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(por Avelino Hernández y Joan Daniel Pina, economistas de La Caixa)
En enero de 1637 el precio de los tulipanes alcanzó niveles tan elevados en Holanda que para adquirir un único bulbo era necesario reunir el equivalente al salario anual de diez artesanos neerlandeses. Pocas semanas después, el precio de este artículo se desplomó estrepitosamente, dejando en la ruina a quienes habían colocado su riqueza en tan curiosa inversión.
Aquel evento es considerado por muchos economistas el primer caso documentado de burbuja en el precio de un activo: la situación en la que el precio o cotización aumenta muy por encima del valor intrínseco o fundamental, para después caer de forma brusca. Pero no todos los economistas comparten este tipo de interpretación. De hecho, las intensas subidas y bajadas que de tanto en cuanto tienen lugar en los precios de los activos han alimentado un largo y polémico debate entre escuelas de pensamiento económico sobre la naturaleza del fenómeno. Para unos, puede tratarse de burbujas especulativas en el sentido antes referido. Para otros, no cabe hablar de burbujas, sino de oscilaciones ligadas al valor fundamental (o la percepción del mismo) en el contexto de mercados eficientes. Aunque no está cerrada, la discusión parece decantarse a favor de la primera corriente, máxime tras la traumática evidencia aportada por dos grandes episodios de los últimos años: el del auge y caída de las empresas de Internet entre 1997 y 2002, así como el boom y la posterior crisis del precio de la vivienda en múltiples países entre 2003 y 2010.
Admitiendo que las burbujas son una posibilidad, surgen algunas preguntas importantes: qué efectos tienen sobre la economía, qué factores facilitan su formación, cómo detectarlas. Las respuestas a estas preguntas tienen una gran trascendencia para las autoridades económicas y los inversores particulares.
Una conclusión que parece estar ganando consenso es que las burbujas tienen, al final del proceso, efectos perniciosos sobre el desarrollo de la economía real. Por un lado, cuando se forman, distorsionan las decisiones de inversión de los agentes económicos en detrimento de la eficiencia en la asignación de recursos. Por otro, su estallido reduce la riqueza de algunos inversores y puede socavar la estabilidad del sistema financiero, repercutiendo negativamente sobre el crecimiento económico. Esto otorga, desde la óptica de los responsables de política económica, gran relevancia al estudio de la dinámica de la formación de burbujas y las herramientas para actuar sobre ellas.
Algunos economistas atribuyen el desarrollo de las burbujas a comportamientos no del todo racionales por parte de los inversores. Es cierto, argumentan, que generalmente el nacimiento de las burbujas está ligado a sucesos o nuevos desarrollos que mejoran las perspectivas de beneficios futuros asociados a un activo. Fenómenos como la popularización del uso de Internet, los crecientes flujos de inmigrantes o el despegue económico de los países en desarrollo explicarían respectivamente el aumento inicial del precio de acciones tecnológicas, viviendas o materias primas en los últimos años. Sin embargo, es tras este primer incremento de los precios cuando las expectativas de los inversores pueden tornarse excesivamente optimistas, generando a su vez nuevas subidas. Este entusiasmo suele atribuirse a factores intrínsecos al comportamiento humano. Así, la creencia miope de que subidas recientes de precios se repetirán en el futuro, el sesgo a subestimar la probabilidad de incurrir en pérdidas y las constantes referencias en los medios de comunicación, aumentan el optimismo respecto a la evolución de los precios. Como consecuencia, los activos sobre los que recae la moda son cada vez más atractivos para los inversores, retroalimentando el aumento de su valor.
En cualquier caso, el comportamiento irracional no es el único factor que puede impulsar la formación de burbujas. Numerosos estudios demuestran que hasta con la presencia de agentes racionales capaces de identificar desviaciones en el precio de los activos (respecto a los fundamentos), la existencia de «límites al arbitraje» en los mercados puede no solo mantener, sino aumentar, dichas desviaciones durante cierto tiempo. Algunas de estas restricciones se deben a la falta de instrumentos para realizar el arbitraje, dejando la evolución del precio de los activos en manos de los inversores más desinformados y optimistas. Pero incluso si existen tales instrumentos, el riesgo de que las desviaciones de precios prolongadas dañen la solvencia de los inversores informados y racionales puede inhibir su actuación correctora. Ello ocurre cuando, por la magnitud del mercado, es imposible para un único agente revertir el precio de un activo, obligando a los inversores racionales a coordinarse, algo que se antoja difícil. Ante dichas limitaciones, la estrategia óptima de estos agentes puede ser la de «subirse a la burbuja», intentando vender justo antes de su estallido. Esto, lejos de corregir las desviaciones de los precios, intensifica aún más sus fluctuaciones.
