La "primavera árabe" podría quedarse en nada

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Hace tres meses, la predicción de que unas protestas populares no tardarían en derribar una dictadura en Túnez, en desalojar del poder a Hosni Mubarak en Egipto, en provocar una guerra civil en la Libia de Muamar el Gadafi y en sacudir a los regímenes desde Marruecos hasta el Yemen habría inspirado un profundo escepticismo. Sabíamos que la yesca estaba seca, pero no podíamos saber cómo o cuándo exactamente ardería. Ahora que así ha sido, ¿hasta dónde pueden llegar las llamas?

Algunos comentaristas han dado en llamar este momento la “primavera árabe”, un despertar que podría dejar permanentemente debilitada la autocracia en Oriente Medio. El efecto de contagio parece claro. Los países de toda la región tienen un gran número de jóvenes y demasiado pocos puestos de trabajo. Los precios de los alimentos están aumentando. La corrupción aviva la irritación.

En Egipto, los jóvenes, inspirados por las imágenes de la televisión por satélite y armados con las comunicaciones modernas, encendieron y avivaron el fuego. En vista de la fácil disponibilidad de esas tecnologías, su capacidad para catalizar las protestas podría traspasar fronteras en tiempos consideradas inexpugnables.

Pero, con su supervivencia en juego, los regimenes autoritarios son expertos en descubrir amenazas en los países vecinos y adaptarse para afrontarlas. Si bien la televisión por satélite, los teléfonos portátiles y las redes sociales en línea pueden obligar a algunos autoritarios a mostrarse más receptivos a las exigencias populares, también los gobiernos pueden utilizar las tecnologías para identificar y aislar las amenazas, vigilar las comunicaciones entre los activistas y transmitir sus propios mensajes o, en caso necesario, pueden bloquearlas, sencillamente.

Volviendo a nuestro asunto, hemos de decir que las protestas que ahora agitan el mundo árabe tienen poco que ver con la “primavera de Praga” de 1968 o con las revoluciones que barrieron la Europa oriental en 1989. A diferencia de los alemanes orientales, los checos y los polacos de la época de la Guerra Fría, los manifestantes en el Oriente Medio actual no están unificados por la oposición al dominio extranjero. Desde luego, muchos jóvenes árabes culpan a los Estados Unidos de haber fortalecido al dictador local, pero su resentimiento no tiene comparación con las actitudes antisoviéticas en el Pacto de Varsovia. Los jóvenes árabes no tienen una Unión Soviética que quitarse de encima ni una Europa a la que adherirse.

En cambio, la comparación más útil del Oriente Medio de hoy es con las antiguas repúblicas soviéticas, cada vez más inquietas, de hace unos años. En 2003, una “revolución rosa” en Georgia elevó al poder a una generación más joven encabezada por un presidente sin vínculos con el comunismo soviético. Mijail Saakashvili sigue en el poder, aunque una brutal guerra de cuatro días con Rusia en 2008 límitó abruptamente la capacidad de Georgia para influir en los acontecimientos allende sus fronteras.

En Ucrania, la “revolución anaranjada” dio un vuelco a los resultados de unas elecciones amañadas, al apartar a Viktor Yanukovich y favorecer a Viktor Yushchenko, pero en 2010, en vista de que la popularidad de Yushchenko era más baja con la que había contado jamás, Yanukovich ganó unas elecciones que los observadores internacionales declararon libres y justas.

En Kirguizstán en 2005, la “revolución de los tulipanes” provocó la destitución de Askar Akayev. Unas elecciones celebradas apresuradamente elevaron a Kurmanbek Bakiyev a la presidencia. Sin embargo, en 2010 una nueva ronda de protestas obligó a Bakiyev a abandonar el poder.

Como en Oriente Medio, cada uno de esos levantamientos reflejó la disposición de muchas personas a arriesgar la vida y el sustento para derribar a un gobierno corrupto que no podía o no quería brindarles oportunidades y prosperidad. Los tres llegaron de sopetón. Hasta ahora, su principal efecto duradero ha sido el de espantar a los autócratas vecinos y moverlos a actuar.

Los gobiernos de Armenia, Azerbaiyán, Belarús y Uzbequistan se han infiltrado en las organizaciones de la sociedad civil y las han socavado, han expulsado a los observadores occidentales y al personal de asistencia, y han presionado a los tribunales locales para garantizar fallos favorables relacionados con las elecciones. Uzbequistán, en particular, ha demostrado su disposición a tratar con brutalidad a los manifestantes. Los Estados postsoviéticos más ricos, Rusia y Kazajstán, adoptaron medidas preventivas similares contra una inestabilidad que nunca llegó.

