Hay un debate encendido sobre la reforma del artículo 135 de la Carta Magna, como no podía ser de otra forma, siendo la segunda reforma del texto constitucional desde su aprobación. El modo en que se ha tramitado el cambio, sin debate ni voto del ciudadano, y con una rapidez asombrosa, ha indignado a gran parte de la ciudadanía y clase política.
Las declaraciones del PSOE y el PP no dejan de ser una cortina de humo para esconder una realidad bastante evidente: se nos ha forzado a recoger en nuestro ordenamiento jurídico el compromiso con los acreedores de la deuda pública del país. Seguramente a cambio de que el Banco Central Europeo siga comprando deuda pública y no vayamos a una intervención segura, o algo peor (la salida del Euro).
Sin embargo los manifestantes anti reforma no lo han tenido fácil para justificar su indignación. Si la protesta es contra la obligación constitucional de que las administraciones públicas no se puedan endeudar de forma estructural, me parece una soberana tontería o contradicción ideológica.
Si el Estado, la comunidad de vecinos o una familia gasta más de lo que ingresa de forma constante, tendrá que pedir préstamos para cubrir el desfase. Mientras los mercados internacionales, comuneros o bancos nos concedan financiación, podremos ir tirando, con la rémora de que entre los gastos se añade devolver los créditos y los intereses. Cuando los acreedores empiecen a aumentarnos los intereses, preocupados por nuestra solvencia, la cosa empeorará. Y llegará un momento en que nos obligarán a aportar más garantías o, simplemente, nos cortarán el grifo. Y al no poder generar ingresos ficticios procedentes del endeudamiento, tendremos que cortar gasto de forma dramática y desapalancarnos, sí o sí.