En 1959, año en el que el Ministro Ullastres sacó adelante su Plan de Estabilización, para liberalizar la economía española, Extremadura rozaba el millón y medio de habitantes, mientras que Cataluña llegaba a tres millones ochocientos mil. Cincuenta años después Cataluña doblaba su población y Extremadura, por el contrario, se estancaba en poco más del millón, un conjunto envejecido y en regresión. ¿Qué pudo ocurrir para tan brutal distanciamiento entre dos territorios que, a principios del siglo XX y en el contexto de una sociedad básicamente agrícola, tenían un Producto Interior Bruto similar, al margen de su redistribución.
Es verdad que en el último tercio del XIX la Restauración Borbónica otorgó a Cataluña un trato de favor, a través de ciertos monopolios como el del Tabaco de Filipinas o el Textil, arrancando un impulso industrial diferenciado del latifundismo agrario del sur, surgido de la Desamortización y encabezado por un poder caciquil, casi esclavista. También que la Dictadura de Primo de Rivera alentada, en gran medida, por la Lliga de Cambó, el partido de la derecha catalana, impulsó a Barcelona. Sin embargo la abismal zanja demográfica debería explicarse en detalle, porque si Extremadura hubiera recibido un trato similar a Cataluña tendríamos una población de tres millones, magnitud suficiente para nuestra solvencia como sociedad.
La clave estuvo en el papel colaboracionista, sin fisuras, que la burguesía catalana prestó al régimen de Franco, cuyo triunfo bélico celebró sin pudor. No fue casual que el redactor del Plan de Ullastres, fuera Joan Sardá i Dexeus, prestigioso Economista de corte liberal, catedrático de la Universidad de Barcelona. A partir de ahí los Planes de Desarrollo vaciaron el mundo agrario español para transferir su población activa a los núcleos industriales. Desde 1960, en década y media, Extremadura perdió más medio millón de habitantes. Más de un tercio de ese injusto desalojo terminó en Cataluña como mano de obra barata, del mismo tronco cultural y fácilmente manipulable (nada que ver con la de origen islámico, que tensiona Francia y amenaza su futuro, como resalta Houellebecq en “Sumisión”, su última novela).
Los gobiernos tecnócratas del Opus, orquestados por López Rodó, a la sombra de Carrero Blanco, aseguraron abundante mano de obra extremeña para la locomotora industrial española, el papel que el régimen otorgó a Cataluña. Con un modelo ultraliberal, subvencionado y protegido por el propio Estado, creció el tejido productivo de Cataluña, con todo el mercado español a su disposición: fábricas de diverso tipo, de automoción y subsidiarias, de servicios, así como la construcción de los barrios de ensanche, para las oleadas poblacionales llegadas del Sur.
Gran parte de España se mantuvo, intencionadamente, en el subdesarrollo, por exigencias de aquel guión desarrollista. Fue así como los explotadores, los banqueros travestidos en políticos, los especuladores, desarraigaron a tantos y tantos de la tierra de sus ancestros. Todo ese sufrimiento para otorgar, ahora, una nueva patria, o una nueva lengua, a quienes las regalaron con generosidad en el Nuevo Mundo. Un desprecio inaceptable para los que robustecieron el secular trayecto histórico compartido. Pregonan que España roba a Cataluña, como pirueta dialéctica, aprovechando la crisis, y señalan como culpables al resto de los españoles, como vulgar, y desmontable, estrategia para ocultar la corrupción – Banca Catalana, Liceo, “tres por ciento”, familia Pujol – de una facción de poder que instrumentaliza la independencia como bálsamo total.
O enseña su cariz totalitario cuando amenaza con anexionarse otros territorios, con el consentimiento cómplice de cierta izquierda, ¿nacionalista?, que pisotea su significación jacobina y su sello internacionalista. Qué clase de izquierda es esta que haría removerse a Bertolt Brech en la tumba, por su apoyo decidido a los postulados de una burguesía corrupta, tan similar a la de su inmortal obra, Arturo Ui, en aquella ficción tan acertada sobre el ascenso del nazismo. Olvidan, aunque sea anecdóticamente, que España entera se reflejó con orgullo en la Olimpiada de Barcelona, conseguida gracias al empeño político de los socialistas que pudieron consagrar a Madrid, bien dotada para el evento, pero otorgaron la llama y la gloria a la Ciudad Condal, con la decisiva intervención de un falangista de la primera época, fervoroso camisa azul, el camarada Samaranch. Conviene refrescar la memoria para que se sepa cómo fueron los orígenes, las metamorfosis convenientes y los olvidos interesados de este pintoresco montaje nacionalista, tan amnésico sobre algunos de sus lances, relieves de identidad o prohombres.
