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Es probable que este año sea una prueba de fuego para el euro. La supervivencia de la eurozona exige encontrar una solución creíble a su prolongada crisis de deuda soberana, y esto a su vez requiere resolver los dos desequilibrios macroeconómicos (el externo y el fiscal) que están en el corazón de esta crisis.
La crisis dejó al desnudo las amplias diferencias de competitividad que han aparecido dentro de la eurozona. Entre 1996 y 2010, el costo laboral unitario creció solamente un 8% en Alemania y un 13% en Francia, contra un 24% en Portugal, 35% en España, 37% en Italia y un descomunal 59% en Grecia. Esto dio por resultado grandes desequilibrios comerciales entre los países de la eurozona, problema que se agrava por la existencia de abultados déficit fiscales y altos niveles de deuda pública en los países del sur de Europa (y Francia), deuda que en buena medida está en poder de acreedores extranjeros.
¿Es necesaria una ruptura de la eurozona para resolver estos desequilibrios? Supongamos, por ejemplo, que Portugal abandona la unión monetaria y adopta nuevamente el escudo. La consiguiente devaluación del tipo de cambio reduciría inmediatamente el precio de las exportaciones portuguesas, aumentaría el precio de sus importaciones, estimularía la economía y traería el ansiado crecimiento. Pero la salida del euro sería un embrollo. La tormenta que se desataría podría fácilmente aniquilar cualquier aumento de competitividad obtenido en el corto plazo como resultado de la devaluación.
Sin embargo, para las economías del sur de Europa que se encuentran en problemas hay una alternativa, de una notable sencillez, que no requiere que abandonen el euro para devaluar sus monedas. Esta alternativa supone aumentar el impuesto al valor agregado y reducir las cargas sociales. En un estudio reciente de nuestra autoría, demostramos que los efectos de esta “devaluación fiscal” sobre la economía, medidos por su impacto sobre el PIB, el consumo, el empleo y la inflación, serían muy parecidos.
El efecto de una devaluación cambiaria es encarecer las importaciones y abaratar las exportaciones. El mismo resultado puede lograrse subiendo el IVA y bajando las cargas sociales. Aumentar el IVA encarece los bienes importados, porque las empresas extranjeras deben hacer frente a un impuesto mayor. Para asegurar que las empresas locales no tengan incentivos para subir los precios, el aumento del IVA debe ir acompañado por una reducción de las cargas sociales. Al mismo tiempo, las exportaciones locales, que no tributan IVA, se abaratan. De este modo, el mismo aumento de competitividad que se busca mediante una devaluación cambiaria se puede conseguir sin abandonar el euro.
Esta política también puede ser beneficiosa en el frente fiscal. Igual que con una devaluación cambiaria, el aumento de la competitividad tendría un efecto positivo sobre el crecimiento, capaz de fortalecer la posición fiscal al aumentar los ingresos impositivos. Una ventaja importante de la devaluación fiscal, además, es que genera ingresos adicionales en proporción con el déficit comercial del país en cuestión. Para los países que sufren problemas de competitividad y, como consecuencia, mantienen un déficit de la balanza comercial, esto implica generalmente un aumento de los ingresos, especialmente en el corto plazo.
Igual que una devaluación cambiaria, la devaluación fiscal crea ganadores y perdedores. Ambos tipos de devaluación crean un gravamen a la riqueza: para los bonistas, la inflación supone una pérdida de valor real proporcional a su riqueza y a la magnitud de la devaluación. Si no se ajustan los impuestos al capital, los tenedores de acciones locales sufrirán una pérdida comparable.
En cambio, muchas transferencias, por ejemplo las prestaciones médicas y de desempleo y las pensiones públicas, van indexadas de acuerdo con la inflación, de modo que mantienen su valor real; y lo mismo vale para el salario mínimo. Estos efectos distributivos son un aspecto importante de la política de las devaluaciones cambiarias; y en su mayoría, también se producen en una devaluación fiscal.
La idea de la devaluación fiscal ya tiene algunos partidarios; de hecho, el gobierno de Francia, presidido por Nicolas Sarkozy, acaba de anunciar una. Para quienes pudieran objetar que medidas de este tipo son contrarias a las reglas de la eurozona, basta señalar que ya en 2007 el gobierno alemán aplicó una devaluación fiscal, aunque con otro nombre, cuando subió el IVA del 16% al 19% y redujo los aportes patronales a la seguridad social del 6,5% al 4,2%.
En síntesis, en vez de una devaluación del tipo de cambio, hay alternativas fiscales sencillas que pueden resolver los problemas de competitividad de los países del sur de Europa. Por supuesto que para ser viable, una devaluación fiscal no puede superar ciertos límites. Pero de la mano de una reestructuración de las deudas, una política monetaria expansiva, inyección de liquidez por parte del Banco Central Europeo y las imperiosas reformas estructurales, una devaluación fiscal puede ayudar a sacar a flote estas economías sin provocar una ruptura de la eurozona ni una recesión a gran escala debida a medidas de austeridad.