Aparte de estos elementos asociados a la microestructura de los mercados, es decir, relativos a cómo fluye y se procesa la información por parte de los diversos agentes, otros economistas han identificado factores de carácter macroeconómico relacionados con el aumento desmesurado del precio de los activos. De hecho, varios estudios recientes coinciden en que la mayoría de episodios severos han venido precedidos por periodos de abundante liquidez y exceso de crédito. El argumento es que un entorno de tipos de interés bajos y fácil acceso al crédito resulta propicio para la formación de burbujas, incidiendo a través de diversos canales (por ejemplo, fomentando la toma de riesgos en búsqueda de más rentabilidad).
Salvo en casos tan extremos como el de los tulipanes, identificar en tiempo real la existencia de una burbuja es una tarea muy complicada. La principal causa reside en las dudas respecto a cuál es el valor fundamental de cada activo en cada momento, algo que suele provocar importantes discrepancias entre los economistas. Ante esta circunstancia, los analistas suelen apoyarse en indicadores asociados al fenómeno, confiando que aporten información sobre cada caso particular. Así, serían señales de alerta elementos como: niveles elevados de liquidez y apalancamiento de la economía, muestras de confianza de los inversores que alcanzan la euforia o la manía, escasa transparencia del mercado, ausencia de arbitrajistas activos, etc. En retrospectiva, parece claro que durante las burbujas de las acciones de Internet y de inmuebles se observaron este tipo de factores. Sin embargo, lo cierto es que las dificultades que también rodean su medición no permiten, desgraciadamente, un diagnóstico inapelable sobre la magnitud de la eventual burbuja. Una nueva muestra de esta incómoda ambigüedad se da actualmente en activos como las bolsas de algunos países emergentes y numerosas materias primas: su rápido encarecimiento (véase el gráfico siguiente) y la observación de signos sospechosos está llevando a algunos analistas a advertir que otra vez se está produciendo el fenómeno.
En suma, la incertidumbre que rodea la identificación de burbujas especulativas representa un importante desafío para todos aquellos interesados o afectados por su desarrollo. En concreto, los bancos centrales siguen investigando posibles vías de actuación, tomando buena nota de los episodios más recientes. Por su lado, las estrategias óptimas de los inversores particulares varían en función de su perfil de riesgo: para los más conservadores, mantenerse al margen; para otros, «subirse a la burbuja» tratando de vender antes de su estallido, y para los restantes tomar posiciones que generen beneficios en caso de deshincharse. Esta última opción, incluso conociendo la existencia de las burbujas, no resulta sencilla.
En enero de 1637 el precio de los tulipanes alcanzó niveles tan elevados en Holanda que para adquirir un único bulbo era necesario reunir el equivalente al salario anual de diez artesanos neerlandeses. Pocas semanas después, el precio de este artículo se desplomó estrepitosamente, dejando en la ruina a quienes habían colocado su riqueza en tan curiosa inversión.
Aquel evento es considerado por muchos economistas el primer caso documentado de burbuja en el precio de un activo: la situación en la que el precio o cotización aumenta muy por encima del valor intrínseco o fundamental, para después caer de forma brusca. Pero no todos los economistas comparten este tipo de interpretación. De hecho, las intensas subidas y bajadas que de tanto en cuanto tienen lugar en los precios de los activos han alimentado un largo y polémico debate entre escuelas de pensamiento económico sobre la naturaleza del fenómeno. Para unos, puede tratarse de burbujas especulativas en el sentido antes referido. Para otros, no cabe hablar de burbujas, sino de oscilaciones ligadas al valor fundamental (o la percepción del mismo) en el contexto de mercados eficientes. Aunque no está cerrada, la discusión parece decantarse a favor de la primera corriente, máxime tras la traumática evidencia aportada por dos grandes episodios de los últimos años: el del auge y caída de las empresas de Internet entre 1997 y 2002, así como el boom y la posterior crisis del precio de la vivienda en múltiples países entre 2003 y 2010.
Admitiendo que las burbujas son una posibilidad, surgen algunas preguntas importantes: qué efectos tienen sobre la economía, qué factores facilitan su formación, cómo detectarlas. Las respuestas a estas preguntas tienen una gran trascendencia para las autoridades económicas y los inversores particulares.
Una conclusión que parece estar ganando consenso es que las burbujas tienen, al final del proceso, efectos perniciosos sobre el desarrollo de la economía real. Por un lado, cuando se forman, distorsionan las decisiones de inversión de los agentes económicos en detrimento de la eficiencia en la asignación de recursos. Por otro, su estallido reduce la riqueza de algunos inversores y puede socavar la estabilidad del sistema financiero, repercutiendo negativamente sobre el crecimiento económico. Esto otorga, desde la óptica de los responsables de política económica, gran relevancia al estudio de la dinámica de la formación de burbujas y las herramientas para actuar sobre ellas.
