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El debate sobre la austeridad fue el tema del día en el Foro Económico Mundial de Davos de este año. Con buenos motivos. Europa está cayendo nuevamente en recesión justo cuando la recuperación estadounidense finalmente comienza a lograr una cierta tracción. Eso ha socavado la justificación de la consolidación fiscal, que tantos adeptos tiene en Europa.
Sin embargo, me llevé una conclusión diferente de Davos. Fui el moderador de una sesión sobre «El Nuevo Contexto en Asia del Este», a cargo de un panel de representantes de alto rango de Tailandia, Corea del Sur, Malasia, Singapur y Japón. Excepto por el participante japonés, todos tenían experiencia de primera mano en la devastadora crisis financiera asiática de fines de la década de 1990.
No pude resistir la tentación de atraer a Asia al debate entre Europa y EE. UU. En lugar de solicitar a los panelistas asiáticos que teorizaran sobre el impacto de la austeridad en el sobreendeudado occidente desarrollado, les pedí que evaluaran sus propias experiencias durante y después de la crisis de finales de la década de 1990.
Francamente, lo que escuché me sorprendió. Los panelistas estuvieron de acuerdo en dos puntos: primero, inicialmente detestaron los dolorosos programas de ajuste dictados por los términos de los así llamados rescates condicionales del Fondo Monetario Internacional (los surcoreanos aún se refieren desdeñosamente a la «Crisis del FMI» de finales de la década de 1990). En segundo lugar –y aquí viene la sorpresa– todos coincidieron en que, en retrospectiva, esos terribles ajustes valieron la pena, porque sus economías desgarradas por la crisis se vieron obligadas a abrazar reformas estructurales que prepararon el camino para su espectacular desempeño económico actual.
En la superficie, los números hablan por sí mismos. En 1988, en lo más crudo de la crisis asiática, el producto agregado de los así llamados ASEAN-5 –Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia y Vietnam– se desplomó un 8,3%. El PBI real en Corea del Sur –considerada durante mucho tiempo la niña mimada de las nuevas economías industrializadas asiáticas– se contrajo un 5,7% ese año. Pero entonces los duros condicionamientos de los rescates del FMI y los programas de ajuste –la propia dosis asiática de austeridad– comenzaron a funcionar.
En respuesta, los resultados de la cuenta corriente –el talón de Aquiles del milagro del crecimiento asiático– pasaron de déficit a superávit. Para los ASEAN-5, los déficits de cuenta corriente, en promedio del 4% del PBI en 1996-97, se revirtieron dramáticamente, convirtiéndose en superávits del 6,8% del PBI en 1998-99. Una transformación semejante tuvo lugar en Corea del Sur, donde un déficit en la cuenta corriente del 2,8% en 1996-1997 se convirtió en un superávit del 8,6% en 1998-1999.
Desde entonces la región no ha mirado hacia atrás. En dos años, la mayor parte de las economías asiáticas atormentadas por la crisis habían recuperado sus valores máximos previos a ella. Esto tampoco fue un rebote temporal. A partir de 1999, los ASEAN-5 comenzaron una aceleración del crecimiento anual de su PBI del 5% durante 10 años (5,5% en Corea del Sur durante ese período). En resumen, no hubo efectos negativos duraderos por la dosis de austeridad de corto plazo, y, en la medida en que la austeridad resultó esencial para la recuperación poscrisis, sus beneficios de largo plazo se han demostrado duraderos y sorprendentes.
Surgen tres lecciones para el resto de nosotros. En primer lugar, al que quiere celeste, que le cueste. Son pocos quienes en el mundo desarrollado pueden comprender reducciones en el producto agregado de la escala que sufrió Asia en 1998, ni hablar de lograr la voluntad política para imponerlas en nuestras economías. Los trastornos económicos y la humillación de naciones orgullosas fueron, de hecho, devastadores (como pueden confirmarlo hoy los griegos). Pero, una vez eliminados los excesos, los rebotes asiáticos poscrisis resultaron fuertes y sostenibles.
En segundo lugar, las divisas jugaron un papel importante como válvula de escape en las primeras etapas del proceso de ajuste poscrisis asiático. A medida que la región pasó de tipos de cambio fijos a tipos flotantes, las monedas asiáticas se desplomaron –con caídas respecto del dólar que variaron entre el 28% en Corea del Sur y aproximadamente el 37% en Tailandia, Malasia y las Filipinas, hasta el 80% en Indonesia.
