Las guerras más terribles (y las más devastadoras) que el primer mundo está sufriendo no son de tanques o misiles, de hecho, entre los arsenales de las grandes potencias hace ya tiempo que no cuentan como armas principales tales artilugios. Las guerras son verbales, diplomáticas y, sobre todo, comerciales. Así, embargos comerciales, sanciones y subidas de aranceles están a la orden del día refrendados o desafiados por ensayos de armas reales que, por fortuna, con un poco de suerte, dormirán en los arsenales una vez cumplida su misión de la amenaza y el desafío.
Porque la guerra despiadada, la verdadera guerra, se está llevando a cabo en despachos, en los que se decide cómo invadir mercados de productos propios, cómo imponer tus bienes y servicios frente a los de la competencia y cómo ayudar a tus compañías a que dominen los mercados mundiales, lo que redundara a aumentar el poder económico, tecnológico y, como no, político, de tu propio país.
En realidad, nada nuevo bajo el sol, de hecho, este íntimo matrimonio entre empresas nacionales que se expandieron por el mundo a la búsqueda de mercados, materias primas y monopolios fue, junto con el colonialismo (el de verdad, el que consistía en la conquista de territorios en ultramar, y no el de ahora, que “sólo” es económico) el ingrediente principal de la prosperidad europea de finales del siglo XIX, que se malogró con las dos grandes guerras mundiales.
El caso es que, de las grandes Compañías de las Indias, hemos pasado a las grandes tecnológicas, los gigantes de Internet, junto con los grandes fabricantes del sector de la telefonía, la robótica y la informática. Estas empresas que, a pesar de ser internacionales, tienen muy claro cuál es su bandera, se han convertido en las principales armas de los gobiernos.
Así, como ejemplo se podría hablar de Huawei, que aparte de fabricar móviles, anda a la cabeza en la implantación de la tecnología 5G en medio planeta. Estados Unidos ha detectado que dejar esa implantación en una empresa íntimamente ligada (como todas las de su país) al gobierno chino, puede suponer, como mínimo, permitir la creación de una dependencia de un sector cada vez más estratégico en manos de un país extranjero. Y ahí ha comenzado a desplegarse el don de la palabra, la amable negociación y la simpatía arrolladora de Trump.
En el caso de Google, uno de los gigantes norteamericanos, Europa, con Francia a la cabeza (y quién sabe si España, que aquí ya no sabemos nada) la ha colocado en su punto de mira en el tema fiscal. Quién sabe si es en respuesta por la política norteamericana en contra del coche diésel europeo, alimentada por China, beneficiaria por su preponderancia en el mercado de baterías de vehículos eléctricos. Pero lo cierto es que Europa, harta de ver cómo estas grandes empresas hacen negocio en Europa para después, gracias a legislaciones fiscales más permisivas como la irlandesa o la de Holanda, se monten sus entramados societarios y logren evadir sus ingresos hacia paraísos fiscales. Es más, para Europa esta regulación es algo imperativo y necesario, ya que sus propias multinacionales juegan a este mismo juego, con lo que un golpe de efecto al gigante Google servirá de aviso a navegantes para indicar que no se va de broma.
Y en estas resulta que llega Google y mueve ficha. Tras estar en el ojo del huracán internacional por la baja fiscalidad asumida, que durante 2019 ha llegado a tensar las relaciones internacionales entre Estados Unidos y Francia, comienza 2020 con un replanteamiento al respecto de sus herramientas para eludir impuestos.
Alphabet, la matriz del mayor buscador online del mundo, ha anunciado que dejará de desviar desde Irlanda sus beneficios en concepto de propiedad intelectual, aprovechando la permisividad fiscal de este país para eludir impuestos, desviando beneficio hacia su filial en las islas Bermudas.
En 2018, Google trasladó 24.500 millones de euros desde Holanda a ese archipiélago, con lo que superaba los 19.900 millones de 2017. Sin embargo, la compañía afronta 2020 con el anuncio del fin de esas prácticas. Así, han anunciado que la empresa empezará a tramitar los “derechos de propiedad intelectual desde Estados Unidos, no desde Bermudas”.
Con esto se acabará parte de la polémica, aunque tensará más las relaciones a ambos lados del atlántico. La empresa dejará de tributar en paraísos fiscales para hacerlo en su país de origen, lo que seguirá sin beneficiar a Europa, pero hará feliz a su presidente, que pasará a defender a esta empresa a capa y espada como asunto de estado, contra la imposición de cualquier tasa Google o invención malévola de estos europeos trasnochados.
Mientras tanto, no hace mucho, Google fue sancionada por 150 millones de euros por abuso de posición dominante en Francia, el país que más activamente a propuesto una tasa contra las actividades comerciales de esta empresa. Siendo Francia también la que ha auspiciado en el seno de la OCDE la creación de un impuesto que se pueda aplicar globalmente y no unilateralmente según cada nación.
Además, Google ha protagonizado las tres mayores sanciones de la historia de la Comisión Europea. En marzo del pasado año, Bruselas le castigó con 1.494 millones de euros, por “abusar de su posición dominante” en el mercado publicitario online, sanción que se sumó a la anterior de 2.420 millones por abuso de posición dominante de su herramienta de compras y a otra, con el récord de 4.340 millones, por haber utilizado Google su sistema operativo (Android) en beneficio propio.