El contexto económico y político en el que se ha tomado la decisión es complejo. Grecia ha realizado un ajuste presupuestario muy importante en los últimos años, a costa de una fortísima recesión (caída acumulada del PIB del 18%), con un proceso de reestructuración de deuda pública de por medio y un ratio de deuda pública sobre PIB (174%) que todavía no esté claro que sea sostenible a pesar de un programa de reducción de deuda cuidadosamente calibrado.
En los últimos meses Grecia ha mantenido fuertes discrepancias en sus negociaciones con la troika sobre los últimos ajustes que quedan por realizar en 2015, en clara muestra de la fatiga fiscal y reformista. El último tramo del préstamo europeo debería haberse aprobado en diciembre, pero está pendiente de estas negociaciones. Más allá de este tramo, que es de escasa magnitud, lo que está en juego es la concesión de un préstamo adicional por parte del MEDE que tendría una condicionalidad menos estricta para Grecia, lo que unido a la incipiente recuperación (este año el PIB ha empezado a crecer tras 18 trimestres de recesión) permitiría al gobierno acudir a las elecciones legislativas de mediados de 2016 en mejores condiciones.
Todas estas decisiones sobre el programa griego se han aplazado hasta febrero. A principios de este mes el Eurogrupo dio un margen adicional de dos meses a Grecia para negociar el último tramo, lo que concuerda en los plazos -en lo que parece una opción consensuada- con el adelanto de elecciones presidenciales, que deberían clarificar quién va a gobernar Grecia el año en 2015, y especialmente quién va a ser el interlocutor en las conversaciones sobre el nuevo programa.
Es aquí donde entran en juego los cálculos políticos. La dificultad de aprobar nuevos recortes en 2015, junto con la exigencia del Eurogrupo de que el FMI participe en el nuevo programa -algo que rechaza la mayoría de la población, aunque curiosamente el FMI ha tiene en general una actitud mucho más laxa que la Comisión Europea sobre los ajustes fiscales- han llevado al gobierno a adelantar la elección presidencial y aplazar las negociaciones con Europa. Si no se puede elegir presidente, habría que convocar por ley unas elecciones legislativas en enero o principios de febrero en las que el principal partido opositor, Syriza, lleva una ventaja de entre 4 y 7 puntos al principal partido gubernamental. Syriza ha moderado su discurso en los últimos dos años (desde las elecciones de 2012, que estuvo a punto de ganar), sus líderes insisten en que quieren mantener a Grecia en el euro y simplemente negociar con Europa el programa de austeridad fiscal, y han presentado sus planes a analistas financieros en Londres, pero mantienen en su programa medidas como la restauración del antiguo salario mínimo (750 euros) o la subida inmediata de salarios públicos a niveles previos a la crisis, que serían difícilmente compatibles con la senda de reducción de deuda prevista actualmente, y por lo tanto no serían aceptadas por los países del resto de Europa.
Las cuentas sobre la elección presidencial están siendo escrutadas por la prensa, pero baste decir que en la votación clave (el 29 de diciembre) la coalición de gobierno tendría que encontrar 25 votos que añadir a sus actuales 155 en el parlamento, y de momento los dos pequeños partidos que podrían colaborar han reiterado que no apoyarán la elección, aunque podrían sufrir deserciones. El resultado es por tanto muy incierto.
Y en esas estamos. La apuesta del gobierno griego ha sido la de evitar el desgaste de una negociación ahora con la troika en la que inevitablemente tendría que ceder algo, y preguntar primero al parlamento y, si pierde la votación presidencial, al electorado, quién quiere que negocie con la troika el siguiente programa, con la esperanza de que uno u otro les mantenga la confianza. En ambas votaciones parte por detrás, pero cuenta con la incertidumbre que genera un eventual choque de Syriza con Europa, y en todo caso retrasar el proceso hasta febrero no le habría reportado ninguna ventaja. Al mismo tiempo cuenta con la paciencia de Europa, interesada en el status quo, y que probablemente apoyará el aplazamiento (los parlamentos de Alemania, Finlandia y Holanda aún tienen que votar lo aprobado por el Eurogrupo).
Las fechas del 29 de diciembre y de finales de enero son claves, por tanto, para el devenir de Grecia en los próximos años; y el resto de Europa estará observando, ya que si el gobierno griego pierde su apuesta, habría por primera vez en Europa un gobierno en un país con alta deuda que, aunque sin mayoría absoluta (sería muy difícil que Syriza la consiguiera a pesar del sesgo mayoritario de la ley electoral), querría renegociar toda la estrategia de ajuste de los últimos años.