Por casualidad ví en la televisión cómo un colombicultor explicaba que en épocas de hambre en España se criaban palomos que se soltaban para que ligaran con alguna hembra, trajeran a su vuelta a las jaulas a las palomas conseguidas y que éstas sirvieran de cena esa noche. El otro día contaba Perpe, que vive en Shanghai, que allí hay un mercado de compra-venta de palomas y de sus huevos porque se las comen. En la Gran Depresión se hizo famosa una frase de Grocuho Marx: “No entiendo de economía, pero sé que las cosas van bien cuando son los neoyorkinos los que dan de comer a las palomas y no las palomas las que dan de comer a los neoyorkinos”. Es decir, estamos en crisis, hemos perdido mucho con ella, pero aún somos –en la Europa del siglo XXI en comparación a muchas zonas del planeta- unos privilegiados. Por supuesto tenemos toda la razón para quejarnos, tenemos derecho a ello y debemos hacerlo porque no es justo aceptar una involución como la que está provocando toda esta situación pero nuestro problema –al menos aún- es de calidad de vida mientras que para cientos de millones de personas el problema es la supervivencia.
Por razones –también de casualidad y que no vienen al caso- acabé ayudando a un cura con el aluvión que –antes de esta crisis- tenía de inmigrantes ilegales, especialmente con los de Europa del Este, que apenas chapurreaban algo de inglés y con los que no conseguía comunicarse. Era una labor enriquecedora y con la que aprendí mucho, desde cómo viven realmente los que duermen en la calle (su complicidad por ejemplo con encargados de grandes almacenes para asearse en los baños a unas determinadas horas) a las condiciones de los que consiguen, sin tener papeles, alguna habitación en algún piso-patera pasando por entender el pánico que suelen sentir todos por usar los albergues municipales por el miedo a robos (es curioso cómo los inmigrantes de un país de quién más desconfían es de los inmigrantes de otro país) etc. Y el proceso siempre era el mismo: en un primer momento, asustados como estaban por una posible deportación, agradecen exageradamente toda la atención que se les muestra, sus caras de alegría son toda una motivación pero en cuanto pasan algunos semanas y a veces en días, empiezan a poner peros a la ayuda que reciben. Recuerdo que nos llegó un cargamento de latas de kilo de carne en salsa procedentes del Ministerio de Asuntos Exteriores y que estaban destinadas a ayuda a países árabes (¿por qué llegó a un almacén de comida de Barcelona? Yo también lo pregunté pero nadie me lo supo explicar). El caso es que la etiqueta estaba en español y árabe y decía que el 100% del contenido era ternera (si no lo hacían así, por motivos religiosos podían rechazarlo al pensar que pudiera ser cerdo) y las repartimos pensando que estábamos ofreciendo un producto de mayor calidad de la habitual pero al día siguiente uno me dijo que se lo diera a mi perro, que estaba muy salado. También pasaba que ayudabas a alguien y luego lo veías comprando cervezas en el supermercado…
Pero la cosa fue peor con la crisis y la llegada de nacionales a los comedores: personas que se quejaban de la calidad de la comida, de que los yogures caducaban ese mismo día, de que tenían muy malas digestiones cada vez que comían allí… como dice el título del artículo todo esto es subjetivo y lo mismo otro ha visto otra cosa pero en general ver a personas que se aprovechan de un comedor social para ahorrar y así poder pagar la letra de la hipoteca de ese mes cuando en otro lugar del mundo ese mismo alimento podría salvarle la vida a otro ser humano, me superaba. Me hizo valorar mucho más el trabajo tan poco reconocido de los miles de voluntarios que trabajan en el sector de la caridad en España. Yo no pude soportarlo y como ya no me necesitaban para el lenguaje porque los inmigrantes extranjeros se redujeron al mínimo me dediqué de nuevo a colaborar sólo económicamente pero desde esta experiencia siempre enfocado al Tercer Mundo, donando fondos hacia donde de verdad se puede salvar una vida, no sólo por el alimento, también por ejemplo financiando una escuela cuya gratuidad hay familias en España que no valoran.
Sé que esto que digo es impopular, que la mayoría cree que la solidaridad debe aplicarse primero a los españoles y luego a los demás, que estamos en una sociedad donde la noticia no es que fallezcan 10 montañeros en un alud en el Himalaya sino que uno de ellos sea un compatriota como si su muerte tuviera más valor. Y lo entiendo, si desde niños se nos educa en resaltar las diferencias en lugar de las semejanzas con el resto de miembros de nuestra especie, se nos dice que nuestra tierra es la mejor, nuestro equipo de fútbol el que siempre debe ganar, nuestra religión la única verdadera etc. se nos queda enganchado en el cerebro, por eso la mayoría de la gente es nacionalista –con estado o sin estado, ese es otro tema- y entiendo que mi postura es minoritaria pero cada uno es como es. Dejemos pues para otro artículo un “economía subjetiva: nacionalismo” (de paso, aunque lo voy retrasando cada semana porque me parece un debate estéril, valorando económicamente una posible secesión dentro de España) y quizás otro en el que trate también sobre la solidaridad pero no de la voluntaria, sino de la obligatoria: los impuestos. Tampoco mi postura es la más popular en ese tema.
