LA FRANCÁFRICA O EL IMPERIO NEOCOLONIAL FRANCÉS
Francia salió oficialmente del continente africano entre las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado. A regañadientes, tuvo que aceptar la independencia de una veintena de colonias que ya no querían seguir bajo las directrices de París. Sin embargo, a pesar de evaporarse sus posesiones continentales, Francia consiguió salvar una superestructura política, económica y cultural que medio siglo después todavía mantiene.
En pleno siglo XXI, el África francesa, y por extensión buena parte del continente, no ha conseguido resolver los problemas estructurales que le persiguen desde la oleada descolonizadora. A la debilidad política e institucional, una economía fundamentalmente agraria y guerras que parecen no acabarse nunca se le suman en los últimos años un alud de amenazas de índole transnacional, caso del terrorismo de corte islamista o las redes de crimen organizado que pululan por la zona, dejando a muchos países al borde del colapso.
Por ello, Francia se ha erigido guardián de sus excolonias. En una mezcla entre pragmatismo y neocolonialismo, París protege sus intereses políticos y económicos al mismo tiempo que rescata parte de su identidad perdida y se hace con un “patio trasero” en el que cabe considerarse hegemónico, algo que pocos países pueden afirmar en la actualidad. En eso se basa precisamente la idea de la Francáfrica.
Las cadenas de De Gaulle
El proceso de descolonización por parte de Francia no fue mejor ni más ejemplarizante que otros. La táctica, idéntica a la que emprendieron el resto de potencias coloniales, fue demorar los tiempos lo máximo posible, experimentar con estructuras políticas muertas antes de nacer y, en caso necesario, aplicar la mano dura. Así, los territorios que querían obtener la independencia y los líderes que guiaban la causa tuvieron que elegir: o insertarse en el lento proceso que se promovía desde París o decantarse por la vía armada. En parte lo segundo es consecuencia de lo primero. Aunque en los primeros años del proceso descolonizador hubo insurrecciones armadas, exitosas como en Indochina y frustradas como en Madagascar, el resto se dieron como consecuencia de intencionada demora por parte de los franceses en el proceso descolonizador.
Aunque desde París se promulgase con la IV República de 1946 una Constitución que parecía igualar el estatus político de las colonias respecto al de la metrópoli bajo el paraguas de la Unión Francesa, lo cierto es que muchas disposiciones o no se cumplieron o fueron retrasadas a propósito por parte de la administración colonial gala. En buena medida, la guerra de independencia argelina y la revuelta camerunesa de 1955 estuvieron motivadas por los incumplimientos metropolitanos. Así, este proyecto francés, lejos de calmar las reivindicaciones coloniales, estimuló todavía más el independentismo africano.
El advenimiento de la V República se produciría, precisamente, por la desastrosa situación de la guerra en Argelia y el mal diseño de la república anterior. El general De Gaulle, héroe de la Segunda Guerra Mundial, fue llamado a la presidencia en 1958 en una especie de catarsis de la sociedad francesa, desesperada por la situación política del país y temerosa de las amenazas que enviaba el ejército desde Argel. De Gaulle, consciente de que la situación colonial se le escurría a Francia entre los dedos, optó por preparar el escenario político africano antes que intentar salvar una batalla ya perdida.
El rediseño del sistema político francés propulsado por De Gaulle hacia un presidencialismo fuerte dotó al país de una estabilidad que dura hasta la actualidad. En la política para con África, el nuevo presidente propuso un sistema colonial aparentemente abierto pero con un camino político muy marcado. Así nacía en 1958 la Comunidad Francesa, una confederación en la que, antes de integrarse, los territorios africanos pudieron votar su entrada. Salvo el caso guineano, que al rechazar la propuesta del referéndum obtuvo de inmediato la independencia, el resto de territorios aceptaron formar parte de tal entramado.
Al comprobar primero que Guinea era un estado independiente, al contrario que ellos, y que la Comunidad Francesa no tenía demasiada viabilidad como ente político, el entusiasmo del 58 fue efímero, y casi de inmediato los territorios coloniales empezaron a reclamar la independencia. De Gaulle aceptó tal escenario, pero a cambio propuso una serie de condiciones que debían aceptar los nuevos estados. Los líderes africanos, con un razonamiento a caballo entre el independentismo, el panafricanismo y la francofilia (muchos de ellos se habían educado en Francia), aceptaron.
