El término antropoceno se ha creado para definir la etapa en la historia de la tierra marcada por la acción del hombre. No se podría decir a ciencia cierta si es un término que define el antropocentrismo en su máxima expresión o si realmente estamos asistiendo a un cambio tan generalizado en nuestra forma de vida, que estamos afectando al funcionamiento global del planeta. Pero viendo cómo evoluciona el proceso, la brecha entre el mundo desarrollado, digital, tecnológico y explotador de los recursos naturales y el mundo que no puede acceder a esa tecnología y que se está quedando, cada vez más, sin recursos tan básicos como el agua o un clima que le permitiese al menos seguir con su vida como hasta ahora, puede dar lugar a un reajuste tan brutal que nos envíe a todos a la edad media, lo que pondría fin al antropoceno dando lugar a una nueva etapa que, con suerte, se llamaría “humildoceno”.
Lo que no se puede negar es que, o bien a causa de la globalización, o bien como motivo de ella, la cuarta revolución industrial es un hecho. Esta revolución cambiará la forma de vivir, de trabajar y de relación en la sociedad. Traerá consigo nuevas oportunidades de transformación social, una revolución de la mano del internet de las cosas o de la inteligencia artificial y, sobre todo significará la incorporación de la tecnología en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Y no se trata solamente de una revolución digital, la industria está cambiando y el límite entre proveedores y consumidores es cada vez más difuso. El uso de materiales avanzados, la preocupación por el medio ambiente (por lo menos de cara al electorado) y el bienestar de las personas, perdón, de las personas que puedan ser nuestros clientes, que el resto poco importan, están ocupando el centro de la estrategia empresarial.
Pero esta cuarta revolución industrial también está dejando claro el cambio del equilibrio de poder, tanto económico, como tecnológico, en el que Europa empieza a verle las orejas al lobo. Y es que el viejo continente corre un serio riesgo de convertirse en una esclava tecnológica de China y Estados Unidos.
Dentro de una revolución en la que la innovación tecnológica lo es todo, Europa ya va con retraso en los tres caballos de batalla de esta guerra: el big data, la inteligencia artificial y la biotecnología. La prueba es que cuatro de cada cinco start up con valoraciones de mercado de más de mil millones de dólares (los llamados “unicornios”) se encuentran en EEUU y en China. En 2018 en el país asiático nació una cada cuatro días (según datos de Bloomberg). Mientras, Europa incubó sólo 14 en todo el año.
Esto sólo sirve para confirmar dos cosas: que la plácida decadencia (con dos guerras mundiales mediante) de Europa es un hecho incontestable y que la pujanza de China, con un enorme peso demográfico, una mayor agilidad en sus decisiones políticas y una determinación que los países europeos hace décadas que no tienen, postulan al país asiático como el inmediato candidato al liderazgo mundial en todos los aspectos, con la sola oposición, en lo que a cultura occidental se refiere, de Estados Unidos.
Y es que el “buenismo” europeo, con sus ideales de multilateralidad, la integración regional, la democracia liberal y el libre mercado, le está pasando factura. En el mundo de hoy, China vulnera sistemáticamente las normas de la libre competencia con sus agresivas políticas industriales y comerciales, Estados Unidos lidera la corriente aislacionista como medio de defensa ante las prácticas chinas, y las grandes empresas buscan hacerse cada vez más grandes como estrategia para sobrevivir, lo que conlleva la adopción de prácticas oligopolísticas.
En este escenario, la batalla por la tecnología no está teniendo una fuerte presencia europea, algo que ya se ha visto con la llegada del 5G, la quinta generación de las tecnologías y estándares de comunicación inalámbrica, y se está viendo en la investigación e implantación de la inteligencia artificial.
En lo referente a la tecnología 5G, por el momento, la Unión Europea se mantiene cauta ante las voces alarmistas de Estados Unidos que conminan a prohibir al gigante tecnológico chino Huawei el despliegue de redes 5G por su territorio, en parte espoleado por el afán proteccionista, en parte porque el 5G es la carretera por la que se conectará todo, desde las lavadoras hasta los drones, pasando por los coches autónomos. Pero eso no significa que en las cancillerías europeas no haya nervios. Preocupa mucho que los tentáculos de chinos y americanos en las telecomunicaciones acaparen la implantación de esta tecnología en Europa, aunque por ahora parezca que sólo se esté decidiendo en manos de quien se quiere caer.
Con respecto a la inteligencia artificial, el asunto no pinta mucho mejor. El último informe, publicado a principios de año por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), confirma la ventaja de las dos superpotencias en solicitudes de patentes y publicaciones científicas. De las primeras 20 empresas líderes sólo hay dos de Europa, las alemanas Siemens y Bosch. Por otro lado, si se mira el número de supercomputadoras a nivel mundial, tenemos que China vuelve a liderar el ranking, con una estimación de más de 200 máquinas, seguida de Estados Unidos, Japón y sólo entonces la Unión Europea.
Así, China ha pasado de ser el bazar del Todo a 100 a un imperio tecnológico gracias a una ambiciosa estrategia calificada como “aterradora” por Wilbur Ross, secretario de Comercio de EEUU. El plan Made in China 2025 ha resultado ser tan implacable como eficaz. Empresas subsidiadas, políticas de exclusión de empresas extranjeras (sólo pueden establecerse en China aquellas que tengan un socio local) y prácticas que harían enrojecer a la Compañía de las Indias Orientales han permitido la creación de empresas de tamaños descomunales que se han lanzado a la conquista del mundo con la clara idea de quedarse con todo.
A este plan hay que añadirle el programa de los Mil Talentos, que busca profesionales cualificados nacionales, en muchos casos que preferiblemente hayan estudiado fuera y, por supuesto extranjeros. Y así lugares tan difíciles de pronunciar como Shenzhen o Hangzhou empiezan a competir por los mejores ingenieros europeos.
Mientras tanto Europa juega a desintegrarse, las batallas por conservar las identidades nacionales, ya no sólo a nivel de países, sino de los distintos pueblos que los forman, partiendo de la afirmación propia en comparación del vecino, no hacen sino debilitar la creación de una auténtica política común europea. Casos de deslealtad como el de Italia, que ha firmado recientemente un acuerdo con China para formar parte de la nueva Ruta de la Seda, el proyecto faraónico que pretende conectar Europa, Oriente Medio y Asia, sólo es un signo más de la decadencia europea que, unido a la decadencia demográfica, podría llevar al viejo continente al furgón de cola del desarrollo tecnológico, económico y social.