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La Waldorf School de Peninsula, en California, es una de las escuelas privadas que eligen los hiperconectados empleados de Google, Apple y otras empresas de punta de la computación para que sus hijos se eduquen alejados de todo tipo de pantalla, según un informe del diario Le Monde sobre una nueva tendencia tech: la desconexión.
Tres cuartos de los alumnos inscriptos en la Waldorf son vástagos de personas que trabajan en el área de las nuevas tecnologías. "La gente se pregunta por qué profesionales de la Silicon Valley, entre ellos algunos de Google, que parecen deberle mucho a la industria informática, envían a sus hijos a una escuela que no usa computadoras", comentó Lisa Babinet, profesora de matemáticas y cofundadora de la escuela primaria, en la conferencia anual Google Big Tent.
El periódico francés recoge el testimonio de uno de estos padres: Pierre Laurent, que eligió esta escuela porque cuestiona la tendencia actual a equipar en informática a las clases desde una edad cada vez más temprana. "La computadora no es más que una herramienta. El que sólo tiene un martillo piensa que todos los problemas son clavos", dice. "Para aprender a escribir, es importante poder efectuar grandes gestos. Las matemáticas pasan por la visualización del espacio. La pantalla perturba el aprendizaje. Disminuye las experiencias físicas y emocionales".
En la Waldorf esa limitación no existe: se aprende a sumar y a restar dibujando o saltando a la cuerda. Consultado acerca de si no le preocupa que sus hijos estén en desventaja por este retraso en el uso de la PC, Laurent responde: "No sabemos cómo será el mundo dentro de 15 años, las herramientas habrán tenido tiempo de cambiar muchas veces. Por haber trabajado 12 años en Microsoft, sé hasta qué punto los softwares son preparados para ser del más fácil acceso posible". También recuerda que todos los alumnos de la Waldorf tienen computadora en sus casas. La cuestión se reduce entonces a decidir cuándo levantar las limitaciones a su uso.
Richard Stallman, el gurú del software libre, trabaja desconectado: "La mayor parte del tiempo no tengo Internet. Una o dos veces por día, a veces tres, me conecto para enviar y recibir mis correos. Releo todo antes de enviar".
Así como por un lado muchas personas sufren de nomofobia, es decir el miedo a no estar conectado (teléfono, Internet, etc.), otros ya empiezan a dar la vuelta y a recuperar el placer de la desconexión. Fred Stutzman, investigador de la Carnegie Mellon University, desarrolló incluso un programa llamado Freedom que bloquea el acceso a Internet durante 8 horas seguidas, obligando a reiniciar la computadora para reactivar el servicio. Deseoso de poder escribir sin distracciones, también diseñó Anti-social, un software que permite el acceso a Internet pero sin diversiones tales como Facebook y Twitter. "Las computadoras se han convertido en máquinas de distracción. Hay que equiparse hoy de funcionalidades que las devuelvan a su rol de máquina de escribir", dice. "Es una forma de comprar tiempo".
Sherry Turkle, del Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT, por sus siglas en inglés), autora del libro Alone Together (Solos juntos), dice que mirar sus mails o SMS frente a otros puede ser tan contagioso como un bostezo: "La gente pasa 90% de su tiempo de trabajo con los mails, y en su casa envían SMS estando a la mesa".
El informe de Le Monde pronostica que cada vez habrá más gente pidiendo asistencia para desonectarse. No es un fenómeno de masas, sino más bien una tendencia minoritaria que involucra más bien a los sectores más acomodados. "Algunos tienen el poder para desconectarse y otros, el deber de permanecer conectados", dice el sociólogo Francis Jauréguiberry, que investiga el tema. Los "pobres" de la tecnología son los que no pueden eludir la responsabilidad de responder de inmediato un correo electrónico o un mensaje de texto. Los nuevos ricos, por el contrario, son aquellos que tienen la posibilidad de filtrar e instaurar distancia respecto a esta interpelación. Lo mismo, dice Jauréguiberry, pasó con la televisión: el sobreconsumo es cosa de las clases populares.
¿Desconectarse es un lujo?
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Grande Droblo, me ha encantado eso de:
“No entiendo de economía, pero sé que las cosas van bien cuando son los neoyorkinos los que dan de comer a las palomas y no las palomas las que dan de comer a los neoyorkinos”
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Parafraseando: “No entiendo de economía, pero sé que las cosas no iran bien si los intereses económicos de una minoría prevalecen sobre los intereses humanos y sociales de la mayoría”
Y un ejemplo, de hoy, de a donde nos vamos si el único criterio es el económico.
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