Como en Georgia y en Ucrania, Túnez y Egipto tendrán nuevos gobiernos para afrontar problemas antiguos. Otros regímenes árabes están recuperando la estabilidad mediante el gasto de fondos de los que la mayoría de los antiguos Estados soviéticos carecían. Algunos tienen fondos suficientes para conceder nuevas subvenciones y donativos directos, además de pagar más a las fuerzas militares y de seguridad y reforzar sus instrumentos y métodos de dominio de las multitudes.

Las amenazas a los Estados más ricos del golfo Pérsico, en particular, son exageradas. Baréin, el único país del mundo con mayoría chií gobernado por un monarca suní, sigue en tensión, pero el rey Hamad ben Isa Al Jalifa puede seguir contando con la ayuda de sus adinerados amigos de Arabia Saudí, que están decididos a impedir que los disturbios en Baréin contagien a la provincia Oriental de su país, rica en petróleo, donde vive la mayoría de los chiíes saudíes. Al final, es probable que la mayoría chií de Baréin consiga más derechos y representación política, además de pagos en efectivo y puestos de trabajo, pero Jalifa seguirá en su puesto.

Menos riesgo aún hay en la propia Arabia Saudí, donde el rey Abdullah prometió recientemente más de 130.000 millones de dólares para gasto de estímulo. Las escasas demostraciones saudíes parecen pobladas casi enteramente por la minoría chií, que encuentra poca comprensión por parte de la mayoría suní, y por trabajadores extranjeros de la construcción que piden mayores salarios y mejores condiciones laborales.

El Presidente de Siria, Bashar Al Assad, tiene más apoyo interno de lo que indican las crónicas recientes de los medios de comunicación sobre los disturbios en el sur del país. Tampoco el gobierno del Irán parece afrontar un peligro real. La brutal actuación contra las protestas posteriores a las elecciones de 2009 demostró la determinación del régimen de mantener el orden por cualquier medio necesario. De momento, la mayoría de la oposición del Irán seguirá intentando cambiar el país dentro de los límites del sistema actual. En Oriente Medio, sólo en el Yemen es probable que los disturbios provoquen otro cambio de régimen.

Aparte de Libia, donde un violento punto muerto podría continuar durante algún tiempo, los asediados regímenes del África septentrional seguirán tirando mal que bien. Las protestas en Marruecos no han acabado con el amplio apoyo popular de que goza el rey Mohamed y probablemente las promesas de reformas económicas y políticas satisfarán de momento a los partidos de la oposición. En Argelia, las manifestaciones han perdido fuerza y el Presidente Abdelaziz Buteflika puede confiar en su ejército para mantener a raya a los activistas intransigentes.

La “primavera árabe” ha acabado con las suposiciones sobre la paciencia popular en la región. Ha comenzado un nuevo capítulo, pero nunca debemos sobreestimar la capacidad de gobiernos nuevos para resolver problemas antiguos... ni subestimar el ingenio y la brutalidad de los regímenes viejos.

Ian Bremmer
 

Johngo

Well-Known Member
LOS LEVANTAMIENTOS RECUERDAN LA SITUACIÓN QUE VIVIÓ LA UNIÓN SOVIÉTICA EN 1989

Aunque promueva valores democráticos, la “primavera árabe” intranquiliza a Occidente

La mayor preocupación es que se produzcan hechos de violencia en Arabia Saudita, primer productor mundial de crudo, y que haya una mayor influencia de Al Qaeda en la región

Para el mundo occidental, la “primavera árabe” corre riesgo de traer consigo buenas noticias y malas noticias. La buena noticia es que este es el 1989 de los árabes. La mala noticia es que nosotros somos la Unión Soviética.
¿Si es una exageración? Claro que sí, pero hay suficiente verdad en la analogía como para explicar por qué tanto Estados Unidos como la Unión Europea se muestran intranquilos con estas revoluciones que –a cierto nivel– promueven valores occidentales básicos como la democracia y los derechos de los individuos.
Gran parte del orden corrupto y autocrático que se tambalea en Medio Oriente estaba respaldado por Occidente. Este respaldo nunca fue tan brutal o abierto como la represión soviética en Europa oriental. Además, siempre hubo regímenes antioccidentales, como Irán y Siria, coexistiendo con los gobiernos pro-occidentales. Pero no hay duda de que gobernantes como Hosni Mubarak en Egipto, Ali Abdullah Saleh en Yemen y el rey Abdullah de Arabia Saudita han sido aliados clave de Occidente. Como un redactor de The Washington Times lamentó la semana pasada: “Mubarak puede haber sido un dictador de hojalata, pero apoyaba a EE.UU.”.

