerciales sobre su alcance global. Uno incluía un pescador que navegaba por el Nilo y usaba una red inalámbrica. Era una imagen tentadora, y completamente ficticia. Pocos países se han integrado menos a la economía global.
El país se ubica en el puesto 137 en el ranking mundial de ingresos per capita (apenas detrás de Tonga y delante de Kiribati), con una población dentro de las 20 mayores. Y mientras el crecimiento del PIB en los últimos años ha sido respetable, con un promedio de 4% a 5% en 2009 (cuando todos los países tuvieron problemas), incluso eso lo ubica como mucho en la mitad de la tabla en un período en el cual los países más competitivos y dinámicos han salido adelante.
Egipto es famoso desde hace tiempo por su ineficiencia crónica. Sin embargo Hosni Mubarak fue bendecido con casi US$2.000 millones anuales en ayuda de Estados Unidos, otros US$5.000 millones de tarifas del Canal de Suez, y US$10.000 millones en turismo, así que pudo comprar a una parte considerable de los 80 millones de egipcios.
En épocas modernas, Egipto ha sido un rayo de esperanza en el mundo árabe, con un movimiento independentista liderado por Gamel Adbel Nasser que se sublevó contra lo que quedaba del imperio británico en 1952. Ese rayo fue mantenido vivo por el sucesor de Nasser, Anwar Sadat, quien es recordado en Occidente principalmente por sus osadas propuestas a Israel y el tratado de paz en 1981 que llevó a su asesinato.
Pero el legado más duradero de Sadat para Egipto podría haber sido su breve intento de liberalizar la economía (la Infitah) y abrir el país al mundo. Mientras el presidente Mubarak alabó superficialmente esa apertura económica, durante gran parte de las tres décadas siguientes la economía de Egipto quedó encerrada en un sistema que sofocó la actividad y la innovación económica al igual que la expresión política.
En los últimos años, Mubarak pareció darse cuenta de que la total ausencia de reformas económicas no era sostenible. Observó cómo China salía adelante sin flexibilizar el control del estado sobre la vida política. Hizo propuestas a bloques comerciales regionales. De hecho, unos días antes de que se desataran las protestas, Mubarak fue el anfitrión de la segunda Cumbre Árabe Económica, de Desarrollo y Social en el balneario de Sharm al-Shaikh, donde llamó a un incremento en la integración económica, la infraestructura regional de transporte y el comercio entre los árabes.
Pero en el pasado, los cambios prometidos excedieron por mucho los cambios realizados, y había pocos motivos para pensar que esta vez sería distinto. Mubarak resistió llamados a apertura política con la advertencia de que el fundamentalismo islámico arrasaría la tierra del Nilo.
El mundo aceptó el razonamiento de Mubarak. Washington se concentró en la amenaza del radicalismo islámico y eligió darle un espaldarazo de forma gentil a Mubarak en lugar de arriesgarse a que lo que él había advertido que sucedería si había elecciones abiertas y se permitía la expresión.
En tanto, China ignoró la dialéctica en Occidente —que colocaba la apertura política por encima de los imperativos sociales— y se adentró en un experimento de desarrollo económico hipercargado sin cambio político. Su éxito fenomenal hasta la fecha es imposible de refutar, de la misma forma como su curso futuro es imposible de predecir.
Pero Egipto logró abstener se tomar ambos caminos, y su lección es simple: se puede tener una reforma económica, o se puede tener una reforma política. No se puede no tener ninguna.
Lo que le permite a China tener éxito por ahora (y a Brasil, la India e Indonesia, entre muchos otros países) es que sus ciudadanos creen que tienen cierto control sobre sus vidas materiales y una posibilidad de hacer realidad sus sueños y ambiciones. Tienen un lugar de expresión de sus pasiones que no está determinado por ellos, y un creciente grado de libertad económica.
Los jóvenes en Egipto —dos tercios de la población tiene menos de 30 años— creen que no tienen futuro, y de muchas formas tienen razón. Bajo el gobierno de Mubarak, su comida y su vivienda están subsidiados y les dan empleos o los dejan en el vacío del desempleo, sin morirse de hambre pero sin ninguna esperanza de nada más que años de lo mismo.
Estas realidades solas no causan una revolución. Muchos países son pobres y tranquilos. Pero Egipto ha tenido todas las marcas de una situación potencialmente explosiva. El futuro podría traer algo peor, con regímenes radicales o caos. Pero para millones de personas que llegaron a la conclusión de que sus sueños de una vida mejor nunca llegarían a concentrarse, nada podría ser peor que el presente.
—Karabell, presidente de River Twice Research, es el autor de "Parting the Desert: the Creation of the Suez Canal" (2003) y de "Superfusion: How China and America Became One Economy" (2009).