Emmanuel Farhi es profesor de Economía en la Universidad de Harvard. Gita Gopinath es profesora de Economía en la Universidad de Harvard. Oleg Itskhoki es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducción: Esteban Flamini
La crisis dejó al desnudo las amplias diferencias de competitividad que han aparecido dentro de la eurozona. Entre 1996 y 2010, el costo laboral unitario creció solamente un 8% en Alemania y un 13% en Francia, contra un 24% en Portugal, 35% en España, 37% en Italia y un descomunal 59% en Grecia. Esto dio por resultado grandes desequilibrios comerciales entre los países de la eurozona, problema que se agrava por la existencia de abultados déficit fiscales y altos niveles de deuda pública en los países del sur de Europa (y Francia), deuda que en buena medida está en poder de acreedores extranjeros.
¿Es necesaria una ruptura de la eurozona para resolver estos desequilibrios? Supongamos, por ejemplo, que Portugal abandona la unión monetaria y adopta nuevamente el escudo. La consiguiente devaluación del tipo de cambio reduciría inmediatamente el precio de las exportaciones portuguesas, aumentaría el precio de sus importaciones, estimularía la economía y traería el ansiado crecimiento. Pero la salida del euro sería un embrollo. La tormenta que se desataría podría fácilmente aniquilar cualquier aumento de competitividad obtenido en el corto plazo como resultado de la devaluación.
Sin embargo, para las economías del sur de Europa que se encuentran en problemas hay una alternativa, de una notable sencillez, que no requiere que abandonen el euro para devaluar sus monedas. Esta alternativa supone aumentar el impuesto al valor agregado y reducir las cargas sociales. En un estudio reciente de nuestra autoría, demostramos que los efectos de esta “devaluación fiscal” sobre la economía, medidos por su impacto sobre el PIB, el consumo, el empleo y la inflación, serían muy parecidos.
El efecto de una devaluación cambiaria es encarecer las importaciones y abaratar las exportaciones. El mismo resultado puede lograrse subiendo el IVA y bajando las cargas sociales. Aumentar el IVA encarece los bienes importados, porque las empresas extranjeras deben hacer frente a un impuesto mayor. Para asegurar que las empresas locales no tengan incentivos para subir los precios, el aumento del IVA debe ir acompañado por una reducción de las cargas sociales. Al mismo tiempo, las exportaciones locales, que no tributan IVA, se abaratan. De este modo, el mismo aumento de competitividad que se busca mediante una devaluación cambiaria se puede conseguir sin abandonar el euro.
Esta política también puede ser beneficiosa en el frente fiscal. Igual que con una devaluación cambiaria, el aumento de la competitividad tendría un efecto positivo sobre el crecimiento, capaz de fortalecer la posición fiscal al aumentar los ingresos impositivos. Una ventaja importante de la devaluación fiscal, además, es que genera ingresos adicionales en proporción con el déficit comercial del país en cuestión. Para los países que sufren problemas de competitividad y, como consecuencia, mantienen un déficit de la balanza comercial, esto implica generalmente un aumento de los ingresos, especialmente en el corto plazo.
Igual que una devaluación cambiaria, la devaluación fiscal crea ganadores y perdedores. Ambos tipos de devaluación crean un gravamen a la riqueza: para los bonistas, la inflación supone una pérdida de valor real proporcional a su riqueza y a la magnitud de la devaluación. Si no se ajustan los impuestos al capital, los tenedores de acciones locales sufrirán una pérdida comparable.
En cambio, muchas transferencias, por ejemplo las prestaciones médicas y de desempleo y las pensiones públicas, van indexadas de acuerdo con la inflación, de modo que mantienen su valor real; y lo mismo vale para el salario mínimo. Estos efectos distributivos son un aspecto importante de la política de las devaluaciones cambiarias; y en su mayoría, también se producen en una devaluación fiscal.
La idea de la devaluación fiscal ya tiene algunos partidarios; de hecho, el gobierno de Francia, presidido por Nicolas Sarkozy, acaba de anunciar una. Para quienes pudieran objetar que medidas de este tipo son contrarias a las reglas de la eurozona, basta señalar que ya en 2007 el gobierno alemán aplicó una devaluación fiscal, aunque con otro nombre, cuando subió el IVA del 16% al 19% y redujo los aportes patronales a la seguridad social del 6,5% al 4,2%.
En síntesis, en vez de una devaluación del tipo de cambio, hay alternativas fiscales sencillas que pueden resolver los problemas de competitividad de los países del sur de Europa. Por supuesto que para ser viable, una devaluación fiscal no puede superar ciertos límites. Pero de la mano de una reestructuración de las deudas, una política monetaria expansiva, inyección de liquidez por parte del Banco Central Europeo y las imperiosas reformas estructurales, una devaluación fiscal puede ayudar a sacar a flote estas economías sin provocar una ruptura de la eurozona ni una recesión a gran escala debida a medidas de austeridad.
Emmanuel Farhi es profesor de Economía en la Universidad de Harvard. Gita Gopinath es profesora de Economía en la Universidad de Harvard. Oleg Itskhoki es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.
Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducción: Esteban Flamini