Trece estados (Camerún, Senegal, Togo, Benín, Níger, Burkina Faso, Costa de Marfil, Chad, República Centroafricana, República del Congo, Malí y Mauritania) nacieron así en el África subsahariana. Entre las condiciones impuestas por De Gaulle figuraban el acuartelamiento de tropas francesas en algunos de los nuevos países independientes; heredar las deudas de la época colonial y la aceptación de dos divisas regionales, una para los estados del África occidental y otra para los países de África central, controladas respectivamente por bancos centrales regionales en los que Francia tendría poder de veto. En la teoría, esos nuevos estados eran independientes, aunque desde París se controlaba buena parte de la política monetaria y militarmente seguían dependiendo de las tropas francesas. Se inauguraba así un escenario postcolonial en el que, paradójicamente, las relaciones serían semicoloniales.
El gendarme africano
El resto del siglo XX transcurrió para el África continental francófona como suele desarrollarse en cualquier patio trasero. Los líderes africanos alineados con París tenían la protección de esta, mientras que los mandatarios que intentaban contraponerse a los intereses de la antigua metrópoli iban a tener el escenario más complicado. Así, Francia evitó tantos golpes como los apoyados, y el destino de la Françafrique siguió dependiendo en buena medida de París.
En pleno siglo XXI, la panoplia de situaciones amenazantes tanto para los países africanos del Sahel y el golfo de Guinea como para los intereses franceses en la zona se ha ampliado. Antes, el Elíseo tenía dos escenarios posibles: un golpe de estado o un grupo rebelde campando por una excolonia. En la actualidad, esas cuestiones siguen vigentes, pero factores de índole transnacional se han abierto paso en la agenda. La expansión del yihadismo por el Sahel es una de ellas, pero también encontramos la debilidad crónica de las estructuras estatales, hoy más democráticas que hace medio siglo pero no necesariamente más estables; la piratería en el golfo de Guinea; los cada vez mayores flujos migratorios, de drogas y de armas, además del debilitamiento de los países del Magreb, histórica cobertura geográfica y política entre la zona mediterránea y la región subsahariana.
Del mismo modo, Francia se ha servido de los cambios ocurridos en África a nivel político, económico y social para ir modificando su presencia en las excolonias en base a los intereses que estos nuevos escenarios le suscitaban a París. Cada situación de crisis en la que se miraba al ejército francés como único garante de la paz era una oportunidad geoestratégica para Francia.
Una de estas primeras oportunidades fue en Chad, en 1986. Durante la Guerra de los Toyota, el ejército francés desplegó varios miles de soldados para apoyar al régimen chadiano frente a la invasión de las tropas libias. El resultado de la guerra se saldó con una victoria para Chad, pero Francia no emprendió la vuelta a casa, sino que estableció una base en N’Djamena, la capital del país, un lugar privilegiado para controlar el conflicto en Sudán, la inestabilidad en la República Centroafricana y la propia estabilidad de Chad, cuyo presidente, Idriss Déby, ha sido apuntalado por el Elíseo desde 1990, especialmente durante la guerra civil chadiana entre 2005 y 2010.
Otro de los lugares en los que Francia intervino fue Djibouti, durante la guerra civil que sufrió el país entre 1999 y 2001. De nuevo, la intervención gala supuso un punto de inflexión en el conflicto, y sirvió para afianzar su posición geoestratégica en el Cuerno de África, la península arábiga y el crucial estrecho de Bab el-Mandeb, uno de los cuellos de botella vitales en el comercio global y el transporte de hidrocarburos. De hecho, en este lugar tan aparentemente apartado del “grueso” geopolítico africano es donde se encuentra el mayor contingente francés destacado de manera permanente en África, con cerca de 1500 hombres.
