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(Derek Bok fue decano de la Universidad de Harvard entre 1971 y 1991 y entre 2006 y 2007)
Es cierto, muchos estudios confirmaron que las naciones más solventes tienden a ser más felices que las pobres, y que la gente rica normalmente está más satisfecha que sus compatriotas menos adinerados. Sin embargo, otros hallazgos de varios países a los que les va relativamente bien, como Corea del Sur y Estados Unidos, sugieren que la gente allí básicamente no está más feliz hoy que hace 50 años, a pesar de que se duplicó o se cuadruplicó el ingreso promedio per capita.
Es más, en un reciente estudio canadiense, se determinó que la gente más feliz residía en las provincias más pobres, como Newfoundland y Nova Scotia, mientras que los ciudadanos en las provincias más ricas, en particular Ontario y British Columbia, figuraban entre los menos felices. Como la felicidad, en definitiva, es lo que más quiere la gente, mientras que la riqueza es sólo un medio para alcanzar ese fin, la prioridad que hoy se le adjudica al crecimiento económico parecería ser un error.
Lo que parece claro a partir de esta investigación es que la gente no sabe predecir acertadamente qué la hará feliz o la pondrá triste. Las personas se concentran demasiado en sus respuestas iniciales a los cambios en sus vidas y pasan por alto lo rápido que se desvanece el placer de un auto nuevo, un aumento de sueldo o un traslado a climas más soleados, cosas que nos las hacen más felices que antes. Es peligroso, entonces, que los políticos se confíen simplemente en las encuestas de opinión y los grupos de enfoque para descubrir qué es lo que verdaderamente mejorará la felicidad de la gente.
En los resultados obtenidos hasta la fecha, sin embargo, surgieron dos conclusiones que parecen especialmente útiles para que evalúen los planificadores de políticas. Primero, la mayoría de las cosas que sí generan una satisfacción duradera para los individuos también son buenas para otra gente –matrimonios sólidos y relaciones estrechas de todo tipo, ayudar a los demás, participar en asuntos cívicos y un gobierno efectivo, honesto y democrático-. En consecuencia, las políticas que promueven el bienestar individual tienden a beneficiar también a la sociedad.
Segundo, las experiencias que aportan placer duradero o infelicidad no siempre tienen una alta prioridad en los círculos gubernamentales. Por ejemplo, tres aflicciones médicas que crean un malestar especialmente agudo y duradero –depresión clínica, dolor crónico y trastornos del sueño- son enfermedades que normalmente se pueden tratar con éxito, para gran alivio de quienes las padecen. Pero esta gente frecuentemente no recibe el tratamiento adecuado por parte de los sistemas de atención sanitaria.
La respuesta natural a todo esto es preguntar si la investigación sobre la felicidad es, en verdad, lo suficientemente confiable para ser utilizada por los planificadores de políticas. Los investigadores le prestaron particular atención a esta cuestión y, después de muchas pruebas, descubrieron que las respuestas que la gente da a preguntas sobre su bienestar parecen corresponder bastante bien con evidencia más objetiva.
La gente que dice ser feliz tiende a vivir más, suicidarse y consumir drogas y alcohol con menos frecuencia, ser ascendida con más asiduidad por sus empleadores y disfrutar más de buenos amigos y matrimonios duraderos. Las evaluaciones que hacen de su bienestar también concuerdan bastante con las opiniones de amigos y familiares.
De modo que, en general, las estadísticas sobre la felicidad parecen ser tan precisas como muchas de las estadísticas utilizadas regularmente por los políticos, como las encuestas de opinión pública, las tasas de pobreza o, para el caso, el crecimiento del PIB –que, en su totalidad, están plagados de imperfecciones.
Por supuesto, la investigación sobre la felicidad todavía es reciente. Aún quedan muchos interrogantes por explorar, algunos estudios carecen de suficiente evidencia confirmatoria y otros, como aquellos que involucran el crecimiento económico, arrojaron resultados contradictorios.
En consecuencia, sería prematuro basar nuevas políticas audaces exclusivamente en la investigación sobre la felicidad, o seguir el ejemplo del pequeño reino de Bután y adoptar la Felicidad Nacional Bruta como el principal objetivo de la nación. Sin embargo, los hallazgos pueden resultarles útiles a los legisladores incluso hoy –por ejemplo, para analizar las prioridades entre varias iniciativas plausibles o para identificar nuevas posibilidades de intervenciones en políticas que merecen un mayor estudio.
Al fin y al cabo, los gobiernos deberían seguir el ejemplo de Gran Bretaña y Francia y considerar la publicación de estadísticas regulares sobre tendencias en el bienestar de sus ciudadanos. Estos hallazgos seguramente estimularán una discusión pública útil al mismo tiempo que arrojarán datos valiosos para que utilicen los investigadores.
Más allá de esto, ¿quién sabe? Una mayor investigación sin duda ofrecerá información más detallada y confiable sobre los tipos de políticas que le aportan felicidad a la gente. Algún día, quizá, los funcionarios públicos incluso puedan utilizar la investigación para documentar sus decisiones. Después de todo, ¿qué podría importarles más a sus electores que la felicidad? En una democracia, al menos, eso seguramente debería significar algo.
