El gobierno mundial no es la solución

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Todos coinciden en que la economía mundial está enferma, pero el diagnóstico aparentemente depende del rincón en el que nos toca vivir.


En Washington, los dedos acusadores apuntan a China, culpando a su política monetaria de causar grandes desequilibrios comerciales y de “destruir empleos” en Estados Unidos. Si uno va a Seúl o a Brasilia, oirá quejas sobre las políticas monetarias híper-expansivas de la Reserva Federal de Estados Unidos, que dejan a los mercados emergentes inundados de dinero caliente y aumentan el fantasma de burbujas de activos. Si preguntamos en Berlín, escucharemos un reclamo sobre la falta de probidad fiscal y reformas estructurales en otras partes de Europa o en Estados Unidos.

La culpa, estimado Bruto, no reside ni en nuestras estrellas ni en nosotros mismos. Gracias a la globalización, la culpa es de nuestros socios comerciales.

Por más interesado que pueda parecer, este punto de vista tiene cierto crédito. A medida que las economías se entremezclan, las decisiones que se toman en una parte del mundo resuenan en otras partes, produciendo muchas veces consecuencias no intencionadas.

El fuego de la crisis de hipotecas de alto riesgo de Estados Unidos fue avivado no sólo por las fallas regulatorias domésticas, sino también por un “exceso de ahorro” global, que llevó a los bancos a una búsqueda inútil de rendimientos. La crisis estadounidense rápidamente se convirtió en una debacle global gracias a que se entremezclaron los balances entre jurisdicciones.

La falta de instituciones globales –que actúen como prestador de último recurso o que ofrezcan un estímulo fiscal coordinado- agravó la crisis y demoró la recuperación. Y ahora, las políticas fiscales, monetarias y de tipo de cambio individuales trascienden las fronteras nacionales y amenazan con guerras de divisas y proteccionismo.

De qué manera abordamos estos desafíos es el mayor interrogante económico de nuestro tiempo. Una estrategia, defendida por los tecnócratas y la mayoría de los estrategas políticos- al menos hasta que entra a jugar la política interna- es buscar consuelo en una gobernancia global cada vez mayor. Los problemas globales, después de todo, exigen soluciones globales, lo que significa fortalecer a organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional, aumentar la efectividad de los foros globales como el G-20 y negociar códigos y estándares internacionales más estrictos (como ocurrió, por ejemplo, con los requerimientos de solvencia).

Otra estrategia es reconocer que la gobernancia global está destinada a seguir siendo incompleta y moderar los efectos colaterales a través de una forma más precavida de globalización económica. Esta estrategia implica arrojar algo de arena a las ruedas de la economía global para dejar más espacio para la política interna y limitar el impacto de los derrames adversos originados por las acciones de otros países. Esta opción puede parecer proteccionista, pero en definitiva podría asegurar una globalización más duradera.

Muchos de los problemas de la economía mundial hoy se originan en nuestra incapacidad para reconocer que los objetivos de política interna terminarán triunfando sobre las responsabilidades globales, no importa cuánto pretendamos que se los puede incluir en compromisos internacionales. Consideremos un par de ejemplos:

La Ronda de Uruguay de la Organización Mundial de Comercio fue considerada ampliamente como un gran logro, porque aportó subsidios y muchos otros tipos de políticas industriales practicadas por los países en desarrollo bajo una estricta disciplina internacional. Pero las restricciones de la OMC simplemente llevaron a los gobiernos a perseguir objetivos similares mediante otros medios.

Esto tuvo algunas implicancias necias en el caso de China, Una vez que China se convirtió en miembro de la OMC en 2001, ya no podía recurrir a aranceles y subsidios explícitos. De manera que, en cambio, empezó a promover sus industrias a través de una moneda subvaluada. El excedente de cuenta corriente de China aumentó a pasos agigantados, avivando desequilibrios macroeconómicos globales y, con ellos, tensiones en la relación económica entre Estados Unidos y China.

A la economía mundial le habría ido mucho mejor con menos restricciones en el uso de políticas industriales por parte de China (y otros países en desarrollo). Y, mirando para adelante, si el resto del mundo quiere que China acepte una mayor supervisión multilateral de su balanza comercial, tendrá que haber un quid pro quo de algún tipo –quizás una exención de las reglas de la OMC en materia de subsidios.

De la misma manera, cuando los mercados emergentes se abrieron a la globalización financiera, llegaron a la conclusión de que los flujos de capital facilitarían su desarrollo económico. Pensaron que políticas macroeconómicas apropiadas y regulaciones prudenciales (junto con un respaldo de las instituciones financieras internacionales) los ayudaría a lidiar con cualquier efecto adverso. Pero los mercados financieros resultaron ser amigos en los buenos tiempos: no se los ve por ninguna parte cuando más se los necesita.

Eso llevó a los países en desarrollo a intentos costosos por proteger sus economías de la inconstancia de los mercados financieros. Peor aún, han tenido que adoptar estrategias –como la intervención monetaria o la acumulación de reservas internacionales- que exportan inestabilidad financiera a otros países. Habría sido mejor evitar todo esto siendo mucho más cautelosos, por empezar, a la hora de abrirse a las finanzas globales.

Quienes defienden una mayor gobernancia global nos advierten que, sin reglas económicas internacionales más estrictas, una discusión general dejará a todos los países peor parados. Pero es un error imaginar a la economía mundial como si fuera, digamos, el clima global –donde su salud y su estabilidad dependen en definitiva de la búsqueda de objetivos universales y no parroquiales.

Los economistas enseñan las virtudes del comercio abierto porque nos beneficia –no porque beneficia a otros-. Exponer a la economía doméstica a los mercados globales –a diferencia de frenar las emisiones en casa- conlleva sus propias recompensas. Una economía mundial conformada por países que persiguen sus propios intereses nacionales tal vez no sea hiperglobalizada pero, en términos generales, será una economía abierta.

Sin duda, la economía global necesita algunas reglas de tránsito donde existan derrames internacionales claros. Pero el equilibrio entre las prerrogativas nacionales y las reglas internacionales debe hacer una virtud de la realidad política. Si giramos excesivamente hacia la gobernancia global, terminaremos con reglas sin sentido que invitan a ser burladas.

Dani Rodrik es profesor de Economía Política en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard
 
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