Repugna a la razón solidaria, que quienes abogan por acoger refugiados, con parámetros de igualdad, abjuren de sus compatriotas. Frente a tal miseria moral debemos pregonar, ante los demócratas del mundo, que Cataluña es también el esfuerzo de otros españoles que fueron desplazados y explotados. Como los emigrantes de Extremadura. Resultaría exigible, por tanto, que en los tribunales internacionales se evaluara el daño infringido al desarrollo de los pueblos expoliados, demandando compensaciones, si la locura secesionista continuara. Sería la vía obligada de resarcir, a esos territorios, del daño de aquel trato colonialista más que evidente. Y a los políticos exigirles rigor en las actuaciones y firmeza en las demandas. Quién detendría, de lo contrario, otras acciones miméticas que desembocaran en la descomposición del Estado, el mejor potencial de progreso que ha conformado la humanidad.
Tal vez, en un tema tan serio como este, Rajoy haya pretendido jugar al límite. Es posible que con intereses electorales de por medio y creyendo que, a posteriori de la pretendida declaración de independencia unilateral, una acción autoritaria del tenor de la que aplicó la II República sería suficiente y además le otorgaría el triunfo en las inmediatas generales, frente a una izquierda sin agallas. Porque el tema de la unidad de España preocupa a la inmensa mayoría de los ciudadanos que exigen, sin demora, un nuevo marco democrático, desde el Estado, para el progreso de los pueblos de la vieja “piel de toro”. Con decisiones políticas, democráticas pero sin vacilar, que impidan este desgarro inaceptable
4 comentarios
j.r. mora CADA DIA PEOR….
dedicate a otra cosa…..
En 1959, año en el que el Ministro Ullastres sacó adelante su Plan de Estabilización, para liberalizar la economía española, Extremadura rozaba el millón y medio de habitantes, mientras que Cataluña llegaba a tres millones ochocientos mil. Cincuenta años después Cataluña doblaba su población y Extremadura, por el contrario, se estancaba en poco más del millón, un conjunto envejecido y en regresión. ¿Qué pudo ocurrir para tan brutal distanciamiento entre dos territorios que, a principios del siglo XX y en el contexto de una sociedad básicamente agrícola, tenían un Producto Interior Bruto similar, al margen de su redistribución.
Es verdad que en el último tercio del XIX la Restauración Borbónica otorgó a Cataluña un trato de favor, a través de ciertos monopolios como el del Tabaco de Filipinas o el Textil, arrancando un impulso industrial diferenciado del latifundismo agrario del sur, surgido de la Desamortización y encabezado por un poder caciquil, casi esclavista. También que la Dictadura de Primo de Rivera alentada, en gran medida, por la Lliga de Cambó, el partido de la derecha catalana, impulsó a Barcelona. Sin embargo la abismal zanja demográfica debería explicarse en detalle, porque si Extremadura hubiera recibido un trato similar a Cataluña tendríamos una población de tres millones, magnitud suficiente para nuestra solvencia como sociedad.
La clave estuvo en el papel colaboracionista, sin fisuras, que la burguesía catalana prestó al régimen de Franco, cuyo triunfo bélico celebró sin pudor. No fue casual que el redactor del Plan de Ullastres, fuera Joan Sardá i Dexeus, prestigioso Economista de corte liberal, catedrático de la Universidad de Barcelona. A partir de ahí los Planes de Desarrollo vaciaron el mundo agrario español para transferir su población activa a los núcleos industriales. Desde 1960, en década y media, Extremadura perdió más medio millón de habitantes. Más de un tercio de ese injusto desalojo terminó en Cataluña como mano de obra barata, del mismo tronco cultural y fácilmente manipulable (nada que ver con la de origen islámico, que tensiona Francia y amenaza su futuro, como resalta Houellebecq en “Sumisión”, su última novela).