La acción en la Francáfrica se trasladó posteriormente al golfo de Guinea;
Costa de Marfil, la antigua joya subsahariana de Francia, se vio envuelta en una guerra civil entre 2002 y 2007, en la que las tropas francesas, ya estacionadas en el país previamente, hicieron las veces de “pacificadores” por mandato de la ONU. Sin embargo, la situación no mejoraría demasiado desde aquel primer enfrentamiento. Unos pocos años después, en 2011, el país marfileño volvería por los derroteros de violencia tras la negativa del entonces presidente Laurent Gbabo a aceptar la derrota electoral, abandonar el puesto y cederlo al candidato vencedor en los comicios, Alassane Ouattara.
Llegarían entonces las llamadas Primaveras Árabes, con Francia observando desde la orilla norte del Mediterráneo cómo unas aparentes revoluciones democráticas se enquistaban, debilitaban los únicos estados mínimamente estables en África (con la salvedad de Sudáfrica) y facilitaban la extensión de un incendio desde Oriente Medio hasta el Sahel.
Imbuida del espíritu republicano, Francia abogó por la intervención en
Libia junto con Reino Unido, con la esperanza de que el régimen gadafista fuese rápidamente desarticulado y las facciones rebeldes libias conformasen un estado democrático. Sin embargo, por desconocimiento o por inconsciencia, el tándem franco-británico y el resto de la OTAN facilitó la práctica desaparición del estado libio al no fomentar un plan post-Gadafi que estabilizase primero y reconstruyese después el país a nivel político. A día de hoy, otra guerra civil asuela el país, de aspecto tan eternizante como la primera y abriendo las puertas desde Oriente Medio hasta el África occidental como desde la zona del Magreb a la saheliana. Libia era un cuello de botella que Francia descorchó y no supo cerrar.
Consecuencia directa de la conversión libia en Estado fallido sería el inicio de los problemas en el Sahel occidental. Miles de tuaregs que habían engrosado las filas del ejército de Gadafi regresaban ahora a sus regiones originales, llevando consigo buena parte del arsenal libio, de potencia considerable. Así, los grupos tuaregs se vieron con fuerzas para resucitar sus reivindicaciones políticas y enfrentarse al estado maliense. Aliados en un principio con grupos yihadistas como Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) o Ansar Dine, el Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA) consiguió notables victorias, poniendo al ejército maliense en desbandada. Sus reclamaciones eran fundamentalmente de corte independentista, exigiendo al gobierno de Bamako la concesión de independencia al territorio que ellos llaman Azawad (el norte del país), a pesar de ser los tuareg un pueblo tradicionalmente nómada.
Poco duraron sin embargo las alegrías en el bando tuareg. Cuando amenazaban la ciudad de Mopti, antesala de Bamako, sus aliados salafistas optaron por secuestrar el movimiento y reorientar la conquista hacia la constitución de un estado islámico en pleno Sahel. Si la amenaza tuareg era preocupante, a pesar de tener una salida política, la presencia de cientos de yihadistas a unos pocos cientos de la capital maliense hizo saltar las alarmas. La ONU encomendó a la Comunidad de Estados del África Occidental (CEDEAO), la constitución de una fuerza multinacional para detener al combinado de tuaregs y terroristas, sin embargo, el tiempo que necesitaban los estados miembro, además de la poca confianza que se tenía en su éxito motivó que Malí pidiese ayuda formalmente a Francia. El país galo intervino de forma contundente mediante la Operación Serval y en unas pocas semanas a inicios de 2013, las tropas malienses y africanas con ayuda del ejército francés, habían retomado la mayor parte del norte del país, incluyendo los importantes núcleos urbanos.
Después del conflicto malí, Francia todavía intervendría en otro punto caliente de África central: la República Centroafricana. La guerra que carcome el país tuvo en 2013 uno de sus episodios más violentos, con las milicias seleka al borde de entrar en la capital, Bangui. Fue entonces cuando, para dar apoyo a la misión de paz establecida en el país (MISCA), Francia desplegó 2000 militares en dicha ciudad, deteniendo el avance de los seleka y salvando la complicada situación en la que el presidente Bozizé estaba inmerso.
En la actualidad, cerca de 9.000 militares franceses están desplegados en distintos países africanos, la mayoría de ellos insertos en misiones de paz de Naciones Unidas. En buena medida, este modelo francés de intervencionismo funciona con una misión de paz posterior (si es que no la hay previamente). Por el conocimiento de la zona y los intereses mutuos, las tropas francesas hacen el despliegue inicial, contienen la amenaza y estabilizan la situación hasta que una misión de la ONU o la Unión Europea puede hacerse cargo del escenario. Así ocurre por ejemplo en Malí, donde se desarrolla la MINUSMA, en República Centroafricana con la MINUSCA y en Chad con la MINURCAT. Asunto aparte es, claro está, las bases permanentes que Francia tiene en distintos países africanos.
