Según estudios, la mentira es algo subyacente a la naturaleza humana. Los niños aprenden a mentir alrededor de los tres años de vida, conforme se van dando cuenta de que pueden ocultar sus pensamientos a los demás, de modo que, a los cinco o seis años, el 90% de los niños son capaces de mentir. Tanto es así, que a un psicólogo le preocuparía tanto ese 10% que no ha aprendido a mentir a esa edad, que un niño que lo hace de manera indiscriminada.
Por tanto, está claro que todos nos alejamos de la verdad. Hemos aprendido a engañar desde que éramos niños pequeños y racionalizamos las mentiras que nos benefician. Decimos pequeñas mentiras a diario con tal de que los demás se sientan bien. El asunto se complica cuando esa persona miente en el desempeño de su vida pública como político. En ese ámbito, es más tentador mentir. Las mentiras empiezan a repetirse y pueden tener un efecto persistente, incluso si ya fueron desacreditadas. Igualmente, se cumple el hecho de que es más fácil urdir una mentira cuando tu interlocutor es una comunidad de varios miles (o millones) de votantes desconectados entre sí, que si es una sola persona, o varias con conexión directa entre ellos.
Es por eso que la irrupción de los medios de comunicación, tan masivos y tan impersonales, hayan tenido, como uno de sus efectos principales, el aumento espectacular de las mentiras que estos profesionales de la política son capaces de lanzar. Otro de sus efectos es la posibilidad de que esas mentiras se hagan más evidentes conforme se confronta la información disponible, aunque los efectos sobre el político mentiroso no se ajusten al calibre de las mentiras.
Un ejemplo de esto ha sido durante la campaña de las elecciones andaluzas, cuando los candidatos hicieron públicos sus bienes, y la principal aspirante declaró que dispone de 80,69 euros en su cuenta corriente, además de una vivienda de 14.212 euros de valor catastral y un depósito bancario de 30.000. Es evidente que con esta declaración se produce un acercamiento a las clases bajas y medias, en el sentido “pertenencia” a esas clases. Al fin y al cabo, no es sino una treta más como besar bebés, tomarse una tapa en el bar del pueblo o hacer la compra en el mercadillo. En un país donde, según los datos de Eurostat, alrededor de un 15,6% de los hogares tiene dificultades para llegar a fin de mes, no hay nada más humanizador, que acerque tanto al político de turno a la potencial masa de votantes, que ese contador casi al rojo en la cuenta corriente.
Pero también podría ser entendido como algo contraproducente: ¿qué clase de administrador puede ser una persona que, con el sueldo que tiene asignado sólo puede hacer alarde de su pobreza? Por otra parte, ¿no demuestra esto que los políticos son capaces de mentir absolutamente en todo con tal de conseguir el escaño? ¿y no es esa la prueba de que serían también capaces de mentir, no solo a los votantes, sino a los periódicos, a sus compañeros de profesión y hasta a un mismo juez, con tal de conservar lo alcanzado? Sobre todo, recordando el análisis realizado por “El Mundo”, en el que se muestra que alrededor de dos terceras partes de las declaraciones de bienes de los Diputados del Congreso estaban incompletas o mal rellenadas.
El fenómeno de la mentira está muy extendido en el ámbito de los negocios, de tal modo que se asocia a un empresario de éxito la capacidad para engañar y desconcertar a sus rivales. Sin embargo, el mercado tiene suficientes medios para controlar a los mentirosos:
Por un lado, el empresario necesita el favor del mercado para triunfar: clientes, acreedores, accionistas y proveedores. La pérdida de confianza destruye al empresario al momento. El político no necesita el favor del “mercado”, es decir, de la gente, tan sólo de su partido, mientras éste siga confiando en él, podrá seguir optando a cargos públicos.
Por otro lado está el tema de la responsabilidad. Un empresario siempre ha de ser responsable de sus acciones. Si vende artículos defectuosos o engañosos, tarde o temprano, pagará tal abuso. Incluso si hace una línea de productos que no gusta al mercado, lo tendrá que retirar. El político no sigue esta norma. De hecho, sólo el poder de la opinión pública puede provocar la dimisión de un político, siendo frecuentes los casos en los que, si un político realiza mal su trabajo, si no trasciende a la opinión pública, la medida que se toma suele ser el ascenso a una plaza menos expuesta y sin recorrido de futuro, léase Senado.
Es un hecho que todo hombre se mueve por incentivos. La vocación del buen político es “servir a la gente” según la opinión popular, pero los incentivos para dedicarse a la política son el beneficio personal. Incluso el que por vocación se dedica a la política no suele triunfar, ya que el corporativismo del sector y la búsqueda de intereses personales lo expulsan. El buen político, el que triunfa, es porque sabe negociar bien con relación a los intereses de su partido y/o Gobierno, lo cual no tiene por qué coincidir con una mejora de las condiciones de vida de la sociedad.
Por tanto, ¿cuánto es capaz de mentir un político? Todo aquello que se le permita. Si las consecuencias de sus actos no trascienden, si no existen mecanismos que exijan responsabilidades de una manera rápida y efectiva, la gratuidad de sus mentiras provocará que éstas sean cada vez más grandes.