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Imposición alemana bajo el supuesto de que sólo así se neutralizarían las fuertes resistencias a la dilución del marco en el euro, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) nació pensado para disciplinar a las revoltosas economìas del sur, pero hete aquí que los primeros incumplimientos vinieron de Francia y la propia Alemania, lo que de alguna manera cuestionó su validez a poco de entrar en vigor. Luego ha venido la crisis y los que ya no cumplían -algunos nunca lo han hecho- agudizaron sus faltas y los que venían ateniéndose a los criterios de déficit y endeudamiento dejaron de poder hacerlo, unos para poder pagar el rescate de sus entidades financieras, otros para financiar sus planes de estímulo... algunos para ambas cosas a la vez.
A nadie se le oculta que el espíritu PEC surgió del Bundesbank, cuyo espíritu impregna los muros de la sede del Banco Central Europeo (BCE), en Francfort. No puede sorprender, por ello, que los elevados descuadres presupuestarios de la mayoría de los dieciséis adheridos a la moneda única y sus consecuentes niveles de endeudamiento suelan poner de los nervios a los máximos responsables de la política monetaria de la eurozona, hoy comandados por el francés Jean Claude Trichet.
Desde el principio, la cuestión es ¿cómo impedirlo?, ¿mediante qué mecanismos desincentivar toda política que traiga consigo superar los topes de Maastricht incorporados al PEC?
De todo ello deriva, probablemente, el empeño del belga Van Rompuy, desde que se hizo cargo de la presidencia estable del Consejo Europeo, de lograr propiciar una reforma, para lo que no ha dudado en impulsar la creación de una task force que, a principios de la semana que acaba se reunió en Luxemburgo. En su agenda se encontraba pactar unos mecanismos de control más rigurosos y establecer un sistema de sanciones. Los más críticos culpan al actual sistema porque permite que problemas como el de Grecia se agraven y argumentan que con un régimen de sanciones más duras se evitarían situaciones similares en el futuro.
Mientras Van Rompuy y su equipo de trabajo debatían la posible reforma, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolás Sarkozy celebraban su cumbre particular en Dauville para poner límites al propósito. No es la primera vez que ambos líderes se citan al margen del resto para pactar y posteriormente trasladar -¿imponer?- sus acuerdos al resto de socios de la Unión Europea. El compromiso que han alcanzado en el balneario francés otorga a los líderes de la zona euro derecho a votar si se aplican o no multas en el caso de que se produzca una excesiva desviación en el déficit presupuestario, evitando así el automatismo en su imposición. El documento definitivo ha sido publicado el viernes por el Consejo Europeo. Incluye dos tipos de penalización: preventiva cuando la evolución de las cuentas públicas se desvía más de lo previsto, aunque no se alcance el 3 por 100 de déficit, y correctiva, cuando efectivamente se supere ese porcentaje. Antes de aplicarlas, se someterán a la decisión del Consejo.
Hasta el encuentro de Dauville, Berlín había defendido otra postura. De hecho, Merkel se postulaba como la mayor defensora de las sanciones automáticas con el argumento de que eso haría más creíble la aplicación de la disciplina fiscal. La canciller explicó su cesión como la única posibilidad para lograr el apoyo francés.
En el entorno de Merkel opinan que si bien la nueva propuesta no es la mejor posible, sí es la más factible de pactar. Sólo Finlandia, Suecia y Holanda estaban con Alemania a favor de las sanciones automáticas. Algunos analistas europeos afirman, además, que Alemania ya tuvo su momento cuando dictó los términos para ayudar a Grecia y las condiciones para crear el fondo de rescate del euro. Ahora que está todo encauzado, su poder no es el que era y encuentra más dificultades para imponer su voluntad. Esta pérdida de fortaleza de Merkel es secundada por miembros de su propio gobierno. El ministro alemán de Asuntos Exteriores, Guido Westerwelle, cree que ha sacrificado su convencimiento en aras de la oportunidad política.
El Banco Central Europeo (BCE) se sumó al coro de críticas cuando su presidente, Jean-Claude Trichet, afirmó el jueves que "no suscribe todos los elementos" del conjunto de medidas surgidas del encuentro franco-alemán. Trichet esperaba dureza y encontró tibieza. El BCE no tiene poder para bloquear el acuerdo si, como se prevé, se ratifica en la cumbre de la próxima semana.
Merkel no cedió por las buenas. A cambio de su concesión, se aseguró el apoyo de Francia para modificar el Tratado y asegurarse la creación de un sistema permanente para hacer frente a futuras crisis de deuda que incluya, entre otras posibilidades, facilidades para que países al borde de la quiebra puedan reestructurar su deuda y los riesgos sean compartidos por los inversores en lugar de recaer sólo en los estados o, lo que es lo mismo, en los contribuyentes.
