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Artículo de Yuriko Koike, ex ministro de Defensa y Asesor de Seguridad Nacional del Japón y presidente del Consejo Ejecutivo del Partido Liberal Democrático para Project Syndicate
El maremoto recorrió la ciudad a la velocidad de ocho metros por segundo, la de un velocista con medalla de oro. La ola alcanzó una altura de 15 metros y se elevó por encima de las barras más altas para el salto de pértiga. Hubo barcos arrastrados hasta lo alto de colinas y automóviles que flotaron como barcos. Después de que pasara la ola, una caótica montaña de escombros fue lo único que quedó de Kamaishi, la ciudad con la siderurgia más antigua del Japón, en la prefectura de Iwate. Parecía Tokio después de los bombardeos con bombas incendiarias o Hiroshima y Nagasaki después de que cayeran las bombas atómicas.
Escenas similares se pueden encontrar en toda la región de Tōhoku, a lo largo de la costa de Sanriku en el Japón nordoriental. Por ejemplo, en la apacible ciudad rural de Rikuzentakata, con una población de 23.000 habitantes, se cree que 5.000 de sus 8.000 familias desaparecieron en el desastre. Los únicos edificios que permanecen en pie son el Ayuntamiento y un supermercado. El aeropuerto de Sendai, cerca de la costa, en la prefectura de Miyagi, ahora parece un puerto de mar.
El enorme terremoto que afectó a la región de Tōhoku el 11 de marzo, con una magnitud de 9 en la escala de Richter y su epicentro frente a la costa de Sanriku, fue el mayor de los documentados en la historia del Japón. El número de víctimas y la magnitud de los daños siguen siendo desconocidos, pero se espera que las pérdidas humanas superen las 23.000 y se calcula que los daños económicos ascenderán a unos 25 billones de yenes.
Tsunami (“maremoto”) es una palabra originalmente japonesa. Patrick Lafcadio Hearn (conocido como Koizumi Yakumo después de su naturalización como ciudadano japonés), un inglés nacido en la isla griega de Lefkada, la presentó por primera vez en su novela A Living God (“Un dios vivo”). La descripción que hace Hearn del terremoto de Sanriku en la era Meiji, que en 1896 se cobró 22.000 vidas en la misma región que el terremoto reciente, fue incluida más adelante en los libros de texto escolares con el título de “The Burning of the Rice Field” (“El incendio del campo de arroz”).
En la novela de Hearn, Gohē, jefe de un pueblo que vive en la cima de una colina de la localidad, advierte una ola de maremoto que se acerca, cuando ve el agua de mar retirarse rápidamente de la costa. Para avisar a sus paisanos, que están muy ocupados preparando una fiesta, Gohē usa una antorcha para prender fuego a sus gavillas de arroz recién cortadas. Los lugareños que se congregan en la colina para apagar el fuego no tardan en ver por debajo de ellos el maremoto que causa estragos en su pueblo. La rápida capacidad de dirección y sacrificio de Gohē salvó a todos los habitantes del pueblo.
Esa historia ha influido en el Japón desde entonces. De hecho, cuando el Japón prestó socorro a los países afectados por el terremoto de Sumatra en 2004, que se cobró 250.000 vidas, fue el más interesado en fomentar un sistema de alerta temprana de maremotos, pero la larga historia de terremotos y maremotos del Japón –y ahora la avanzada tecnología para pronósticos– había relajado a la población. Además, nadie imaginaba que un maremoto tan enorme afectaría al Japón jamás.
El acontecimiento más imprevisto ocurrió en la central nuclear de Fukushima Daiichi. La solidez con la que estaban concebidas sus instalaciones es similar a la de la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa, la mayor del mundo, en Niigata, que resultó indemne en el terremoto de Chūetsu frente a la costa (del grado 6,8 en la escala de Richter) en julio de 2007. Fukushima Daiichi resistió el terremoto, pero nadie pensó en la posibilidad de que un maremoto con olas de diez metros de altura afectara a la central nuclear.