Una década atrás, IBM emitió una serie de comerciales sobre su alcance global. Uno incluía un pescador que navegaba por el Nilo y usaba una red inalámbrica. Era una imagen tentadora, y completamente ficticia. Pocos países se han integrado menos a la economía global.
El país se ubica en el puesto 137 en el ranking mundial de ingresos per capita (apenas detrás de Tonga y delante de Kiribati), con una población dentro de las 20 mayores. Y mientras el crecimiento del PIB en los últimos años ha sido respetable, con un promedio de 4% a 5% en 2009 (cuando todos los países tuvieron problemas), incluso eso lo ubica como mucho en la mitad de la tabla en un período en el cual los países más competitivos y dinámicos han salido adelante.
Egipto es famoso desde hace tiempo por su ineficiencia crónica. Sin embargo Hosni Mubarak fue bendecido con casi US$2.000 millones anuales en ayuda de Estados Unidos, otros US$5.000 millones de tarifas del Canal de Suez, y US$10.000 millones en turismo, así que pudo comprar a una parte considerable de los 80 millones de egipcios.
En épocas modernas, Egipto ha sido un rayo de esperanza en el mundo árabe, con un movimiento independentista liderado por Gamel Adbel Nasser que se sublevó contra lo que quedaba del imperio británico en 1952. Ese rayo fue mantenido vivo por el sucesor de Nasser, Anwar Sadat, quien es recordado en Occidente principalmente por sus osadas propuestas a Israel y el tratado de paz en 1981 que llevó a su asesinato.
Pero el legado más duradero de Sadat para Egipto podría haber sido su breve intento de liberalizar la economía (la Infitah) y abrir el país al mundo. Mientras el presidente Mubarak alabó superficialmente esa apertura económica, durante gran parte de las tres décadas siguientes la economía de Egipto quedó encerrada en un sistema que sofocó la actividad y la innovación económica al igual que la expresión política.
En los últimos años, Mubarak pareció darse cuenta de que la total ausencia de reformas económicas no era sostenible. Observó cómo China salía adelante sin flexibilizar el control del estado sobre la vida política. Hizo propuestas a bloques comerciales regionales. De hecho, unos días antes de que se desataran las protestas, Mubarak fue el anfitrión de la segunda Cumbre Árabe Económica, de Desarrollo y Social en el balneario de Sharm al-Shaikh, donde llamó a un incremento en la integración económica, la infraestructura regional de transporte y el comercio entre los árabes.
Pero en el pasado, los cambios prometidos excedieron por mucho los cambios realizados, y había pocos motivos para pensar que esta vez sería distinto. Mubarak resistió llamados a apertura política con la advertencia de que el fundamentalismo islámico arrasaría la tierra del Nilo.
El mundo aceptó el razonamiento de Mubarak. Washington se concentró en la amenaza del radicalismo islámico y eligió darle un espaldarazo de forma gentil a Mubarak en lugar de arriesgarse a que lo que él había advertido que sucedería si había elecciones abiertas y se permitía la expresión.
En tanto, China ignoró la dialéctica en Occidente —que colocaba la apertura política por encima de los imperativos sociales— y se adentró en un experimento de desarrollo económico hipercargado sin cambio político. Su éxito fenomenal hasta la fecha es imposible de refutar, de la misma forma como su curso futuro es imposible de predecir.
Pero Egipto logró abstener se tomar ambos caminos, y su lección es simple: se puede tener una reforma económica, o se puede tener una reforma política. No se puede no tener ninguna.
Lo que le permite a China tener éxito por ahora (y a Brasil, la India e Indonesia, entre muchos otros países) es que sus ciudadanos creen que tienen cierto control sobre sus vidas materiales y una posibilidad de hacer realidad sus sueños y ambiciones. Tienen un lugar de expresión de sus pasiones que no está determinado por ellos, y un creciente grado de libertad económica.
Los jóvenes en Egipto —dos tercios de la población tiene menos de 30 años— creen que no tienen futuro, y de muchas formas tienen razón. Bajo el gobierno de Mubarak, su comida y su vivienda están subsidiados y les dan empleos o los dejan en el vacío del desempleo, sin morirse de hambre pero sin ninguna esperanza de nada más que años de lo mismo.
Estas realidades solas no causan una revolución. Muchos países son pobres y tranquilos. Pero Egipto ha tenido todas las marcas de una situación potencialmente explosiva. El futuro podría traer algo peor, con regímenes radicales o caos. Pero para millones de personas que llegaron a la conclusión de que sus sueños de una vida mejor nunca llegarían a concentrarse, nada podría ser peor que el presente.
—Karabell, presidente de River Twice Research, es el autor de "Parting the Desert: the Creation of the Suez Canal" (2003) y de "Superfusion: How China and America Became One Economy" (2009).