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(Harold James es profesor de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y profesor de la cátedra Marie Curie de Historia en el Instituto Universitario Europeo de Florencia.)
La crisis del euro ha puesto en tela de juicio la opinión de que la transición a un régimen de multirreservas resultará suave. Los bancos centrales de Asia y Oriente Medio que cuentan con grandes reservas de euros se han puesto nerviosos ante los respaldos políticos al euro, pero con el gran déficit fiscal de los Estados Unidos, junto con la continua incertidumbre sobre sus mercados financieros, el dólar también es potencialmente vulnerable.
Hay algunos precedentes históricos de esta situación. En el decenio de 1960, la libra británica era la segunda divisa de reserva del mundo. Las autoridades americanas hicieron esfuerzos considerables para apoyar la libra, porque sabían que los mismos factores que hacían vulnerable la libra amenazaban también al dólar. Así, pues, se veía la libra como parte del perímetro de defensa del dólar. Los críticos lo vieron como el caso de dos patos cojos que se apoyaban mutuamente.
El frenesí de diplomacia telefónica de alto nivel en la primavera de 2010, en la que el Presidente Barack Obama apremió a los dirigentes europeos para que actuaran a fin de rescatar el euro, reveló que esa dinámica seguía en pie. Fue una extraordinaria demostración no sólo de lo difícil que resultó a los dirigentes europeos reaccionar coordinadamente, sino también de la importancia estratégica que reviste una segunda divisa de reserva para la mayor de ellas. En caso de que el euro se desplomara, la economía de los Estados Unidos sería sumamente vulnerable, por lo que los patos cojos de hoy necesitan abrazarse.
La analogía con el decenio de 1960 plantea la cuestión de si podría surgir –y cuándo– una nueva divisa internacional importante. Al cabo de pocos años, el reino de la libra como divisa internacional de confianza pasó a ser cosa del pasado. El yen y el marco alemán surgieron como nuevas divisas de reserva en potencia, aunque los gobiernos y los bancos centrales japoneses y alemanes sintieron profunda preocupación por ese nuevo papel de sus divisas y la inestabilidad que podía entrañar.
Retrospectivamente, muchos han considerado inevitable el cambio, pero en aquel momento pareció enormemente improbable. El ascenso del yen y del marco alemán ocurrió sólo veinte años después de la catastrófica devastación de la segunda guerra mundial, que había ido acompañada inevitablemente de inflación. Durante la ocupación de la inmediata posguerra, los planificadores militares de los EE.UU. tuvieron que imponer nuevos regímenes de divisas e instituciones de banca central.
Aún más extraordinario es que, cuando esas nuevas divisas surgieron como nuevas aspirantes a la condición de reserva, hacía poco que habían pasado a ser convertibles para las transacciones de la cuenta corriente y aún estaban limitadas las corrientes de capital. Alemana había pasado a la convertibilidad de la cuenta corriente en 1958, pero el Japón no lo hizo hasta 1964. Además, el Japón en particular no era especialmente acaudalado en una comparación internacional y ninguno de los dos países tenía mercados de capitales profundos ni bien desarrollados.
Sólo importaba un dato: unos impresionantes resultados de las exportaciones, pues los dos países mantuvieron grandes superávits comerciales durante varios años y a lo largo de diferentes fases del ciclo económico, gracias a lo cual parecieron una fuente de mayor estabilidad de las divisas que los Estados Unidos y Gran Bretaña. La acumulación de activos asociada con los superávits exteriores, junto con una continua fuerza exportadora, parecían una garantía de sus divisas. A diferencia del dólar y de la libra, el yen y el marco alemán no dependían de la atracción de corrientes extranjeras de capital.
Naturalmente, la conversión en divisa de reserva en potencia creaba una profunda vulnerabilidad. Tanto el Japón como Alemania liberalizaron muy lentamente sus sistemas financieros nacionales, pues intentaron limitar las entradas de capitales durante un período de tiempo considerable para evitar una rápida apreciación de sus divisas y la consiguiente erosión de su competitividad exportadora.
China pasó a la convertibilidad de la cuenta corriente en 1996, pero mantuvo un gran número de controles de los movimientos de capital, que han hecho de escudo contra el contagio financiero. ¿Siguen siendo necesarios?
La enseñanza que se desprende del decenio de 1960 indica que un renminbi totalmente convertible podría pasar a ser rápidamente una importante divisa de reserva internacional. Sería atractiva no sólo porque el Banco Popular de China y otras importantes entidades chinas tienen enormes activos extranjeros, sino también porque China produce bienes que los consumidores del mundo siguen queriendo comprar. La experiencia histórica de Alemania y del Japón y la reciente agitación financiera de los grandes países industrializados parece aconsejar no hacer ese cambio de política.