Los gobiernos tecnócratas del Opus, orquestados por López Rodó, a la sombra de Carrero Blanco, aseguraron abundante mano de obra extremeña para la locomotora industrial española, el papel que el régimen otorgó a Cataluña. Con un modelo ultraliberal, subvencionado y protegido por el propio Estado, creció el tejido productivo de Cataluña, con todo el mercado español a su disposición: fábricas de diverso tipo, de automoción y subsidiarias, de servicios, así como la construcción de los barrios de ensanche, para las oleadas poblacionales llegadas del Sur.
Gran parte de España se mantuvo, intencionadamente, en el subdesarrollo, por exigencias de aquel guión desarrollista. Fue así como los explotadores, los banqueros travestidos en políticos, los especuladores, desarraigaron a tantos y tantos de la tierra de sus ancestros. Todo ese sufrimiento para otorgar, ahora, una nueva patria, o una nueva lengua, a quienes las regalaron con generosidad en el Nuevo Mundo. Un desprecio inaceptable para los que robustecieron el secular trayecto histórico compartido. Pregonan que España roba a Cataluña, como pirueta dialéctica, aprovechando la crisis, y señalan como culpables al resto de los españoles, como vulgar, y desmontable, estrategia para ocultar la corrupción – Banca Catalana, Liceo, “tres por ciento”, familia Pujol – de una facción de poder que instrumentaliza la independencia como bálsamo total.
O enseña su cariz totalitario cuando amenaza con anexionarse otros territorios, con el consentimiento cómplice de cierta izquierda, ¿nacionalista?, que pisotea su significación jacobina y su sello internacionalista. Qué clase de izquierda es esta que haría removerse a Bertolt Brech en la tumba, por su apoyo decidido a los postulados de una burguesía corrupta, tan similar a la de su inmortal obra, Arturo Ui, en aquella ficción tan acertada sobre el ascenso del nazismo. Olvidan, aunque sea anecdóticamente, que España entera se reflejó con orgullo en la Olimpiada de Barcelona, conseguida gracias al empeño político de los socialistas que pudieron consagrar a Madrid, bien dotada para el evento, pero otorgaron la llama y la gloria a la Ciudad Condal, con la decisiva intervención de un falangista de la primera época, fervoroso camisa azul, el camarada Samaranch. Conviene refrescar la memoria para que se sepa cómo fueron los orígenes, las metamorfosis convenientes y los olvidos interesados de este pintoresco montaje nacionalista, tan amnésico sobre algunos de sus lances, relieves de identidad o prohombres.
Repugna a la razón solidaria, que quienes abogan por acoger refugiados, con parámetros de igualdad, abjuren de sus compatriotas. Frente a tal miseria moral debemos pregonar, ante los demócratas del mundo, que Cataluña es también el esfuerzo de otros españoles que fueron desplazados y explotados. Como los emigrantes de Extremadura. Resultaría exigible, por tanto, que en los tribunales internacionales se evaluara el daño infringido al desarrollo de los pueblos expoliados, demandando compensaciones, si la locura secesionista continuara. Sería la vía obligada de resarcir, a esos territorios, del daño de aquel trato colonialista más que evidente. Y a los políticos exigirles rigor en las actuaciones y firmeza en las demandas. Quién detendría, de lo contrario, otras acciones miméticas que desembocaran en la descomposición del Estado, el mejor potencial de progreso que ha conformado la humanidad.
Tal vez, en un tema tan serio como este, Rajoy haya pretendido jugar al límite. Es posible que con intereses electorales de por medio y creyendo que, a posteriori de la pretendida declaración de independencia unilateral, una acción autoritaria del tenor de la que aplicó la II República sería suficiente y además le otorgaría el triunfo en las inmediatas generales, frente a una izquierda sin agallas. Porque el tema de la unidad de España preocupa a la inmensa mayoría de los ciudadanos que exigen, sin demora, un nuevo marco democrático, desde el Estado, para el progreso de los pueblos de la vieja “piel de toro”. Con decisiones políticas, democráticas pero sin vacilar, que impidan este desgarro inaceptable
tienes la gracia en el culo JR Mora
No sé, no le veo la gracia…