Geoeconomía a la francesa
El papel de Francia en África, lejos de responder a la doctrina de la R2P, tampoco se encamina por los derroteros del romanticismo imperial. La respuesta, como casi todo en este siglo, se encuentra en el interés económico. Sea su patio trasero o no, lo cierto es que Francia tiene enormes ganancias económicas en sus excolonias, tanto a nivel estructural como a nivel coyuntural. Su labor de apagafuegos del continente responde en buena medida a esa dinámica geoeconómica.
Las antiguas colonias de París absorben un 5% de las exportaciones francesas, a la vez que compañías galas en el continente africano extraen las materias primas que se envían posteriormente a Europa. Y eso sin contar con los casi 300.000 nacionales franceses que viven repartidos por las varias decenas de territorios francófonos. Metales en la República Centroafricana; petróleo en Gabón, algodón y oro maliense y uranio nigerino son algunos de los réditos económicos que Francia obtiene por la presencia de sus empresas en África. En este escenario, clave en la seguridad energética gala es la situación en Níger, donde la francesa Areva extrae entre un tercio y un 40% del uranio que utilizan las centrales nucleares francesas para producir dos tercios de la electricidad que consume el país. Por tanto, la ecuación es clara: una desestabilización de Níger puede suponer un serio reto para el suministro eléctrico en Francia.
Si bien Níger no se ha visto envuelta hasta ahora en ningún problema de envergadura, lo cierto es que la Operación Serval en Malí tenía cierto componente preventivo para con el colindante país nigerino. Si los tuareg, o peor aún, los yihadistas, se hacían con el control del norte de Malí, controlarían la frontera con Níger, pudiendo penetrar en el país con facilidad, poniendo así en jaque la seguridad energética de Francia.
Sin embargo, tampoco podemos olvidar la conveniencia que para Francia tiene la existencia de los propios estados en el África occidental y central. La construcción monetaria que dejó resuelta De Gaulle ha sido enormemente favorable para la economía francesa, aunque no tanto para las distintas economías africanas.
Con la independencia se crearon en el África francesa dos regiones monetarias, una en torno al Franco CFA del África Occidental y otra alrededor del Franco CFA del África Central, cada una dirigida por un banco central independiente. A pesar de las similitudes nominales, en la práctica eran y son dos uniones monetarias completamente diferenciadas, aunque en sus relaciones para con Francia los parámetros son idénticos.
Una de las teóricas ventajas de estos acuerdos monetarios para los recién nacidos estados era que sus monedas tenían un cambio fijo respecto al franco primero y el euro después (en la actualidad son 655,95 francos CFA por euro). Esto, a pesar de ser una medida proteccionista del comercio por parte francesa, era una garantía de estabilidad monetaria para los estados africanos. Sin embargo, las contrapartidas que tuvieron que aceptar, explícitas o implícitas, fueron numerosas. Además del comentado poder de veto del Banco Central de Francia en los bancos centrales regionales, el 50% de las reservas de divisas de los distintos países de ambas zonas monetarias debe ser depositado en el banco central francés, lo que en la práctica ha supuesto y supone una inyección de liquidez y estabilidad para el propio Tesoro galo. Del mismo modo, aunque francos occidentales y francos centrales tengan el mismo tipo de cambio respecto al euro, no existe posibilidad cambiaria entre ellos, creando una poderosa barrera para la integración económica africana. Divide y vencerás, pensarían en París.
Los efectos de esta relación postcolonial han profundizado las relaciones de dependencia económica y política de los estados africanos respecto de Francia. Partiendo de la existencia del cambio fijo y libre entre los francos africanos y el euro, esto ha permitido a numerosas empresas europeas, y particularmente francesas, repatriar los beneficios a Europa sin ningún tipo de coste, desincentivando la inversión en los países africanos. Igualmente, cabe considerar el hecho de que el tipo de cambio está sobrevaluado, protegiendo así las inversiones galas en África y disminuyendo la competitividad de las economías africanas.
