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Nada ilustra mejor las contracorrientes políticas, los intereses especiales y las miopes decisiones económicas que afectan a Europa hoy día que el debate sobre la reestructuración de la deuda pública griega. Alemania insiste en una profunda reestructuración –un «recorte» de al menos el 50% para los acreedores– mientras que el Banco Central Europeo insiste en que las reestructuraciones de deuda deben ser voluntarias.
En los viejos tiempos –piensen en la crisis de la deuda latinoamericana de 1980– uno reuniría a los acreedores –grandes bancos en su mayoría– en una sala pequeña y negociaría un acuerdo, con una dosis de engatusamientos, o incluso presiones por parte de los gobiernos y los reguladores, ansiosos por recuperar rápidamente la estabilidad. Pero, con la llegada de la titularización de la deuda, los acreedores son ahora mucho más numerosos, e incluyen a fondos de cobertura y otros inversores sobre quienes los reguladores y gobiernos tienen poca influencia.
Por otra parte, la «innovación» en los mercados financieros ha posibilitado que los poseedores de los activos se aseguren, lo que significa que pueden sentarse a la mesa pero no «arriesgan su pellejo». Tienen intereses: desean cobrar su seguro, y eso significa que la reestructuración debe ser un «evento crediticio»: equivalente a un default. La insistencia del BCE sobre una reestructuración «voluntaria» –esto es, evitar un evento crediticio– ha generado desacuerdos entre ambas partes. La ironía es que los reguladores han permitido la creación de este sistema disfuncional.
La postura del BCE es peculiar. Uno esperaría que los bancos se hubiesen asegurado para cubrir el riesgo de cesación de pagos de los bonos de sus carteras. Y, si se aseguraban, un regulador preocupado por la estabilidad sistémica buscaría garantizar que la aseguradora pague en caso de pérdida. Pero el BCE quiere que los bancos sufran una pérdida del 50% sobre sus tenencias de bonos sin que se paguen los «beneficios» del seguro.
Existen tres explicaciones para la postura del BCE; ninguna de ellas habla bien de la institución y su conducta regulatoria y de supervisión La primera explicación es que los bancos, de hecho, no se han asegurado, y que algunos han asumidos posiciones especulativas. La segunda es que el BCE sabe que el sistema financiero carece de transparencia –y que los inversores saben que no pueden evaluar el impacto de una cesación de pagos involuntaria, que causaría la paralización de los mercados de crédito, reiterando lo que sucedió luego del colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Finalmente, el BCE puede estar intentando proteger a los pocos bancos que se han asegurado.
Ninguna de estas explicaciones es una excusa adecuada para la oposición del BCE a una reestructuración profunda e involuntaria de la deuda griega. El BCE tendría que haber insistido para lograr una mayor transparencia. De hecho, esa debiera haber sido una de las principales lecciones de 2008. Los reguladores no debieron haber permitido a los bancos especular como lo hicieron; en todo caso, tendrían que haberles exigido que se aseguraran –y luego insistir en una reestructuración que garantizara el pago del seguro.
La evidencia, por otra parte, de que una reestructuración involuntaria profunda sea más traumática que una voluntaria, es escasa. Al insistir en el aspecto voluntario, el BCE puede estar intentando garantizar que la reestructuración no sea profunda; pero, si ese es el caso, está priorizando los intereses de los bancos por sobre los de Grecia, para quien una reestructuración profunda es fundamental si desea salir de la crisis. De hecho, el BCE puede estar priorizando los intereses de los pocos bancos que han suscrito swaps de incumplimiento de crédito por encima de los griegos, de los contribuyentes europeos y de los acreedores que actuaron en forma prudente y se aseguraron.
El último aspecto extraño de la postura del BCE está vinculado con la gobernanza democrática. La decisión sobre la ocurrencia del evento crediticio queda en manos de un comité secreto de la Asociación Internacional de Swaps y Derivados, un grupo económico con intereses creados en el resultado. Si los informes de la prensa son correctos, algunos miembros del comité han estado usando sus puestos para promover situaciones de negociación más favorables a sus intereses. Pero parece desaprensivo que el BCE delegue el derecho a determinar lo que implica una reestructuración de deuda aceptable a un comité secreto de miembros del mercado corporativistas.
El único argumento que parece –al menos superficialmente– poner en primer lugar el interés del público, es que una reestructuración involuntaria puede llevar a un contagio financiero, enfrentando a grandes economías de la eurozona, como Italia, España, e incluso Francia, a un aumento brusco, y tal vez prohibitivo, de sus costos de endeudamiento. Pero eso nos lleva a preguntarnos: ¿por qué una reestructuración involuntaria debería conducir a un contagio peor que una voluntaria de igual magnitud? Si el sistema bancario estuviese bien regulado, si los bancos con tenencias de deuda pública se hubiesen asegurado, una reestructuración involuntaria debería perturbar menos los mercados financieros.
Por supuesto, puede aducirse que si Grecia se sale con la suya a través de una reestructuración involuntaria, otros se verían tentados a intentarlo. Los mercados financieros, preocupados por esto, aumentarían inmediatamente las tasas de interés en otros países riesgosos de la eurozona, tanto grandes como pequeños.
Pero los países más riesgosos ya han quedado fuera de los mercados financieros, por lo que la posibilidad de una reacción de pánico tiene consecuencias limitadas. Por supuesto, otros podrían verse tentados a imitar a Grecia si la situación de los griegos mejorase gracias a la reestructuración. Es cierto, pero todos lo saben.
El comportamiento del BCE no debiera sorprendernos: como hemos visto en otras ocasiones, las instituciones que no deben rendir cuentas en forma democrática tienden a ser capturadas por intereses especiales. Esto era cierto antes de 2008. Desafortunadamente para Europa –y para la economía mundial– el problema no ha sido atendido adecuadamente desde entonces.
