El irresistible encanto de las burbujas: psicología de una trampa anunciada
Laura García
En un principio fueron los tulipanes. Ya habían maravillado a los persas y seducido al Imperio Otomano pero fue al ser introducidos en Europa a mediados del siglo XVI que desataron la primera gran histeria financiera. Un bulbo de Semper Augustus –la variante más codiciada con sus pinceladas rojas y blancas– podía valer tanto como una mansión en el canal más exclusivo de la próspera Amsterdam de esos días.
Se dice que un retoño llegó a venderse por 5.500 florines, cuando poco después se pagarían 1.600 a Rembrandt por el encargo de unos de sus cuadros más famosos. Devenidos en el artículo de lujo por excelencia, los tulipanes terminaron llevando a muchos a la ruina. Fue del frenesí por una delicada flor a la que le lleva siete años crecer desde la semilla que nació la primera gran burbuja de la historia.
Opaca a la distancia y casi incomprensible a primera vista, la fascinación que encegueció a los hombres de la época de oro holandesa no nos es para nada ajena –si bien con el tiempo los objetos de nuestras obsesiones se han vuelto menos sublimes y bastante más prosaicos–. Tanto el descalabro de las puntocom del 2000 como la crisis subprime de 2008 dejan en claro que hay algo en la forma de operar del mercado (y en última instancia, en la naturaleza humana) que las convierte en trampas anunciadas pero indefectiblemente irresistibles.
El Nostradamus de las burbujas
Más de cuatro siglos después de la locura de los tulipanes, Didier Sornette es una prueba viviente de que las burbujas, con sus precios inflados que no paran de subir y alejarse irracionalmente del valor intrínseco de los activos, todavía nos intrigan. Un apasionado del arte de predecir eventos en sistemas complejos, Didier es una suerte de excéntrico Nostradamus de las burbujas financieras.
El año pasado lanzó “The Financial Bubble Experiment” en el Swiss Federal Institute of Technology de Zurich, algo así como el MIT de Europa, según sus propias palabras. Su misión: identificar cuatro burbujas en formación y pronosticar cuándo explotarán. Su promesa: mantener esa información bajo llave en archivos encriptados no susceptibles de ser modificados y revelarla sólo cuando el día D haya pasado.
Didier, quien ya se ha abocado a tareas como predecir terremotos y la ocurrencia de ataques epilépticos, ha tenido sus aciertos pero también algunos tropiezos bochornosos (hacia fines de 2002 predijo que el mercado bajista continuaría por otro dos años).
De teorías y burbujólogos
Distinto es el marcador de un burbujólogo de la estirpe de Robert Shiller (le dicen Mr. Bubble), el economista de Yale que en el 2000 anticipó el estallido de la burbuja de Internet en su best-seller “Irrational Exuberance”, y que más tarde advertiría también sobre el colapso del mercado inmobiliario.
La exuberancia irracional de Shiller (un término que tomó prestado de un discurso de Greenspan en una cena de gala) es un estado exaltado de fervor especulativo. Su teoría es simple: las burbujas nacen cuando los precios se ven alimentados por factores psicológicos más que económicos y sencillamente se pierde la pista del valor fundamental de los activos.
“La gente se crea expectativas extravagantes sobre la riqueza que van a producir sus inversiones y olvida las valiosas lecciones de otras crisis financieras”, dice Shiller. Una burbuja sobrevive en tanto el rebaño mantenga la fe en una escalada continua de precios. Cuando esa fe se quiebra, el resto es casi una profecía autocumplida.
Pero un grupo de jóvenes economistas de Princeton –un vietnamita, un chino y un alemán que fueron reclutados por el propio Ben Bernanke antes de convertirse él mismo en el gran celador de burbujas– han desarrollado en estos últimos años algunas teorías interesantes que se apoyan menos en la psicología y más en modelos matemáticos que buscan demostrar cómo las burbujas pueden prosperar incluso en mercados habitados por inversores pensantes y calculadores.
Las burbujas, concluyeron, emergen cuando existen profundas discrepancias entre los inversores sobre el significado de un desarrollo económico importante, como fue en su momento Internet. Y cuando el desacuerdo se vuelve extremo, los pesimistas tienden a dar un paso al costado y observar, por el simple hecho de que apostar en contra del mercado es más complicado y sólo unos pocos inversores sofisticados lo hacen (tomar prestadas acciones y venderlas con la expectativa de luego poder reponerlas a precios más bajos). Los optimistas, entonces, y su furia especulativa, quedan a sus anchas.