Finalmente, no hay sustituto para la reestructuración. En Asia a fines de la década de 1990, las medidas orientadas al sector financiero dominaron los programas de ajuste estructural impuestos por el FMI, pero también hubo programas centrados en las reformas impositivas y del gasto, la gestión corporativa, la privatización, y la reestructuración de la deuda privada. Si bien no todos esos programas implementaron estrictamente los requisitos del FMI, tuvieron un rol fundamental en la promoción de mejoras significativas para la competitividad asiática.
Ninguna de esas lecciones debe desaprovecharse, ni en Europa ni en EE. UU. Si bien los países individuales en una unión monetaria obviamente carecen de flexibilidad en sus tipos de cambio –una de las diferencias más obvias e importantes entre Europa y Asia a fines de la década de 1990–, nada impide que una depreciación del euro impulse la competitividad panregional. Lo mismo, por supuesto, es válido para el dólar estadounidense.
Pero ningún país –o grupo de países, en el caso de Europa– ha logrado regresar a la prosperidad a fuerza de devaluaciones. Por lo tanto, las lecciones estructurales asiáticas son igualmente importantes para el mundo desarrollado. De hecho, la economía alemana está sobrepasando al resto de Europa en términos de competitividad y crecimiento, en gran medida debido a sus reformas y desregulación en el mercado de trabajo. La misma medicina puede resultar igualmente beneficiosa para el resto de Europa –ni que hablar de EE. UU., que enfrenta su propio y enorme desafío de competitividad.
Finalmente, las economías asiáticas en desarrollo no tuvieron más opción que aceptar las medidas draconianas como precio por los rescates a fines de la década de 1990. Queda por verse si los países ricos y desarrollados están dispuestos a seguir ese camino. Hace dos décadas, en su libro Changing Fortunes [Cambio de fortuna], Paul Volcker y Toyo Gyohten subrayaron la evidente regla doble para la resolución de crisis: «Cuando el Fondo [Monetario Internacional] consulta con un país pobre y débil, el país se ajusta. Cuando consulta con uno fuerte, el Fondo se ajusta.»
Tal vez sea esa la lección de la crisis asiática de finales de la década de 1990: la austeridad puede funcionar. Pero su éxito o fracaso en definitiva se reduce a políticas de poder: una resolución de la tensión entre los paliativos de corto plazo y el compromiso con una estrategia de largo plazo. Allí es donde aún continúa la batalla en el Oeste.
Stephen S. Roach, expresidente de Morgan Stanley Asia, es docente en la Universidad de Yale y autor de The Next Asia [La próxima Asia].
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducido al español por Leopoldo Gurman
Sin embargo, me llevé una conclusión diferente de Davos. Fui el moderador de una sesión sobre «El Nuevo Contexto en Asia del Este», a cargo de un panel de representantes de alto rango de Tailandia, Corea del Sur, Malasia, Singapur y Japón. Excepto por el participante japonés, todos tenían experiencia de primera mano en la devastadora crisis financiera asiática de fines de la década de 1990.
No pude resistir la tentación de atraer a Asia al debate entre Europa y EE. UU. En lugar de solicitar a los panelistas asiáticos que teorizaran sobre el impacto de la austeridad en el sobreendeudado occidente desarrollado, les pedí que evaluaran sus propias experiencias durante y después de la crisis de finales de la década de 1990.
Francamente, lo que escuché me sorprendió. Los panelistas estuvieron de acuerdo en dos puntos: primero, inicialmente detestaron los dolorosos programas de ajuste dictados por los términos de los así llamados rescates condicionales del Fondo Monetario Internacional (los surcoreanos aún se refieren desdeñosamente a la «Crisis del FMI» de finales de la década de 1990). En segundo lugar –y aquí viene la sorpresa– todos coincidieron en que, en retrospectiva, esos terribles ajustes valieron la pena, porque sus economías desgarradas por la crisis se vieron obligadas a abrazar reformas estructurales que prepararon el camino para su espectacular desempeño económico actual.
En la superficie, los números hablan por sí mismos. En 1988, en lo más crudo de la crisis asiática, el producto agregado de los así llamados ASEAN-5 –Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia y Vietnam– se desplomó un 8,3%. El PBI real en Corea del Sur –considerada durante mucho tiempo la niña mimada de las nuevas economías industrializadas asiáticas– se contrajo un 5,7% ese año. Pero entonces los duros condicionamientos de los rescates del FMI y los programas de ajuste –la propia dosis asiática de austeridad– comenzaron a funcionar.
