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José Sánchez Mendoza.– Las debacles financieras que han salpicado los telediarios durante los últimos tres años le congelan el espinazo a cualquiera. Bancos y entidades antaño todopoderosos se derrumbaban cual castillos de naipes, víctimas de los productos que ellas mismas habían colocado a diestro y siniestro, creando polémicas que perduran hasta el día de hoy y que enfrentan a naciones enteras, como en el caso de la islandesa Icesave. Un consumidor mínimamente informado sabe que los ahorros que ha guardado en un banco o caja están garantizados por un fondo. Sin embargo, y teniendo en cuenta los citados antecedentes ¿contrataría usted un producto que le coloca de farolillo rojo a la hora de cobrar en caso de ruina de la entidad expendedora? La respuesta bien puede ser afirmativa, si le gusta vivir peligrosamente y quiere tener beneficios constantes.
Las participaciones preferentes -también denominadas acciones preferentes cuando las emite una entidad extranjera- son un instrumento financiero emitido por una sociedad que ofrece una retribución fija (condicionada a la obtención de beneficios) y cuya duración es perpetua, aunque el emisor suele reservarse el derecho a amortizarlas a partir de los cinco años, previa autorización del supervisor (en el caso de las entidades de crédito, el Banco de España). Sus beneficiarios son los últimos inversores en cobrar en caso de quiebra de la entidad, sólo antes que los accionistas.
En el pasado eran emitidas por filiales instrumentales radicadas en el extranjero, pero desde 2003 está regulada su emisión desde territorio español.
Al igual que las acciones, otorgan derechos económicos. El impositor recibe parte del pastel de dividendos de la entidad, se obtienen beneficios dados por la diferencia entre el precio de compra y el de venta en el momento de vender y también derecho a comprar nuevas participaciones. Sin embargo, difieren de las acciones en un punto fundamental: el usuario carece de prerrogativas políticas, esto es, no tiene capacidad alguna para influir en las decisiones y el rumbo de su inversión, que no le otorga el derecho a participar o votar en la asamblea general de accionistas, ni a revisar los libros contables.
Las participaciones preferentes no tienen una fecha de vencimiento prefijada. Si la entidad así lo desea, expiran una vez transcurridos cinco años de su adquisición. Es decir, el cliente no sabe cuánto tiempo va a tener en su poder dichas participaciones, ya que la entidad que las emite no tiene obligación de recomprar el capital en una fecha determinada.
Está claro que no compramos una posición influyente, precisamente. ¿Ofrecen acaso una seguridad y una rentabilidad que compensen tanto ninguneo? Veamos.
Como se ha dicho, la percepción de los beneficios depende del rendimiento de la entidad. El ‘hábitat' de las participaciones preferentes es el AIAF, mercado financiero de deuda (o renta fija) en el que cotizan y se negocian los activos que las empresas de tipo industrial, las entidades financieras y las Administraciones Públicas Territoriales emiten para captar fondos que financien su actividad. Allí es donde las participaciones se compran y se venden, medran o se hunden.
La oficina de atención al inversor de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) es clara en sus advertencias: se puede perder el capital invertido. Según la situación del mercado, del emisor y las condiciones financieras del producto, su valor puede ser inferior al que tenía al adquirir las participaciones, por lo que el inversor puede verse perjudicado.
Y es que, como siempre que el banco apuesta al Póker con nuestro dinero, existe la posibilidad de que el mercado no se crea su farol. Porque eso es lo que hay detrás del polisílabo y atildado título ‘participación preferente': un salto a la piscina del mercado. Si la gestión es mala y la entidad que nos apadrina no tiene una buena rentabilidad o se encuentra en una mala situación económica, adiós beneficios. Por consiguiente, éstos son cualquier cosa menos seguros.
Añada al sofrito las comisiones que se lleva el banco o caja por las operaciones de compraventa y los gastos de ‘administración y custodia' (sic) y tendrá un cocido altamente indigesto para sus ahorros.
Las participaciones preferentes -también denominadas acciones preferentes cuando las emite una entidad extranjera- son un instrumento financiero emitido por una sociedad que ofrece una retribución fija (condicionada a la obtención de beneficios) y cuya duración es perpetua, aunque el emisor suele reservarse el derecho a amortizarlas a partir de los cinco años, previa autorización del supervisor (en el caso de las entidades de crédito, el Banco de España). Sus beneficiarios son los últimos inversores en cobrar en caso de quiebra de la entidad, sólo antes que los accionistas.
En el pasado eran emitidas por filiales instrumentales radicadas en el extranjero, pero desde 2003 está regulada su emisión desde territorio español.
Al igual que las acciones, otorgan derechos económicos. El impositor recibe parte del pastel de dividendos de la entidad, se obtienen beneficios dados por la diferencia entre el precio de compra y el de venta en el momento de vender y también derecho a comprar nuevas participaciones. Sin embargo, difieren de las acciones en un punto fundamental: el usuario carece de prerrogativas políticas, esto es, no tiene capacidad alguna para influir en las decisiones y el rumbo de su inversión, que no le otorga el derecho a participar o votar en la asamblea general de accionistas, ni a revisar los libros contables.
Las participaciones preferentes no tienen una fecha de vencimiento prefijada. Si la entidad así lo desea, expiran una vez transcurridos cinco años de su adquisición. Es decir, el cliente no sabe cuánto tiempo va a tener en su poder dichas participaciones, ya que la entidad que las emite no tiene obligación de recomprar el capital en una fecha determinada.
Está claro que no compramos una posición influyente, precisamente. ¿Ofrecen acaso una seguridad y una rentabilidad que compensen tanto ninguneo? Veamos.
Como se ha dicho, la percepción de los beneficios depende del rendimiento de la entidad. El ‘hábitat' de las participaciones preferentes es el AIAF, mercado financiero de deuda (o renta fija) en el que cotizan y se negocian los activos que las empresas de tipo industrial, las entidades financieras y las Administraciones Públicas Territoriales emiten para captar fondos que financien su actividad. Allí es donde las participaciones se compran y se venden, medran o se hunden.
La oficina de atención al inversor de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) es clara en sus advertencias: se puede perder el capital invertido. Según la situación del mercado, del emisor y las condiciones financieras del producto, su valor puede ser inferior al que tenía al adquirir las participaciones, por lo que el inversor puede verse perjudicado.
Y es que, como siempre que el banco apuesta al Póker con nuestro dinero, existe la posibilidad de que el mercado no se crea su farol. Porque eso es lo que hay detrás del polisílabo y atildado título ‘participación preferente': un salto a la piscina del mercado. Si la gestión es mala y la entidad que nos apadrina no tiene una buena rentabilidad o se encuentra en una mala situación económica, adiós beneficios. Por consiguiente, éstos son cualquier cosa menos seguros.
Añada al sofrito las comisiones que se lleva el banco o caja por las operaciones de compraventa y los gastos de ‘administración y custodia' (sic) y tendrá un cocido altamente indigesto para sus ahorros.