Hace poco más de un año vio la luz un libro llamado “Ascenso y caída del crecimiento norteamericano – El nivel de vida norteamericano desde la Guerra Civil”, de un autor llamado Robert J. Gordon. Este libro, que podría ser como tantos otros que se escriben casi cada día sobre economía, tiene dos cosas en particular que le hacen merecedor de una especial atención. En primer lugar, el autor, que, a partir de la publicación de su ensayo, ha estado en boca de todos: desde Lawrence Summers (ex rector de Harvard, ex secretario del Tesoro con Bill Clinton y también asesor de Obama), que lo cita cada vez que le surge la ocasión, hasta medios periodísticos, que toman sus ideas para explicar casi cualquier cosa de índole económica que ocurra en Estados Unidos. La segunda peculiaridad que distingue a este libro es la idea defendida, que razona la sobrevaloración que le estamos concediendo a la revolución digital como factor de crecimiento económico.
La idea defendida en el libro se puede resumir en tres puntos:
- La verdadera revolución tecnológica, que acarreó verdadero crecimiento del bienestar de la sociedad a tasas nunca vistas en la historia de la humanidad ocurrió desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, en lo que se podría denominar el siglo de oro de la humanidad. Tal revolución vino de la mano de la industria farmacéutica, la revolución energética que vino con el desarrollo de la electricidad y el motor de combustión y el desarrollo de las comunicaciones.
- La revolución digital, como continuadora de las invenciones descritas está sobrevalorada: no aporta, ni de lejos, el valor añadido que aportaron las invenciones ocurridas durante ese siglo dorado.
- El crecimiento económico seguirá, pero tendrá difícil volver a aquellas cifras de mediados del siglo XX.
La idea parte del hecho de que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el progreso económico fue increíblemente lento; de hecho, hasta el comienzo de la Revolución Industrial, el nivel de vida se multiplicó por dos, con un crecimiento del 0,00002% cada año.
Entre 1800 y 1870, con la llegada de los telares y la máquina de vapor, volvió a duplicarse, y a partir de ahí fue cuando despegó la economía mundial. La productividad creció a gran velocidad a partir del final del siglo XIX, alcanzó su cima en 1950 y después se frenó. El autor cree que las innovaciones han sido más lentas desde esa época y que los beneficios de las mejoras tecnológicas se han repartido peor. La primera afirmación puede ser discutible, pero la segunda es indudablemente cierta.
¿Los datos? Fáciles, si se mira la serie histórica del crecimiento del PIB de cualquier economía occidental, se verá que, en las últimas 4 décadas, el crecimiento económico se ha dado, pero lejos de las cifras que se alcanzaron unas décadas atrás, y esto, a pesar de la crisis del 29 y de las dos guerras mundiales.
Los inventos que sustentaron este descomunal crecimiento fueron básicamente la electricidad, el saneamiento urbano, los productos químicos y farmacéuticos, el motor de combustión y las comunicaciones modernas. Pero no fue sólo el inventarlos, sino su universalización lo que provocó las altas tasas de crecimiento. Los inventos mencionados se explotaron y perfeccionaron entre 1920 y 1970, y todas las cosas sucedidas desde entonces son meros ecos de aquella gran oleada, según el autor.
La tesis de Gordon es que los métodos convencionales para medir el crecimiento económico omiten algunos de los principales beneficios para el nivel de vida y, por consiguiente, subestiman el progreso. Los criterios normales para medir el crecimiento no tienen en cuenta las mejoras en sanidad ni esperanza de vida, ni tampoco la influencia de la electricidad, el teléfono o el automóvil. La revolución económica provocó que, por primera vez en la historia, las familias fueron liberadas del esfuerzo y el dolor diario del trabajo manual, las labores más pesadas, la oscuridad, el aislamiento y la muerte prematura.
En sólo cien años, la vida cotidiana cambió hasta ser irreconocible. Las labores manuales al aire libre se habían sustituido por el trabajo en espacios interiores climatizados, las tareas domésticas estaban cada vez más en manos de electrodomésticos, la oscuridad se había llenado de luz y el aislamiento había desaparecido gracias a los viajes, al tiempo que las brillantes imágenes de la televisión llevaban el mundo a todos los cuartos de estar. Lo que sucedió entre 1870 y 1970 fue algo único en la historia.
En los años setenta, la subida de los precios del petróleo, el aumento de la desigualdad social y la competencia que comenzaba a darse desde los países emergentes provocaron un descenso de la productividad de la economía occidental. Además, en los últimos años hay que añadir los problemas derivados del envejecimiento de la población, que dificultan el mantenimiento del “Estado del Bienestar” y están dando lugar a un aumento del descontento social.
Y es en este punto en el que Gordon habla de los “tecnoptimistas”, refiriéndose como aquellos que creen que actualmente vivimos una época de esplendor gracias a los nuevos inventos digitales, capaces de redefinir nuestra economía y mejorar sustancialmente nuestro modo de vida. Para el autor, esto es absurdo. Sólo hemos de considerar los datos económicos: no hay pruebas de que se esté produciendo tal transformación.
En opinión de Gordon, las innovaciones actuales son mucho más reducidas y contribuyen mucho menos a mejorar el nivel de vida que las de aquel siglo tan especial. Se está dando, de hecho, una disminución paulatina de la productividad, medida como el PIB de un país dividido por el total de horas trabajadas. De hecho, podría verse que la tercera revolución industrial (la digital) está teniendo menor impacto económico que la segunda (la de la electricidad y el motor de explosión), lo que podría hacer buena la frase del Nobel Peter Solow: “La era de los ordenadores se ve en todas partes excepto en las estadísticas de productividad”.
Una posible explicación de esta disminución de productividad podría venir del hecho de que realmente producimos más bienes y a menor coste que antes. Esto está provocando un desplazamiento del factor humano en los procesos de producción en favor de la mecanización, lo que aumenta el desempleo y un aumento de empresas de servicios dedicadas al ocio y a la mejora de la calidad de vida.
Así pues, ¿estamos realmente asistiendo a una época en la que realmente la aportación digital no está siendo tan importante como aportaciones tecnológicas de épocas anteriores, o sí que está realmente aportando productividad, pero se disipa en aumentar calidad de vida, algo que difícilmente se puede medir con los indicadores económicos tradicionales?