Algunos economistas atribuyen el desarrollo de las burbujas a comportamientos no del todo racionales por parte de los inversores. Es cierto, argumentan, que generalmente el nacimiento de las burbujas está ligado a sucesos o nuevos desarrollos que mejoran las perspectivas de beneficios futuros asociados a un activo. Fenómenos como la popularización del uso de Internet, los crecientes flujos de inmigrantes o el despegue económico de los países en desarrollo explicarían respectivamente el aumento inicial del precio de acciones tecnológicas, viviendas o materias primas en los últimos años. Sin embargo, es tras este primer incremento de los precios cuando las expectativas de los inversores pueden tornarse excesivamente optimistas, generando a su vez nuevas subidas. Este entusiasmo suele atribuirse a factores intrínsecos al comportamiento humano. Así, la creencia miope de que subidas recientes de precios se repetirán en el futuro, el sesgo a subestimar la probabilidad de incurrir en pérdidas y las constantes referencias en los medios de comunicación, aumentan el optimismo respecto a la evolución de los precios. Como consecuencia, los activos sobre los que recae la moda son cada vez más atractivos para los inversores, retroalimentando el aumento de su valor.
En cualquier caso, el comportamiento irracional no es el único factor que puede impulsar la formación de burbujas. Numerosos estudios demuestran que hasta con la presencia de agentes racionales capaces de identificar desviaciones en el precio de los activos (respecto a los fundamentos), la existencia de «límites al arbitraje» en los mercados puede no solo mantener, sino aumentar, dichas desviaciones durante cierto tiempo. Algunas de estas restricciones se deben a la falta de instrumentos para realizar el arbitraje, dejando la evolución del precio de los activos en manos de los inversores más desinformados y optimistas. Pero incluso si existen tales instrumentos, el riesgo de que las desviaciones de precios prolongadas dañen la solvencia de los inversores informados y racionales puede inhibir su actuación correctora. Ello ocurre cuando, por la magnitud del mercado, es imposible para un único agente revertir el precio de un activo, obligando a los inversores racionales a coordinarse, algo que se antoja difícil. Ante dichas limitaciones, la estrategia óptima de estos agentes puede ser la de «subirse a la burbuja», intentando vender justo antes de su estallido. Esto, lejos de corregir las desviaciones de los precios, intensifica aún más sus fluctuaciones.
Aparte de estos elementos asociados a la microestructura de los mercados, es decir, relativos a cómo fluye y se procesa la información por parte de los diversos agentes, otros economistas han identificado factores de carácter macroeconómico relacionados con el aumento desmesurado del precio de los activos. De hecho, varios estudios recientes coinciden en que la mayoría de episodios severos han venido precedidos por periodos de abundante liquidez y exceso de crédito. El argumento es que un entorno de tipos de interés bajos y fácil acceso al crédito resulta propicio para la formación de burbujas, incidiendo a través de diversos canales (por ejemplo, fomentando la toma de riesgos en búsqueda de más rentabilidad).
Salvo en casos tan extremos como el de los tulipanes, identificar en tiempo real la existencia de una burbuja es una tarea muy complicada. La principal causa reside en las dudas respecto a cuál es el valor fundamental de cada activo en cada momento, algo que suele provocar importantes discrepancias entre los economistas. Ante esta circunstancia, los analistas suelen apoyarse en indicadores asociados al fenómeno, confiando que aporten información sobre cada caso particular. Así, serían señales de alerta elementos como: niveles elevados de liquidez y apalancamiento de la economía, muestras de confianza de los inversores que alcanzan la euforia o la manía, escasa transparencia del mercado, ausencia de arbitrajistas activos, etc. En retrospectiva, parece claro que durante las burbujas de las acciones de Internet y de inmuebles se observaron este tipo de factores. Sin embargo, lo cierto es que las dificultades que también rodean su medición no permiten, desgraciadamente, un diagnóstico inapelable sobre la magnitud de la eventual burbuja. Una nueva muestra de esta incómoda ambigüedad se da actualmente en activos como las bolsas de algunos países emergentes y numerosas materias primas: su rápido encarecimiento (véase el gráfico siguiente) y la observación de signos sospechosos está llevando a algunos analistas a advertir que otra vez se está produciendo el fenómeno.
En suma, la incertidumbre que rodea la identificación de burbujas especulativas representa un importante desafío para todos aquellos interesados o afectados por su desarrollo. En concreto, los bancos centrales siguen investigando posibles vías de actuación, tomando buena nota de los episodios más recientes. Por su lado, las estrategias óptimas de los inversores particulares varían en función de su perfil de riesgo: para los más conservadores, mantenerse al margen; para otros, «subirse a la burbuja» tratando de vender antes de su estallido, y para los restantes tomar posiciones que generen beneficios en caso de deshincharse. Esta última opción, incluso conociendo la existencia de las burbujas, no resulta sencilla.