Otra crítica razonada más a la QE2 de Bernanke

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esta vez por parte de Benn Steil, director de Economía Internacional en el Consejo sobre Relaciones Exteriores y coautor de Money, Markets, and Sovereignty, ganador del premio Hayek Book Prize 2010.

Imagínense que entran en la ducha, abren la canilla y no sale agua. Llaman a un plomero, que les dice que hay orificios en las cañerías y que la reparación les costará 1.000 dólares. Ustedes le dicen que, en cambio, aumente la presión del agua.

¿Suena sensato? Bueno, ésta es la lógica detrás de la segunda ronda de “alivio cuantitativo” (QE2, por su sigla en inglés) de la Reserva Federal de Estados Unidos, su estrategia para seguir inundando las cañerías de dinero hasta que el crédito empiece otra vez a fluir libremente de los bancos a las empresas.

Ustedes no esperarían que esto funcionara en la ducha, y existen pocos motivos para esperar que funcione en el mercado de crédito comercial. El mecanismo de transmisión de crédito en Estados Unidos –y en otras partes- se vio seriamente dañado desde 2007. Las pequeñas y medianas empresas en Estados Unidos dependen de los bancos pequeños y medianos para acceder al crédito vital; sin embargo, muchos de estos bancos siguen comportándose como zombis, incapaces de prestar porque sus balances están plagados de créditos comerciales e inmobiliarios incobrables heredados de los años de apogeo.

El Programa de Alivio para Activos en Problemas de Estados Unidos (TARP, por su sigla en inglés) era una oportunidad para obligar a los bancos a purgar los activos incobrables –y así reparar las cañerías de crédito-. Por el contrario, sólo se obligó a los bancos a tomar inyecciones de capital del gobierno, que ellos consideran políticamente tóxicas. Como resultado, los bancos se dedicaron a devolver los fondos de rescate ante la primera oportunidad que se les presentaba, en lugar de usarlos para fomentar el préstamo.

El resultado es que, aunque la Fed haya bajado su tasa de préstamo a corto plazo a cero, la mayoría de los bancos sólo prestarán sobre la base de un colateral mucho mayor, y a tasas de interés reales mucho más altas, que antes de la crisis. De modo que ahora Estados Unidos se esfuerza por salir adelante con la opción barata: inundar las cañerías y ver lo que sale.

A no equivocarse: algo saldrá, aunque no necesariamente donde debería. Ya vimos la liquidez destinada a fomentar el crédito bancario en Estados Unidos filtrarse en cambio por las grietas en mercados tan diversos como las materias primas agrícolas, los metales y la deuda de países pobres.

Lo que es notable sobre esto es que parte de los impulsores más prominentes del QE2 en realidad piensan que cualquier lugar donde surja la nueva demanda está perfecto. Después de todo, lo único que les importa a los fieles keynesianos es la “demanda agregada”. Preocuparse por la composición de la demanda es tonto; sólo complica las cuentas.

Paul Krugman, el economista ganador del Premio Nobel, que reprende a la Fed por no abrir mucho más la compuerta monetaria, demostró las debilidades de la cruda estrategia keynesiana hace casi una década. En agosto de 2001, escribió que “La fuerza impulsora detrás de la actual desaceleración es una caída de la inversión empresaria”. Pero, “para reflacionar la economía”, nos dijo, “la Fed no tiene que restablecer la inversión empresaria; cualquier tipo de aumento de la demanda se encargará de hacerlo”. En particular, “la vivienda, que es altamente sensible a las tasas de interés, podría ayudar a liderar una recuperación”.

Un año más tarde, cuando la Fed no había tomado las medidas lo suficientemente agresivas para su gusto, Krugman descubrió que “necesita un creciente gasto en vivienda para compensar la inversión empresaria moribunda. Y para hacerlo necesita crear una burbuja inmobiliaria que reemplace a la burbuja del Nasdaq”. Deseo concedido.

Pero ni Estados Unidos ni el mundo pueden darse el lujo de una secuela. No se puede esperar que el mundo exterior, que se basa en el dólar como su principal vehículo comercial y, por lo tanto, activo de reserva, observe pasivamente mientras los dólares siguen infiltrándose en sus mercados monetarios, de materias primas y de activos, sin ningún fin certero a la vista.

Europa –y Alemania en particular- fue muy crítica de la estrategia de Estados Unidos de colocar a su banco central en el centro de su estrategia de recuperación. Pero la eurozona está haciendo lo mismo.

Consideremos la brujería del rescate irlandés. La Agencia Nacional Irlandesa de Gestión de Activos (NAMA, por su sigla en inglés) se estableció en 2009 para limpiar los balances de los bancos irlandeses. Pero lo hace dándoles a los bancos, no euros, sino pagarés gubernamentales salidos de la nada a cambio de deuda riesgosa. Los bancos luego depositan los pagarés en el Banco Central Europeo, que luego entrega el efectivo real.

Como la NAMA cambia pagarés por deuda bancaria sólo a la mitad de su valor nominal, la transacción de tres vías puede resultar en una pérdida de capital de un euro por cada euro que los bancos reciben del BCE. Por supuesto, los pagarés ahora depositados en el BCE tal vez tengan que ser amortizados, lo que amenaza con minar el propio balance del BCE.

¿Cuál es la lógica de este carrusel demente? Los bancos alemanes tienen al menos 48.000 millones de euros en deuda bancaria irlandesa, los bancos británicos tienen otros 31.000 millones de euros y los bancos franceses, 19.000 millones de euros. Desde junio de 2008, los bancos alemanes, británicos y franceses cancelaron créditos por 253.000 millones de euros de bancos y otros prestatarios irlandeses -70% del total de fondos extranjeros cancelados-. Las autoridades de estos países hoy están intentando proteger a sus bancos de pérdidas fingiendo preocupación vecinal por el gobierno irlandés.

Durante décadas, Estados Unidos y Europa sermonearon al mundo sobre la importancia de poner la casa en orden después de una crisis financiera: en particular, reparar o liquidar a los bancos zombis. Es hora de tragar nuestra propia medicina y reanudar el duro trabajo de reparar nuestros sistemas bancarios. Basarse, en cambio, en los bancos centrales para reflotar las economías estadounidense y europea es una abdicación de responsabilidad que nos costará caro en el futuro.
 
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