Dani Rodrik reflexiona sobre el libre comercio

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Recientemente dos colegas de Harvard me invitaron a hacer una presentación especial en su curso sobre globalización. "Tengo que decirte", uno de ellos me advirtió de antemano, "que es un grupo que está bastante a favor de la globalización". En el primer encuentro, les había preguntado a los alumnos cuántos de ellos preferían el libre comercio a las restricciones a las importaciones; la respuesta fue más del 90%. ¡Y esto fue antes de que se instruyera a los alumnos sobre las maravillas de la ventaja comparativa!

Sabemos que cuando se formula la misma pregunta en encuestas reales con muestras representativas -no sólo alumnos de Harvard- el resultado es bien diferente. En Estados Unidos, los participantes están a favor de las restricciones comerciales con un margen de dos a uno. Pero la respuesta de los estudiantes de Harvard no fue del todo sorprendente. Los participantes altamente capacitados y con un mejor nivel de educación tienden a estar considerablemente más a favor del libre comercio que los obreros. Tal vez los estudiantes de Harvard simplemente votaron con sus propias billeteras (futuras) en mente.

O quizá no entendían cómo funciona realmente el comercio. Después de todo, cuando me reuní con ellos, planteé la misma pregunta desde otra perspectiva, haciendo hincapié en los efectos probablemente distributivos del comercio. Esta vez, el consenso a favor del libre comercio se evaporó -incluso más rápidamente de lo que yo había esperado.

Comencé la clase preguntándoles a los alumnos si estaban de acuerdo en que llevara a cabo un experimento mágico particular. Elegí dos voluntarios, Nicholas y John, y les dije que podía hacer desaparecer 200 dólares de la cuenta bancaria de Nicholas -¡zas!- y, al mismo tiempo, que aparecieran 300 dólares en la de John. Esta hazaña de ingeniería social dejaría a la clase en su conjunto con una ganancia de 100 dólares. ¿Me dejarían llevar adelante este truco de magia?

Quienes votaron afirmativamente fueron apenas una pequeña minoría. Muchos no estaban seguros y un número aún mayor se oponía al cambio.

Claramente los estudiantes no estaban cómodos condonando una redistribución significativa de los ingresos, aún si como resultado de eso la torta económica crecía. ¿Cómo es posible, pregunté, que casi todos ellos hubieran estado instintivamente a favor del libre comercio, que involucra una redistribución similar -de hecho, probablemente mayor- de perdedores a ganadores? Parecían desconcertados.

Imaginemos, dije a continuación, que Nicholas y John tuvieran dos compañías pequeñas que compiten entre sí. Supongamos que John se hizo 300 dólares más rico porque trabajó más, ahorró e invirtió en mayor medida, y creó mejores productos, dejando a Nicholas fuera del negocio y ocasionándole una pérdida de 200 dólares. ¿Cuántos estudiantes ahora aprobaban el cambio? Esta vez una vasta mayoría lo hizo -de hecho, todos excepto Nicholas.

Planteé otras situaciones hipotéticas, ahora directamente vinculadas al comercio internacional. Supongamos que John había dejado a Nicholas fuera del negocio porque había importado insumos de mejor calidad de Alemania. O porque había externalizado la producción en China, donde los derechos laborales no están bien protegidos. O porque había contratado trabajadores infantiles en Indonesia. El respaldo al cambio propuesto cayó con cada una de estas alternativas.

Ahora bien, ¿qué sucede con la innovación tecnológica que, al igual que el comercio, suele dejar a algunas personas mucho peor paradas? Aquí, pocos alumnos condonaron el bloqueo del progreso tecnológico. Prohibir la bombilla eléctrica porque los fabricantes de velas perderían sus empleos les parece a casi todos una idea tonta.

De manera que los estudiantes no estaban necesariamente en contra de la redistribución. Estaban en contra de ciertos tipos de redistribución. Al igual que la mayoría de nosotros, les preocupa la justicia procesal.

Para emitir un juicio sobre los resultados redistributivos, tenemos que conocer las circunstancias que los causan. No le envidiamos a Bill Gates o a Warren Buffett sus miles de millones, aún si algunos de sus rivales se vieron perjudicados en el camino, supuestamente porque tanto ellos como sus competidores se rigen por las mismas reglas y enfrentan en gran medida las mismas oportunidades y obstáculos.

Pensaríamos de otra manera si Gates y Buffett no se hubieran enriquecido a través del sudor y la inspiración, sino engañando, quebrantando leyes laborales, haciendo estragos en el medio ambiente o sacándole provecho a subsidios gubernamentales en el exterior. Si no condonamos la redistribución que viola códigos morales ampliamente compartidos en casa, ¿por qué deberíamos aceptarla sólo porque implica transacciones entre fronteras políticas?

De la misma manera, cuando esperamos que los efectos redistributivos se nivelen en el largo plazo para que, llegado el momento, todos salgan adelante, es más probable que ignoremos la redistribución de los ingresos. Esta es una razón clave por la que creemos que el progreso tecnológico debería seguir su curso, a pesar de sus efectos destructivos a corto plazo en algunos. Cuando, por otra parte, las fuerzas del comercio repetidamente afectan a la misma gente -a los obreros con un menor nivel de educación-, tal vez nos sintamos menos optimistas frente a la globalización.

Demasiados economistas son sordos a estas distinciones. Son proclives a atribuir las preocupaciones sobre la globalización a motivos meramente proteccionistas o a una ignorancia, incluso cuando existen cuestiones éticas genuinas en juego. Al ignorar el hecho de que el comercio internacional a veces -ciertamente no siempre- implica resultados redistributivos que consideraríamos problemáticos en casa, no generan el debate público que corresponde. También pierden la oportunidad de montar una defensa más robusta del comercio cuando las preocupaciones éticas están menos garantizadas.

Si bien la globalización ocasionalmente plantea interrogantes difíciles sobre la legitimidad de sus efectos redistributivos, no deberíamos responder automáticamente restringiendo el comercio. Existen muchas compensaciones difíciles a tener en cuenta, entre ellas las consecuencias para otros en el mundo que podrían empobrecerse significativamente más que aquellos afectados en casa.

Pero las democracias se deben a sí mismas un debate adecuado, para que tomen esas decisiones de manera consciente y deliberada. Obsesionarse con la globalización simplemente porque expande la torta económica es la manera más segura de deslegitimizarla en el largo plazo.

Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard.

Copyright: Project Syndicate, 2012.
 
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¿Y por qué no competimos con las mismas reglas?

¿Y por qué no nos aseguramos que se compite con las mismas reglas en el comercio internacional? ¿Por qué estas reglas en el comercio internacional no protegen la ética comercial o la justicia social? Ya comprendo que los intereses de las multinacionales no son precisamente éstos, pero ¿dónde están los políticos que nos representan a la sociedad? No comprendo cómo no van acercando posturas en el comercio global para acercarnos a unas mismas reglas, e impedir condiciones laborales abusivas en ciertos países. Estoy a favor de la globalización que permita el desarrollo de las personas de otros países, no del aumento del beneficio de empresas multinacionales a través de la explotación de personas poco libres para elegir. Si avanzamos en el desarrollo de un código de buena conducta en el comercio global evitaremos parte del problema de los trabajadores poco cualificados en los países más desarrollados, y mejoraremos la calidad de vida de los trabajadores de los países menos desarrollados.
 
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