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Adjunto PDF completo pero copio la introducción:
A finales de los años cincuenta, el núcleo de lo que ahora es la Unión Europea emprendió el camino hacia la realización de un mercado común. De ahí se pasó al mercado único y en los años noventa tomó cuerpo la construcción de una Unión Económica y Monetaria: una estrecha integración económica, con énfasis en la coordinación de las políticas económicas y muy en especial de la política fiscal. El objetivo final debía ser la creación de una moneda común. La puesta en marcha del euro y la fundación del Banco Central Europeo representaron la culminación de este singular proceso de integración supranacional.
El euro funcionó normalmente durante su primera década e incluso en buena medida protegió a sus miembros de las turbulencias de la crisis de 2008-2009. Pero, al contrario de lo que algunos esperaban, no contribuyó a una mayor convergencia de las economías en términos de productividad o competitividad exterior, por ejemplo. Incluso propició la ampliación de algunos desequilibrios, como el déficit exterior o las burbujas de activos.
Pero también falló el elemento básico de la unión monetaria, tal y como se diseñó en Maastricht: la disciplina fiscal. La supervivencia de la moneda única debía contar con el respaldo de unas finanzas públicas saneadas en todos y cada uno de los países participantes en el euro. Para ello se acordó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, una regla fiscal que debía garantizar que los déficits públicos excesivos pasaran a la historia. Los Estados miembros del euro conservaban sus competencias sobre la política fiscal, pero sus límites y responsabilidades quedaban perfectamente delimitados.
O no. En la práctica, la supuesta disciplina del Pacto se diluyó ya en 2003, y la utilidad de la regla, vista en retrospectiva, fue deficiente. En muchos países los déficits públicos estructurales persistieron, de manera que, cuando la crisis global golpeó a las economías, los déficits se dispararon hasta cotas insospechadas. El escaso margen de maniobra ganado en los tiempos de bonanza se agotó rápidamente ante la acción de los estabilizadores automáticos, la ayuda de emergencia destinada al sector bancario y los estímulos fiscales aportados para compensar la caída de la demanda agregada. La gravedad de la situación de las finanzas públicas en algunos Estados de la zona del euro se convirtió en crítica al ver cerrada la financiación de los mercados y carecer de una última instancia proveedora de liquidez. La intervención de Grecia, Irlanda y Portugal trató de evitar la suspensión de pagos y el colapso de la eurozona.
Pero resolver el problema inmediato de los países con problemas de liquidez o solvencia, con ser trascendental, no es el único dilema. La cuestión es ¿qué hay que hacer para evitar que esto vuelva a suceder? La respuesta inicial de la Unión Europea ha sido recomponer los mecanismos de coordinación económica y presupuestaria: un Pacto de Estabilidad y Crecimiento reforzado junto con medidas correctivas y preventivas más estrictas y contundentes. Además, en la cumbre de diciembre, el Consejo decidió elevar a rango de tratado las reglas fiscales, marcando a fuego el principio de estabilidad presupuestaria. Se trata de un paso importante, pero no es suficiente. Falta definir la institución o el proceso para proporcionar liquidez en última instancia dentro de la unión monetaria. El fondo de rescate actual y el que entrará en vigor este año no son suficientes, tal como están ahora planteados. Comunitarizar la deuda o ceder la función al Banco Central Europeo son opciones que levantan controversias. Un auténtico avance hacia una mayor integración fiscal exigiría un avance paralelo en la integración política, un reto que la Unión Europea debe afrontar.
A finales de los años cincuenta, el núcleo de lo que ahora es la Unión Europea emprendió el camino hacia la realización de un mercado común. De ahí se pasó al mercado único y en los años noventa tomó cuerpo la construcción de una Unión Económica y Monetaria: una estrecha integración económica, con énfasis en la coordinación de las políticas económicas y muy en especial de la política fiscal. El objetivo final debía ser la creación de una moneda común. La puesta en marcha del euro y la fundación del Banco Central Europeo representaron la culminación de este singular proceso de integración supranacional.
El euro funcionó normalmente durante su primera década e incluso en buena medida protegió a sus miembros de las turbulencias de la crisis de 2008-2009. Pero, al contrario de lo que algunos esperaban, no contribuyó a una mayor convergencia de las economías en términos de productividad o competitividad exterior, por ejemplo. Incluso propició la ampliación de algunos desequilibrios, como el déficit exterior o las burbujas de activos.
Pero también falló el elemento básico de la unión monetaria, tal y como se diseñó en Maastricht: la disciplina fiscal. La supervivencia de la moneda única debía contar con el respaldo de unas finanzas públicas saneadas en todos y cada uno de los países participantes en el euro. Para ello se acordó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, una regla fiscal que debía garantizar que los déficits públicos excesivos pasaran a la historia. Los Estados miembros del euro conservaban sus competencias sobre la política fiscal, pero sus límites y responsabilidades quedaban perfectamente delimitados.
O no. En la práctica, la supuesta disciplina del Pacto se diluyó ya en 2003, y la utilidad de la regla, vista en retrospectiva, fue deficiente. En muchos países los déficits públicos estructurales persistieron, de manera que, cuando la crisis global golpeó a las economías, los déficits se dispararon hasta cotas insospechadas. El escaso margen de maniobra ganado en los tiempos de bonanza se agotó rápidamente ante la acción de los estabilizadores automáticos, la ayuda de emergencia destinada al sector bancario y los estímulos fiscales aportados para compensar la caída de la demanda agregada. La gravedad de la situación de las finanzas públicas en algunos Estados de la zona del euro se convirtió en crítica al ver cerrada la financiación de los mercados y carecer de una última instancia proveedora de liquidez. La intervención de Grecia, Irlanda y Portugal trató de evitar la suspensión de pagos y el colapso de la eurozona.
Pero resolver el problema inmediato de los países con problemas de liquidez o solvencia, con ser trascendental, no es el único dilema. La cuestión es ¿qué hay que hacer para evitar que esto vuelva a suceder? La respuesta inicial de la Unión Europea ha sido recomponer los mecanismos de coordinación económica y presupuestaria: un Pacto de Estabilidad y Crecimiento reforzado junto con medidas correctivas y preventivas más estrictas y contundentes. Además, en la cumbre de diciembre, el Consejo decidió elevar a rango de tratado las reglas fiscales, marcando a fuego el principio de estabilidad presupuestaria. Se trata de un paso importante, pero no es suficiente. Falta definir la institución o el proceso para proporcionar liquidez en última instancia dentro de la unión monetaria. El fondo de rescate actual y el que entrará en vigor este año no son suficientes, tal como están ahora planteados. Comunitarizar la deuda o ceder la función al Banco Central Europeo son opciones que levantan controversias. Un auténtico avance hacia una mayor integración fiscal exigiría un avance paralelo en la integración política, un reto que la Unión Europea debe afrontar.
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