Este año, el gobierno de Obama le dejó en claro a Mubarak que EE.UU. no aceptaría una represión violenta del levantamiento egipcio, del mismo modo que, en 1989, Mikhail Gorbachov, líder de la Unión Soviética, le dijo a Alemania Oriental que no apoyaría el asesinato de manifestantes pacíficos en Leipzig. En ambos casos, la retirada de una superpotencia contribuyó a la caída de los regímenes y a extender la intranquilidad por toda una región.
Como la URSS en 1989, EE.UU. eligió la opción honorable al negarse a permitir que un aliado conservara el poder por la fuerza pero, como le ocurrió a los rusos, ahora EE.UU. tiene que preocuparse porque sacrificó poder en una esfera tradicional de influencia. Los funcionarios estadounidenses saben que corren riesgo de perder amigos y poner en peligro intereses en materia de economía y seguridad en un Medio Oriente emergente al que apenas pueden entender. Tras la caída de Mubarak, se oyó a un alto funcionario de EE.UU. decir: “Pero hacemos todo con Egipto. ¿Ahora con quién vamos a trabajar?”

Los europeos tienen un dilema similar. El entusiasmo de franceses y británicos por intervenir en Libia refleja el deseo de ponerse en el “lado correcto de la historia” (y de enterrar vergonzantes antecedentes de cooperación con Túnez y Libia), pero respaldar los levantamientos democráticos en el norte de África es relativamente fácil para las potencias occidentales, comparado con los dilemas estratégicos y económicos que presenta el Golfo, que es la región más importante en producción petrolera y una base clave para Al Qaeda.

EE.UU. se ha mostrado visiblemente renuente a apoyar cualquier desafío a los regímenes gobernantes en Arabia Saudita, Bahrein y Yemen. Le pidió reformas al gobierno de Bahrein, pero apenas protestó cuando los sauditas enviaron tropas a ese país para reprimir el levantamiento. Robert Gates, secretario de Defensa de EE.UU, ha dicho que su prioridad en Yemen es la “guerra contra el terror” y alabó a Saleh por su cooperación. Recién después de meses de manifestaciones y derramamiento de sangre en las calles EE.UU. parece haber llegado a la conclusión de que Saleh es otro viejo aliado que tendría que irse.

La propia Arabia Saudita es el mayor de los dilemas. Hace más de 30 años EE.UU. dejó en claro que consideraba que una amenaza al suministro de petróleo del Golfo justificaba la intervención militar. La “doctrina Carter” proclamó, en enero de 1980 y tras la invasión soviética de Afganistán, que: “El intento por parte de una fuerza extranjera de obtener control de la región del Golfo Pérsico será considerado como un ataque a intereses vitales de los

Estados Unidos de América. Un ataque semejante será rechazado por todos los medios necesarios, incluyendo la fuerza militar”. Evidentemente, una transición pacífica hacia un sistema político más liberal en Arabia Saudita no quebranta la doctrina Carter. ¿Pero qué puede ocurrir si lo que se produce es más caótico y violento, y abre camino a una mayor influencia de Al Qaeda o Irán?

El hecho de que el gobierno iraní y el liderazgo de Al Qaeda también traten de influenciar los acontecimientos en el mundo árabe muestra que EE.UU. no es el único actor externo que tiene mucho en juego. Los iraníes ven oportunidades en Bahrein y Arabia Saudita, pese a que Teherán se inquietaría si enfrentara turbulencia interna y vería con ansiedad una amenaza al gobierno de Siria, que es un aliado clave.
La ansiedad iraní evidencia que la geopolítica de la primavera árabe no está consolidada. Si la turbulencia saudita o el fortalecimiento de Al Qaeda o Irán son pesadillas para los estadounidenses, en Washington también tienen un sueño. En ese sueño, los gobiernos de Siria e Irán son derrocados y se los reemplaza por regímenes más moderados. Los israelíes, más seguros tras la desaparición de sus mayores enemigos, aceptan la creación de un Estado palestino viable. Egipto se estabiliza y se convierte en una democracia próspera. Gadafi es derrotado y los agradecidos libios saludan a los occidentales como héroes. Un nuevo y legítimo gobierno yemení se hace cargo de la lucha contra Al Qaeda y el gobierno saudita adopta reformas que reducen su crisis interna, y el petróleo sigue fluyendo.

Esta serie de acontecimientos benignos sería el equivalente a tener escalera real de mano en el poker. Puede pasar, pero nadie debe contar con eso.

GIDEON RACHMAN – El Cronista Comercial
 
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