En todo caso, la cuestión de fondo persiste: ¿es posible una unión monetaria en un área con dieciseis o más políticas económicas totalmente autónomas? Cada vez son más los que se lo cuestionan, pero los líderes comunitarios parece que no.
A nadie se le oculta que el espíritu PEC surgió del Bundesbank, cuyo espíritu impregna los muros de la sede del Banco Central Europeo (BCE), en Francfort. No puede sorprender, por ello, que los elevados descuadres presupuestarios de la mayoría de los dieciséis adheridos a la moneda única y sus consecuentes niveles de endeudamiento suelan poner de los nervios a los máximos responsables de la política monetaria de la eurozona, hoy comandados por el francés Jean Claude Trichet.
Desde el principio, la cuestión es ¿cómo impedirlo?, ¿mediante qué mecanismos desincentivar toda política que traiga consigo superar los topes de Maastricht incorporados al PEC?
De todo ello deriva, probablemente, el empeño del belga Van Rompuy, desde que se hizo cargo de la presidencia estable del Consejo Europeo, de lograr propiciar una reforma, para lo que no ha dudado en impulsar la creación de una task force que, a principios de la semana que acaba se reunió en Luxemburgo. En su agenda se encontraba pactar unos mecanismos de control más rigurosos y establecer un sistema de sanciones. Los más críticos culpan al actual sistema porque permite que problemas como el de Grecia se agraven y argumentan que con un régimen de sanciones más duras se evitarían situaciones similares en el futuro.
Mientras Van Rompuy y su equipo de trabajo debatían la posible reforma, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolás Sarkozy celebraban su cumbre particular en Dauville para poner límites al propósito. No es la primera vez que ambos líderes se citan al margen del resto para pactar y posteriormente trasladar -¿imponer?- sus acuerdos al resto de socios de la Unión Europea. El compromiso que han alcanzado en el balneario francés otorga a los líderes de la zona euro derecho a votar si se aplican o no multas en el caso de que se produzca una excesiva desviación en el déficit presupuestario, evitando así el automatismo en su imposición. El documento definitivo ha sido publicado el viernes por el Consejo Europeo. Incluye dos tipos de penalización: preventiva cuando la evolución de las cuentas públicas se desvía más de lo previsto, aunque no se alcance el 3 por 100 de déficit, y correctiva, cuando efectivamente se supere ese porcentaje. Antes de aplicarlas, se someterán a la decisión del Consejo.
Hasta el encuentro de Dauville, Berlín había defendido otra postura. De hecho, Merkel se postulaba como la mayor defensora de las sanciones automáticas con el argumento de que eso haría más creíble la aplicación de la disciplina fiscal. La canciller explicó su cesión como la única posibilidad para lograr el apoyo francés.
En el entorno de Merkel opinan que si bien la nueva propuesta no es la mejor posible, sí es la más factible de pactar. Sólo Finlandia, Suecia y Holanda estaban con Alemania a favor de las sanciones automáticas. Algunos analistas europeos afirman, además, que Alemania ya tuvo su momento cuando dictó los términos para ayudar a Grecia y las condiciones para crear el fondo de rescate del euro. Ahora que está todo encauzado, su poder no es el que era y encuentra más dificultades para imponer su voluntad. Esta pérdida de fortaleza de Merkel es secundada por miembros de su propio gobierno. El ministro alemán de Asuntos Exteriores, Guido Westerwelle, cree que ha sacrificado su convencimiento en aras de la oportunidad política.
El Banco Central Europeo (BCE) se sumó al coro de críticas cuando su presidente, Jean-Claude Trichet, afirmó el jueves que "no suscribe todos los elementos" del conjunto de medidas surgidas del encuentro franco-alemán. Trichet esperaba dureza y encontró tibieza. El BCE no tiene poder para bloquear el acuerdo si, como se prevé, se ratifica en la cumbre de la próxima semana.
Merkel no cedió por las buenas. A cambio de su concesión, se aseguró el apoyo de Francia para modificar el Tratado y asegurarse la creación de un sistema permanente para hacer frente a futuras crisis de deuda que incluya, entre otras posibilidades, facilidades para que países al borde de la quiebra puedan reestructurar su deuda y los riesgos sean compartidos por los inversores en lugar de recaer sólo en los estados o, lo que es lo mismo, en los contribuyentes.
En todo caso, la cuestión de fondo persiste: ¿es posible una unión monetaria en un área con dieciseis o más políticas económicas totalmente autónomas? Cada vez son más los que se lo cuestionan, pero los líderes comunitarios parece que no.