Ahora, una burbuja puede persistir aún cuando inversores racionales la hayan detectado ya que ninguno tiene el poder de fuego para atacarla. Sólo cuando los escépticos actúan en forma coordinada y simultánea –un momento imposible de predecir– la burbuja explota.
Por eso, lo mejor es evitar quijotadas y surfear la ola, prontos a desmontarse tan rápido como la existencia de la burbuja se vuelva de conocimiento público, advierten los chicos de Bernanke. Como si fuera tan fácil.
Burbujas de laboratorio
Ya a mediados de los ochenta, el ganador del Nobel Vernon Smith y padre de la economía experimental había conducido una prueba más que elocuente al recrear la formación de burbujas en el laboratorio. Smith le dio a un grupo de voluntarios acciones y dinero para invertir en una bolsa en miniatura.
Aún cuando el valor fundamental de los activos se mantuvo constante y todos los participantes compartían la misma información, todos pugnaron por comprar barato y vender caro, inflando los precios, hasta que para la ronda número 15 la burbuja explotó.
El 90% de las veces, el patrón se confirma. Si el experimento se repite con el mismo grupo, recién hacia la tercera vez la lección cala y no se forma una burbuja.
En el intento por desenmarañar el fenómeno muchos fueron a mirar directamente en el origen: el cerebro. Paul Zak, director del Centro de Estudios Neuroeconómicos de la Claremont Graduate University, asegura que un escaneo del cerebro de los inversores muestra a las claras cómo los centros del “arrepentimiento” se encienden como bengalas cuando una acción en la que no se invirtió sube en forma pronunciada. Y la activación de este centro hace mucho más propenso al sujeto a invertir mayores cantidades a medida que el juego avanza.
Química cerebral, instinto de rebaño, impotencia inversora ante la furia optimista de la mayoría. No importa qué explicación se elija. Lo cierto es que cuando un grupo de inversores empujan los precios hacia arriba en forma excesiva, otro grupo más racional debería aprovechar el error para vender y volver las cosas a la normalidad. Pero eso no ocurre.
Si su cuñado está haciendo fortunas, y su mujer no deja de criticarlo por ser un timorato financiero y dejar pasar una oportunidad, quién puede culparlo por ceder. Las burbujas nos enseñan, ante todo, que somos humanos.
Fuente:Elcronista
Laura García
En un principio fueron los tulipanes. Ya habían maravillado a los persas y seducido al Imperio Otomano pero fue al ser introducidos en Europa a mediados del siglo XVI que desataron la primera gran histeria financiera. Un bulbo de Semper Augustus –la variante más codiciada con sus pinceladas rojas y blancas– podía valer tanto como una mansión en el canal más exclusivo de la próspera Amsterdam de esos días.
Se dice que un retoño llegó a venderse por 5.500 florines, cuando poco después se pagarían 1.600 a Rembrandt por el encargo de unos de sus cuadros más famosos. Devenidos en el artículo de lujo por excelencia, los tulipanes terminaron llevando a muchos a la ruina. Fue del frenesí por una delicada flor a la que le lleva siete años crecer desde la semilla que nació la primera gran burbuja de la historia.
Opaca a la distancia y casi incomprensible a primera vista, la fascinación que encegueció a los hombres de la época de oro holandesa no nos es para nada ajena –si bien con el tiempo los objetos de nuestras obsesiones se han vuelto menos sublimes y bastante más prosaicos–. Tanto el descalabro de las puntocom del 2000 como la crisis subprime de 2008 dejan en claro que hay algo en la forma de operar del mercado (y en última instancia, en la naturaleza humana) que las convierte en trampas anunciadas pero indefectiblemente irresistibles.
El Nostradamus de las burbujas
Más de cuatro siglos después de la locura de los tulipanes, Didier Sornette es una prueba viviente de que las burbujas, con sus precios inflados que no paran de subir y alejarse irracionalmente del valor intrínseco de los activos, todavía nos intrigan. Un apasionado del arte de predecir eventos en sistemas complejos, Didier es una suerte de excéntrico Nostradamus de las burbujas financieras.
El año pasado lanzó “The Financial Bubble Experiment” en el Swiss Federal Institute of Technology de Zurich, algo así como el MIT de Europa, según sus propias palabras. Su misión: identificar cuatro burbujas en formación y pronosticar cuándo explotarán. Su promesa: mantener esa información bajo llave en archivos encriptados no susceptibles de ser modificados y revelarla sólo cuando el día D haya pasado.
