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Guest
La última oleada del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) no ha dado ninguna sorpresa. Ni en lo político -el PP sigue aventajando notoriamente al PSOE- ni en la pesimista visión de la economía que domina la sociedad. Sólo dos de cada cien consultados califican de buena la coyuntura y apenas cinco de cada cien creen que las cosas están algo mejor que hace un año. Tampoco abundan, todo lo contrario, los confiados en que los próximos doce meses aparezca la ansiada recuperación. Esto último debe guardar relación con que aproximadamente dos tercios crean que los políticos -tanto del Gobierno como en la oposición- se han convertido en uno de los principales problemas del país.
Se puede aducir que no hacen falta sondeos: casi cada día aparece un dato para constatar que las cosas no marchan bien. No tiene, pues, nada de extraño que la gente lo perciba tal como es. El más impactante ha de seguir siendo el (des)empleo: todos los registros se siguen deteriorando, vez tras vez. Y ni siquiera es su difusión lo más importante: situaciones de paro prolongado y dificultades para encontrar colocación forman parte de la realidad cotidiana, si no en carne propia, seguro que en el entorno de la mayoría. Caben pocas dudas de que para gran parte de la sociedad, frente a eso, importa prácticamente nada lo demás.
La pasada madrugada -hora española-, el presidente Obama instaba a los empresarios a confiar en la economía estadounidense, invirtiendo para crear empleo, y les pedía que dijeran qué les hacía falta, comprometiéndose a tratar de solucionarlo a la mayor brevedad. Hablaba también del círculo, virtuoso o perverso, que interrelaciona ocupación y actividad. Cuentan las crónicas, sin embargo, que sus palabras fueron acogidas con bastante frialdad.
La crisis ha puesto patas arriba multitud de cosas; probablemente más de las que parece o se admite. Alguna de ellas con cierto componente paradójico. Existe, por ejemplo, cierto consenso en apreciar que la intervención de los gobiernos, por primera vez a escala global, pudo evitar un total desplome allá por el otoño de 2008, cuando más agudizados estaban los temores de repetir la experiencia de 1929. Sin embargo, de ahí ha derivado una creciente desconfianza hacia las políticas públicas, atribuyéndoles incapacidad para restablecer la prosperidad y, en cierto modo, voluntad o coraje suficientes para hacer lo que hay que hacer.
Sea como fuere, el pesimismo parece que no decae. Es indudable que se contagia, incluso puede llegar a ponerse de moda. Igual que hace unos pocos años se descalificaba a todo el que se atrevía a discrepar mínimamente de la euforía y la convicción de que la economía sólo podía ir bien, hoy es casi imposible encontrar quien se atreva a decir que la situación está mejorando. Pero sólo casi: el Gobierno se atreve a decirlo casi todos los días... aunque parece que sólo le creen dos de cada cien.
Se puede aducir que no hacen falta sondeos: casi cada día aparece un dato para constatar que las cosas no marchan bien. No tiene, pues, nada de extraño que la gente lo perciba tal como es. El más impactante ha de seguir siendo el (des)empleo: todos los registros se siguen deteriorando, vez tras vez. Y ni siquiera es su difusión lo más importante: situaciones de paro prolongado y dificultades para encontrar colocación forman parte de la realidad cotidiana, si no en carne propia, seguro que en el entorno de la mayoría. Caben pocas dudas de que para gran parte de la sociedad, frente a eso, importa prácticamente nada lo demás.
La pasada madrugada -hora española-, el presidente Obama instaba a los empresarios a confiar en la economía estadounidense, invirtiendo para crear empleo, y les pedía que dijeran qué les hacía falta, comprometiéndose a tratar de solucionarlo a la mayor brevedad. Hablaba también del círculo, virtuoso o perverso, que interrelaciona ocupación y actividad. Cuentan las crónicas, sin embargo, que sus palabras fueron acogidas con bastante frialdad.
La crisis ha puesto patas arriba multitud de cosas; probablemente más de las que parece o se admite. Alguna de ellas con cierto componente paradójico. Existe, por ejemplo, cierto consenso en apreciar que la intervención de los gobiernos, por primera vez a escala global, pudo evitar un total desplome allá por el otoño de 2008, cuando más agudizados estaban los temores de repetir la experiencia de 1929. Sin embargo, de ahí ha derivado una creciente desconfianza hacia las políticas públicas, atribuyéndoles incapacidad para restablecer la prosperidad y, en cierto modo, voluntad o coraje suficientes para hacer lo que hay que hacer.
Sea como fuere, el pesimismo parece que no decae. Es indudable que se contagia, incluso puede llegar a ponerse de moda. Igual que hace unos pocos años se descalificaba a todo el que se atrevía a discrepar mínimamente de la euforía y la convicción de que la economía sólo podía ir bien, hoy es casi imposible encontrar quien se atreva a decir que la situación está mejorando. Pero sólo casi: el Gobierno se atreve a decirlo casi todos los días... aunque parece que sólo le creen dos de cada cien.