Ahora sabemos que lo inconcebible es posible. A consecuencia de ello, los problemas de la central de Fukushima Daiichi han dado un frenazo a las prisas mundiales por crear centrales nucleares. Actualmente, hay 443 centrales nucleares en el mundo, cifra que había de duplicarse en los 15 próximos años. Tan sólo China se proponía sumar 50 nuevas centrales eléctricas a las 27 que ya tiene. El Japón –y, en particular, dirigentes políticos como yo– tiene el deber de velar por que nuestras experiencias se reflejen en la creación de códigos y normas de construcción seguros para dichas centrales en todo el mundo.
En cuanto al Japón, una vez que se calme el pánico inicial, será necesario un acuerdo bipartidario para formular y aprobar un presupuesto encaminado a hacer posible la recuperación más rápida posible. Además, el Japón debe encontrar una forma de compensar el déficit de diez millones de kilovatios que entraña la pérdida de la central de Fukushima. De hecho, el Japón debe reevaluar ahora toda su estrategia energética nacional, incluido un examen de los diferentes niveles de utilización en el Japón oriental y en el occidental y, como las regiones afectadas padecían ya una despoblación y un rápido envejecimiento, problemas típicos de gran parte del Japón actual, la recuperación requerirá un nuevo programa de desarrollo rural que aleje el país de su modelo económico centrado en Tokio.
Pero, al trabajar por la recuperación, el Japón tiene una gran ventaja. La palabra-clave para la recuperación en japonés es kizuna (“vínculos”). Aun al afrontar la inmensa confusión provocada por un desastre de las dimensiones del terremoto y del maremoto recientes, los japonesas contaron con los kizuna para ayudarse y tranquilizarse mutuamente. Al aplicarse los apagones eléctricos forzosos en la región, por ejemplo, hubo pocos accidentes de tráfico graves, pese a que los semáforos habían dejado de funcionar.
Espero que algún día, después de que se haya escrito la historia del reciente desastre del Japón, la palabra kizuna llegue a ser más conocida incluso que tsunami.
El maremoto recorrió la ciudad a la velocidad de ocho metros por segundo, la de un velocista con medalla de oro. La ola alcanzó una altura de 15 metros y se elevó por encima de las barras más altas para el salto de pértiga. Hubo barcos arrastrados hasta lo alto de colinas y automóviles que flotaron como barcos. Después de que pasara la ola, una caótica montaña de escombros fue lo único que quedó de Kamaishi, la ciudad con la siderurgia más antigua del Japón, en la prefectura de Iwate. Parecía Tokio después de los bombardeos con bombas incendiarias o Hiroshima y Nagasaki después de que cayeran las bombas atómicas.
Escenas similares se pueden encontrar en toda la región de Tōhoku, a lo largo de la costa de Sanriku en el Japón nordoriental. Por ejemplo, en la apacible ciudad rural de Rikuzentakata, con una población de 23.000 habitantes, se cree que 5.000 de sus 8.000 familias desaparecieron en el desastre. Los únicos edificios que permanecen en pie son el Ayuntamiento y un supermercado. El aeropuerto de Sendai, cerca de la costa, en la prefectura de Miyagi, ahora parece un puerto de mar.
El enorme terremoto que afectó a la región de Tōhoku el 11 de marzo, con una magnitud de 9 en la escala de Richter y su epicentro frente a la costa de Sanriku, fue el mayor de los documentados en la historia del Japón. El número de víctimas y la magnitud de los daños siguen siendo desconocidos, pero se espera que las pérdidas humanas superen las 23.000 y se calcula que los daños económicos ascenderán a unos 25 billones de yenes.