En respuesta, los resultados de la cuenta corriente –el talón de Aquiles del milagro del crecimiento asiático– pasaron de déficit a superávit. Para los ASEAN-5, los déficits de cuenta corriente, en promedio del 4% del PBI en 1996-97, se revirtieron dramáticamente, convirtiéndose en superávits del 6,8% del PBI en 1998-99. Una transformación semejante tuvo lugar en Corea del Sur, donde un déficit en la cuenta corriente del 2,8% en 1996-1997 se convirtió en un superávit del 8,6% en 1998-1999.
Desde entonces la región no ha mirado hacia atrás. En dos años, la mayor parte de las economías asiáticas atormentadas por la crisis habían recuperado sus valores máximos previos a ella. Esto tampoco fue un rebote temporal. A partir de 1999, los ASEAN-5 comenzaron una aceleración del crecimiento anual de su PBI del 5% durante 10 años (5,5% en Corea del Sur durante ese período). En resumen, no hubo efectos negativos duraderos por la dosis de austeridad de corto plazo, y, en la medida en que la austeridad resultó esencial para la recuperación poscrisis, sus beneficios de largo plazo se han demostrado duraderos y sorprendentes.
Surgen tres lecciones para el resto de nosotros. En primer lugar, al que quiere celeste, que le cueste. Son pocos quienes en el mundo desarrollado pueden comprender reducciones en el producto agregado de la escala que sufrió Asia en 1998, ni hablar de lograr la voluntad política para imponerlas en nuestras economías. Los trastornos económicos y la humillación de naciones orgullosas fueron, de hecho, devastadores (como pueden confirmarlo hoy los griegos). Pero, una vez eliminados los excesos, los rebotes asiáticos poscrisis resultaron fuertes y sostenibles.
En segundo lugar, las divisas jugaron un papel importante como válvula de escape en las primeras etapas del proceso de ajuste poscrisis asiático. A medida que la región pasó de tipos de cambio fijos a tipos flotantes, las monedas asiáticas se desplomaron –con caídas respecto del dólar que variaron entre el 28% en Corea del Sur y aproximadamente el 37% en Tailandia, Malasia y las Filipinas, hasta el 80% en Indonesia.
Finalmente, no hay sustituto para la reestructuración. En Asia a fines de la década de 1990, las medidas orientadas al sector financiero dominaron los programas de ajuste estructural impuestos por el FMI, pero también hubo programas centrados en las reformas impositivas y del gasto, la gestión corporativa, la privatización, y la reestructuración de la deuda privada. Si bien no todos esos programas implementaron estrictamente los requisitos del FMI, tuvieron un rol fundamental en la promoción de mejoras significativas para la competitividad asiática.
Ninguna de esas lecciones debe desaprovecharse, ni en Europa ni en EE. UU. Si bien los países individuales en una unión monetaria obviamente carecen de flexibilidad en sus tipos de cambio –una de las diferencias más obvias e importantes entre Europa y Asia a fines de la década de 1990–, nada impide que una depreciación del euro impulse la competitividad panregional. Lo mismo, por supuesto, es válido para el dólar estadounidense.
Pero ningún país –o grupo de países, en el caso de Europa– ha logrado regresar a la prosperidad a fuerza de devaluaciones. Por lo tanto, las lecciones estructurales asiáticas son igualmente importantes para el mundo desarrollado. De hecho, la economía alemana está sobrepasando al resto de Europa en términos de competitividad y crecimiento, en gran medida debido a sus reformas y desregulación en el mercado de trabajo. La misma medicina puede resultar igualmente beneficiosa para el resto de Europa –ni que hablar de EE. UU., que enfrenta su propio y enorme desafío de competitividad.
Finalmente, las economías asiáticas en desarrollo no tuvieron más opción que aceptar las medidas draconianas como precio por los rescates a fines de la década de 1990. Queda por verse si los países ricos y desarrollados están dispuestos a seguir ese camino. Hace dos décadas, en su libro Changing Fortunes [Cambio de fortuna], Paul Volcker y Toyo Gyohten subrayaron la evidente regla doble para la resolución de crisis: «Cuando el Fondo [Monetario Internacional] consulta con un país pobre y débil, el país se ajusta. Cuando consulta con uno fuerte, el Fondo se ajusta.»
Tal vez sea esa la lección de la crisis asiática de finales de la década de 1990: la austeridad puede funcionar. Pero su éxito o fracaso en definitiva se reduce a políticas de poder: una resolución de la tensión entre los paliativos de corto plazo y el compromiso con una estrategia de largo plazo. Allí es donde aún continúa la batalla en el Oeste.
Stephen S. Roach, expresidente de Morgan Stanley Asia, es docente en la Universidad de Yale y autor de The Next Asia [La próxima Asia].
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducido al español por Leopoldo Gurman