Joseph E. Stiglitz es catedrático en la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía.
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducido al español por Leopoldo Gurman
En los viejos tiempos –piensen en la crisis de la deuda latinoamericana de 1980– uno reuniría a los acreedores –grandes bancos en su mayoría– en una sala pequeña y negociaría un acuerdo, con una dosis de engatusamientos, o incluso presiones por parte de los gobiernos y los reguladores, ansiosos por recuperar rápidamente la estabilidad. Pero, con la llegada de la titularización de la deuda, los acreedores son ahora mucho más numerosos, e incluyen a fondos de cobertura y otros inversores sobre quienes los reguladores y gobiernos tienen poca influencia.
Por otra parte, la «innovación» en los mercados financieros ha posibilitado que los poseedores de los activos se aseguren, lo que significa que pueden sentarse a la mesa pero no «arriesgan su pellejo». Tienen intereses: desean cobrar su seguro, y eso significa que la reestructuración debe ser un «evento crediticio»: equivalente a un default. La insistencia del BCE sobre una reestructuración «voluntaria» –esto es, evitar un evento crediticio– ha generado desacuerdos entre ambas partes. La ironía es que los reguladores han permitido la creación de este sistema disfuncional.
La postura del BCE es peculiar. Uno esperaría que los bancos se hubiesen asegurado para cubrir el riesgo de cesación de pagos de los bonos de sus carteras. Y, si se aseguraban, un regulador preocupado por la estabilidad sistémica buscaría garantizar que la aseguradora pague en caso de pérdida. Pero el BCE quiere que los bancos sufran una pérdida del 50% sobre sus tenencias de bonos sin que se paguen los «beneficios» del seguro.
Existen tres explicaciones para la postura del BCE; ninguna de ellas habla bien de la institución y su conducta regulatoria y de supervisión La primera explicación es que los bancos, de hecho, no se han asegurado, y que algunos han asumidos posiciones especulativas. La segunda es que el BCE sabe que el sistema financiero carece de transparencia –y que los inversores saben que no pueden evaluar el impacto de una cesación de pagos involuntaria, que causaría la paralización de los mercados de crédito, reiterando lo que sucedió luego del colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Finalmente, el BCE puede estar intentando proteger a los pocos bancos que se han asegurado.
Ninguna de estas explicaciones es una excusa adecuada para la oposición del BCE a una reestructuración profunda e involuntaria de la deuda griega. El BCE tendría que haber insistido para lograr una mayor transparencia. De hecho, esa debiera haber sido una de las principales lecciones de 2008. Los reguladores no debieron haber permitido a los bancos especular como lo hicieron; en todo caso, tendrían que haberles exigido que se aseguraran –y luego insistir en una reestructuración que garantizara el pago del seguro.
La evidencia, por otra parte, de que una reestructuración involuntaria profunda sea más traumática que una voluntaria, es escasa. Al insistir en el aspecto voluntario, el BCE puede estar intentando garantizar que la reestructuración no sea profunda; pero, si ese es el caso, está priorizando los intereses de los bancos por sobre los de Grecia, para quien una reestructuración profunda es fundamental si desea salir de la crisis. De hecho, el BCE puede estar priorizando los intereses de los pocos bancos que han suscrito swaps de incumplimiento de crédito por encima de los griegos, de los contribuyentes europeos y de los acreedores que actuaron en forma prudente y se aseguraron.
El último aspecto extraño de la postura del BCE está vinculado con la gobernanza democrática. La decisión sobre la ocurrencia del evento crediticio queda en manos de un comité secreto de la Asociación Internacional de Swaps y Derivados, un grupo económico con intereses creados en el resultado. Si los informes de la prensa son correctos, algunos miembros del comité han estado usando sus puestos para promover situaciones de negociación más favorables a sus intereses. Pero parece desaprensivo que el BCE delegue el derecho a determinar lo que implica una reestructuración de deuda aceptable a un comité secreto de miembros del mercado corporativistas.
El único argumento que parece –al menos superficialmente– poner en primer lugar el interés del público, es que una reestructuración involuntaria puede llevar a un contagio financiero, enfrentando a grandes economías de la eurozona, como Italia, España, e incluso Francia, a un aumento brusco, y tal vez prohibitivo, de sus costos de endeudamiento. Pero eso nos lleva a preguntarnos: ¿por qué una reestructuración involuntaria debería conducir a un contagio peor que una voluntaria de igual magnitud? Si el sistema bancario estuviese bien regulado, si los bancos con tenencias de deuda pública se hubiesen asegurado, una reestructuración involuntaria debería perturbar menos los mercados financieros.
Por supuesto, puede aducirse que si Grecia se sale con la suya a través de una reestructuración involuntaria, otros se verían tentados a intentarlo. Los mercados financieros, preocupados por esto, aumentarían inmediatamente las tasas de interés en otros países riesgosos de la eurozona, tanto grandes como pequeños.
Pero los países más riesgosos ya han quedado fuera de los mercados financieros, por lo que la posibilidad de una reacción de pánico tiene consecuencias limitadas. Por supuesto, otros podrían verse tentados a imitar a Grecia si la situación de los griegos mejorase gracias a la reestructuración. Es cierto, pero todos lo saben.
El comportamiento del BCE no debiera sorprendernos: como hemos visto en otras ocasiones, las instituciones que no deben rendir cuentas en forma democrática tienden a ser capturadas por intereses especiales. Esto era cierto antes de 2008. Desafortunadamente para Europa –y para la economía mundial– el problema no ha sido atendido adecuadamente desde entonces.
Joseph E. Stiglitz es catedrático en la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía.
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducido al español por Leopoldo Gurman