Es cierto, muchos estudios confirmaron que las naciones más solventes tienden a ser más felices que las pobres, y que la gente rica normalmente está más satisfecha que sus compatriotas menos adinerados. Sin embargo, otros hallazgos de varios países a los que les va relativamente bien, como Corea del Sur y Estados Unidos, sugieren que la gente allí básicamente no está más feliz hoy que hace 50 años, a pesar de que se duplicó o se cuadruplicó el ingreso promedio per capita.
Es más, en un reciente estudio canadiense, se determinó que la gente más feliz residía en las provincias más pobres, como Newfoundland y Nova Scotia, mientras que los ciudadanos en las provincias más ricas, en particular Ontario y British Columbia, figuraban entre los menos felices. Como la felicidad, en definitiva, es lo que más quiere la gente, mientras que la riqueza es sólo un medio para alcanzar ese fin, la prioridad que hoy se le adjudica al crecimiento económico parecería ser un error.
Lo que parece claro a partir de esta investigación es que la gente no sabe predecir acertadamente qué la hará feliz o la pondrá triste. Las personas se concentran demasiado en sus respuestas iniciales a los cambios en sus vidas y pasan por alto lo rápido que se desvanece el placer de un auto nuevo, un aumento de sueldo o un traslado a climas más soleados, cosas que nos las hacen más felices que antes. Es peligroso, entonces, que los políticos se confíen simplemente en las encuestas de opinión y los grupos de enfoque para descubrir qué es lo que verdaderamente mejorará la felicidad de la gente.
En los resultados obtenidos hasta la fecha, sin embargo, surgieron dos conclusiones que parecen especialmente útiles para que evalúen los planificadores de políticas. Primero, la mayoría de las cosas que sí generan una satisfacción duradera para los individuos también son buenas para otra gente –matrimonios sólidos y relaciones estrechas de todo tipo, ayudar a los demás, participar en asuntos cívicos y un gobierno efectivo, honesto y democrático-. En consecuencia, las políticas que promueven el bienestar individual tienden a beneficiar también a la sociedad.
Segundo, las experiencias que aportan placer duradero o infelicidad no siempre tienen una alta prioridad en los círculos gubernamentales. Por ejemplo, tres aflicciones médicas que crean un malestar especialmente agudo y duradero –depresión clínica, dolor crónico y trastornos del sueño- son enfermedades que normalmente se pueden tratar con éxito, para gran alivio de quienes las padecen. Pero esta gente frecuentemente no recibe el tratamiento adecuado por parte de los sistemas de atención sanitaria.
La respuesta natural a todo esto es preguntar si la investigación sobre la felicidad es, en verdad, lo suficientemente confiable para ser utilizada por los planificadores de políticas. Los investigadores le prestaron particular atención a esta cuestión y, después de muchas pruebas, descubrieron que las respuestas que la gente da a preguntas sobre su bienestar parecen corresponder bastante bien con evidencia más objetiva.
La gente que dice ser feliz tiende a vivir más, suicidarse y consumir drogas y alcohol con menos frecuencia, ser ascendida con más asiduidad por sus empleadores y disfrutar más de buenos amigos y matrimonios duraderos. Las evaluaciones que hacen de su bienestar también concuerdan bastante con las opiniones de amigos y familiares.
De modo que, en general, las estadísticas sobre la felicidad parecen ser tan precisas como muchas de las estadísticas utilizadas regularmente por los políticos, como las encuestas de opinión pública, las tasas de pobreza o, para el caso, el crecimiento del PIB –que, en su totalidad, están plagados de imperfecciones.
Por supuesto, la investigación sobre la felicidad todavía es reciente. Aún quedan muchos interrogantes por explorar, algunos estudios carecen de suficiente evidencia confirmatoria y otros, como aquellos que involucran el crecimiento económico, arrojaron resultados contradictorios.
En consecuencia, sería prematuro basar nuevas políticas audaces exclusivamente en la investigación sobre la felicidad, o seguir el ejemplo del pequeño reino de Bután y adoptar la Felicidad Nacional Bruta como el principal objetivo de la nación. Sin embargo, los hallazgos pueden resultarles útiles a los legisladores incluso hoy –por ejemplo, para analizar las prioridades entre varias iniciativas plausibles o para identificar nuevas posibilidades de intervenciones en políticas que merecen un mayor estudio.
Al fin y al cabo, los gobiernos deberían seguir el ejemplo de Gran Bretaña y Francia y considerar la publicación de estadísticas regulares sobre tendencias en el bienestar de sus ciudadanos. Estos hallazgos seguramente estimularán una discusión pública útil al mismo tiempo que arrojarán datos valiosos para que utilicen los investigadores.
Más allá de esto, ¿quién sabe? Una mayor investigación sin duda ofrecerá información más detallada y confiable sobre los tipos de políticas que le aportan felicidad a la gente. Algún día, quizá, los funcionarios públicos incluso puedan utilizar la investigación para documentar sus decisiones. Después de todo, ¿qué podría importarles más a sus electores que la felicidad? En una democracia, al menos, eso seguramente debería significar algo.