La dependencia de los francos africanos respecto a la política monetaria de Francia se ha demostrado total. Las sucesivas devaluaciones del franco francés en la segunda mitad del siglo XX –hasta 14– arrastraron en la misma medida a los francos CFA, haciendo incapaces a los estados africanos de controlar su inflación, su deuda pública y su competitividad exterior. Aunque las devaluaciones en París eran beneficiosas para aumentar la competitividad económica gala, lo cierto es que en los estados africanos se producía el efecto contrario, agravando los desequilibrios comerciales y perjudicando su desarrollo económico.
¿Una política exterior viable?
Desde 2007 Nicolas Sarkozy y desde 2012 François Hollande insisten en que la idea de la Francáfrica está en retroceso y Francia ya no se guía por esas premisas a la hora de actuar y tratar con estados africanos, en otro tiempo colonias. Sin embargo, poco ha cambiado en las relaciones entre ambos actores. La dominación económica sigue presente y las intervenciones, motivos aparte, han continuado sucediendo. Por mucho que los premieres galos insistan en la obsolescencia del concepto francafricano, lo cierto es que a Francia nunca le ha dejado de compensar mantener tal sistema.
Así, a Francia se le plantean en la actualidad dos posibilidades muy distintas y en buena medida incompatibles. Por un lado, seguir actuando de manera hegemónica en la región, perpetuando la dependencia de los estados africanos respecto del poder francés o dejar que estos actúen de manera autónoma pero coordinada.
Desde un punto de vista pragmático, a Francia le conviene actuar de manera paternalista en la región de sus excolonias africanas, pero no dejaría de ser un anacronismo en un mundo globalizado, donde prima la integración regional y las hegemonías “medias” en detrimento de la unipolaridad. Para la propia mentalidad francesa –política, social y cultural–, este patio trasero es importante; supone la continuidad de la idea imperial de Francia solo que de manera dulcificada, algo que ni Reino Unido mantiene a día de hoy. Del mismo modo, acentúa el papel de Francia en el mundo actual y le da su propio espacio en el que moverse libremente, algo que París no ha conseguido mantener ni en la propia Unión Europea, cediendo lentamente la co-centralidad política a Berlín. Así, desde una perspectiva global, Francia consigue mantener una importancia que Alemania o Reino Unido no tienen o han perdido.
Por ello, un repliegue sería un shock identitario para Francia sin precedentes desde hace medio siglo, y probablemente un acicate argumentativo para la extrema derecha sobre la debilidad política de Francia. En este escenario, buena parte de su seguridad económica y energética estaría encomendada a estados política y militarmente débiles y a unos procesos de integración excesivamente lentos, en un momento en el que para los estados africanos las amenazas transnacionales son de importancia considerable sin que hayan desaparecido completamente las amenazas tradicionales. Además, cabe considerar que en África no terminan de consolidarse las potencias regionales, haciendo inútil cualquier política de hegemonía regional “africanista”.
Por otra parte, Francia debe ser consciente de que las debilidades económicas y políticas, tanto nacionales como regionales, han sido causadas en buena medida por la política neocolonial francesa desde las independencias africanas.
La idea de la Francáfrica, por mucho que insistan los dirigentes galos en lo contrario, sigue presente. En una época en la que el idealismo moderado se mezcla con el pragmatismo nacional, una retirada francesa de África parece muy improbable. Hasta cierto punto se ha legitimado esta práctica por el repliegue de los Estados Unidos de la zona atlántica, que pretende dejar los asuntos de la vertical europea en manos de la misma, a pesar de los evidentes fracasos y debilidades que hasta hoy han demostrado las intervenciones de la OTAN y la Unión Europea fuera de suelo comunitario.
Sin embargo, llegado el momento, Francia debería considerar el apoyo al fortalecimiento de las estructuras regionales e
iniciar una segunda descolonización. Para el pleno desarrollo del África francesa –así como del África anglófona colindante–, el desmantelamiento de la superestructura heredada de la descolonización es un paso ineludible. Hasta entonces, las tropas francesas serán uno de los pocos garantes de la estabilidad en África. Fuente: Elordenmundial.com