Didier, quien ya se ha abocado a tareas como predecir terremotos y la ocurrencia de ataques epilépticos, ha tenido sus aciertos pero también algunos tropiezos bochornosos (hacia fines de 2002 predijo que el mercado bajista continuaría por otro dos años).
De teorías y burbujólogos
Distinto es el marcador de un burbujólogo de la estirpe de Robert Shiller (le dicen Mr. Bubble), el economista de Yale que en el 2000 anticipó el estallido de la burbuja de Internet en su best-seller “Irrational Exuberance”, y que más tarde advertiría también sobre el colapso del mercado inmobiliario.
La exuberancia irracional de Shiller (un término que tomó prestado de un discurso de Greenspan en una cena de gala) es un estado exaltado de fervor especulativo. Su teoría es simple: las burbujas nacen cuando los precios se ven alimentados por factores psicológicos más que económicos y sencillamente se pierde la pista del valor fundamental de los activos.
“La gente se crea expectativas extravagantes sobre la riqueza que van a producir sus inversiones y olvida las valiosas lecciones de otras crisis financieras”, dice Shiller. Una burbuja sobrevive en tanto el rebaño mantenga la fe en una escalada continua de precios. Cuando esa fe se quiebra, el resto es casi una profecía autocumplida.
Pero un grupo de jóvenes economistas de Princeton –un vietnamita, un chino y un alemán que fueron reclutados por el propio Ben Bernanke antes de convertirse él mismo en el gran celador de burbujas– han desarrollado en estos últimos años algunas teorías interesantes que se apoyan menos en la psicología y más en modelos matemáticos que buscan demostrar cómo las burbujas pueden prosperar incluso en mercados habitados por inversores pensantes y calculadores.
Las burbujas, concluyeron, emergen cuando existen profundas discrepancias entre los inversores sobre el significado de un desarrollo económico importante, como fue en su momento Internet. Y cuando el desacuerdo se vuelve extremo, los pesimistas tienden a dar un paso al costado y observar, por el simple hecho de que apostar en contra del mercado es más complicado y sólo unos pocos inversores sofisticados lo hacen (tomar prestadas acciones y venderlas con la expectativa de luego poder reponerlas a precios más bajos). Los optimistas, entonces, y su furia especulativa, quedan a sus anchas.
Ahora, una burbuja puede persistir aún cuando inversores racionales la hayan detectado ya que ninguno tiene el poder de fuego para atacarla. Sólo cuando los escépticos actúan en forma coordinada y simultánea –un momento imposible de predecir– la burbuja explota.
Por eso, lo mejor es evitar quijotadas y surfear la ola, prontos a desmontarse tan rápido como la existencia de la burbuja se vuelva de conocimiento público, advierten los chicos de Bernanke. Como si fuera tan fácil.
Burbujas de laboratorio
Ya a mediados de los ochenta, el ganador del Nobel Vernon Smith y padre de la economía experimental había conducido una prueba más que elocuente al recrear la formación de burbujas en el laboratorio. Smith le dio a un grupo de voluntarios acciones y dinero para invertir en una bolsa en miniatura.
Aún cuando el valor fundamental de los activos se mantuvo constante y todos los participantes compartían la misma información, todos pugnaron por comprar barato y vender caro, inflando los precios, hasta que para la ronda número 15 la burbuja explotó.
El 90% de las veces, el patrón se confirma. Si el experimento se repite con el mismo grupo, recién hacia la tercera vez la lección cala y no se forma una burbuja.
En el intento por desenmarañar el fenómeno muchos fueron a mirar directamente en el origen: el cerebro. Paul Zak, director del Centro de Estudios Neuroeconómicos de la Claremont Graduate University, asegura que un escaneo del cerebro de los inversores muestra a las claras cómo los centros del “arrepentimiento” se encienden como bengalas cuando una acción en la que no se invirtió sube en forma pronunciada. Y la activación de este centro hace mucho más propenso al sujeto a invertir mayores cantidades a medida que el juego avanza.
Química cerebral, instinto de rebaño, impotencia inversora ante la furia optimista de la mayoría. No importa qué explicación se elija. Lo cierto es que cuando un grupo de inversores empujan los precios hacia arriba en forma excesiva, otro grupo más racional debería aprovechar el error para vender y volver las cosas a la normalidad. Pero eso no ocurre.
Si su cuñado está haciendo fortunas, y su mujer no deja de criticarlo por ser un timorato financiero y dejar pasar una oportunidad, quién puede culparlo por ceder. Las burbujas nos enseñan, ante todo, que somos humanos.
Fuente:Elcronista