Tsunami (“maremoto”) es una palabra originalmente japonesa. Patrick Lafcadio Hearn (conocido como Koizumi Yakumo después de su naturalización como ciudadano japonés), un inglés nacido en la isla griega de Lefkada, la presentó por primera vez en su novela A Living God (“Un dios vivo”). La descripción que hace Hearn del terremoto de Sanriku en la era Meiji, que en 1896 se cobró 22.000 vidas en la misma región que el terremoto reciente, fue incluida más adelante en los libros de texto escolares con el título de “The Burning of the Rice Field” (“El incendio del campo de arroz”).
En la novela de Hearn, Gohē, jefe de un pueblo que vive en la cima de una colina de la localidad, advierte una ola de maremoto que se acerca, cuando ve el agua de mar retirarse rápidamente de la costa. Para avisar a sus paisanos, que están muy ocupados preparando una fiesta, Gohē usa una antorcha para prender fuego a sus gavillas de arroz recién cortadas. Los lugareños que se congregan en la colina para apagar el fuego no tardan en ver por debajo de ellos el maremoto que causa estragos en su pueblo. La rápida capacidad de dirección y sacrificio de Gohē salvó a todos los habitantes del pueblo.
Esa historia ha influido en el Japón desde entonces. De hecho, cuando el Japón prestó socorro a los países afectados por el terremoto de Sumatra en 2004, que se cobró 250.000 vidas, fue el más interesado en fomentar un sistema de alerta temprana de maremotos, pero la larga historia de terremotos y maremotos del Japón –y ahora la avanzada tecnología para pronósticos– había relajado a la población. Además, nadie imaginaba que un maremoto tan enorme afectaría al Japón jamás.
El acontecimiento más imprevisto ocurrió en la central nuclear de Fukushima Daiichi. La solidez con la que estaban concebidas sus instalaciones es similar a la de la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa, la mayor del mundo, en Niigata, que resultó indemne en el terremoto de Chūetsu frente a la costa (del grado 6,8 en la escala de Richter) en julio de 2007. Fukushima Daiichi resistió el terremoto, pero nadie pensó en la posibilidad de que un maremoto con olas de diez metros de altura afectara a la central nuclear.
Ahora sabemos que lo inconcebible es posible. A consecuencia de ello, los problemas de la central de Fukushima Daiichi han dado un frenazo a las prisas mundiales por crear centrales nucleares. Actualmente, hay 443 centrales nucleares en el mundo, cifra que había de duplicarse en los 15 próximos años. Tan sólo China se proponía sumar 50 nuevas centrales eléctricas a las 27 que ya tiene. El Japón –y, en particular, dirigentes políticos como yo– tiene el deber de velar por que nuestras experiencias se reflejen en la creación de códigos y normas de construcción seguros para dichas centrales en todo el mundo.
En cuanto al Japón, una vez que se calme el pánico inicial, será necesario un acuerdo bipartidario para formular y aprobar un presupuesto encaminado a hacer posible la recuperación más rápida posible. Además, el Japón debe encontrar una forma de compensar el déficit de diez millones de kilovatios que entraña la pérdida de la central de Fukushima. De hecho, el Japón debe reevaluar ahora toda su estrategia energética nacional, incluido un examen de los diferentes niveles de utilización en el Japón oriental y en el occidental y, como las regiones afectadas padecían ya una despoblación y un rápido envejecimiento, problemas típicos de gran parte del Japón actual, la recuperación requerirá un nuevo programa de desarrollo rural que aleje el país de su modelo económico centrado en Tokio.
Pero, al trabajar por la recuperación, el Japón tiene una gran ventaja. La palabra-clave para la recuperación en japonés es kizuna (“vínculos”). Aun al afrontar la inmensa confusión provocada por un desastre de las dimensiones del terremoto y del maremoto recientes, los japonesas contaron con los kizuna para ayudarse y tranquilizarse mutuamente. Al aplicarse los apagones eléctricos forzosos en la región, por ejemplo, hubo pocos accidentes de tráfico graves, pese a que los semáforos habían dejado de funcionar.
Espero que algún día, después de que se haya escrito la historia del reciente desastre del Japón, la palabra kizuna llegue a ser más conocida incluso que tsunami.