Pero, como país grande que es, China no tendría las vulnerabilidades de las divisas fuertes más pequeñas (la corona noruega o el franco suizo, por ejemplo) y, como suministrador de una divisa de reserva, China no necesitaría seguir acumulando reservas, lo que ha sido un importante factor que ha contribuido a la inestabilidad financiera mundial. Al sumárseles el renminbi como posible opción de reserva, los actuales patos cojos quedarían liberados de su matrimonio forzoso.
La crisis del euro ha puesto en tela de juicio la opinión de que la transición a un régimen de multirreservas resultará suave. Los bancos centrales de Asia y Oriente Medio que cuentan con grandes reservas de euros se han puesto nerviosos ante los respaldos políticos al euro, pero con el gran déficit fiscal de los Estados Unidos, junto con la continua incertidumbre sobre sus mercados financieros, el dólar también es potencialmente vulnerable.
Hay algunos precedentes históricos de esta situación. En el decenio de 1960, la libra británica era la segunda divisa de reserva del mundo. Las autoridades americanas hicieron esfuerzos considerables para apoyar la libra, porque sabían que los mismos factores que hacían vulnerable la libra amenazaban también al dólar. Así, pues, se veía la libra como parte del perímetro de defensa del dólar. Los críticos lo vieron como el caso de dos patos cojos que se apoyaban mutuamente.
El frenesí de diplomacia telefónica de alto nivel en la primavera de 2010, en la que el Presidente Barack Obama apremió a los dirigentes europeos para que actuaran a fin de rescatar el euro, reveló que esa dinámica seguía en pie. Fue una extraordinaria demostración no sólo de lo difícil que resultó a los dirigentes europeos reaccionar coordinadamente, sino también de la importancia estratégica que reviste una segunda divisa de reserva para la mayor de ellas. En caso de que el euro se desplomara, la economía de los Estados Unidos sería sumamente vulnerable, por lo que los patos cojos de hoy necesitan abrazarse.
La analogía con el decenio de 1960 plantea la cuestión de si podría surgir –y cuándo– una nueva divisa internacional importante. Al cabo de pocos años, el reino de la libra como divisa internacional de confianza pasó a ser cosa del pasado. El yen y el marco alemán surgieron como nuevas divisas de reserva en potencia, aunque los gobiernos y los bancos centrales japoneses y alemanes sintieron profunda preocupación por ese nuevo papel de sus divisas y la inestabilidad que podía entrañar.
Retrospectivamente, muchos han considerado inevitable el cambio, pero en aquel momento pareció enormemente improbable. El ascenso del yen y del marco alemán ocurrió sólo veinte años después de la catastrófica devastación de la segunda guerra mundial, que había ido acompañada inevitablemente de inflación. Durante la ocupación de la inmediata posguerra, los planificadores militares de los EE.UU. tuvieron que imponer nuevos regímenes de divisas e instituciones de banca central.
Aún más extraordinario es que, cuando esas nuevas divisas surgieron como nuevas aspirantes a la condición de reserva, hacía poco que habían pasado a ser convertibles para las transacciones de la cuenta corriente y aún estaban limitadas las corrientes de capital. Alemana había pasado a la convertibilidad de la cuenta corriente en 1958, pero el Japón no lo hizo hasta 1964. Además, el Japón en particular no era especialmente acaudalado en una comparación internacional y ninguno de los dos países tenía mercados de capitales profundos ni bien desarrollados.
Sólo importaba un dato: unos impresionantes resultados de las exportaciones, pues los dos países mantuvieron grandes superávits comerciales durante varios años y a lo largo de diferentes fases del ciclo económico, gracias a lo cual parecieron una fuente de mayor estabilidad de las divisas que los Estados Unidos y Gran Bretaña. La acumulación de activos asociada con los superávits exteriores, junto con una continua fuerza exportadora, parecían una garantía de sus divisas. A diferencia del dólar y de la libra, el yen y el marco alemán no dependían de la atracción de corrientes extranjeras de capital.
Naturalmente, la conversión en divisa de reserva en potencia creaba una profunda vulnerabilidad. Tanto el Japón como Alemania liberalizaron muy lentamente sus sistemas financieros nacionales, pues intentaron limitar las entradas de capitales durante un período de tiempo considerable para evitar una rápida apreciación de sus divisas y la consiguiente erosión de su competitividad exportadora.
China pasó a la convertibilidad de la cuenta corriente en 1996, pero mantuvo un gran número de controles de los movimientos de capital, que han hecho de escudo contra el contagio financiero. ¿Siguen siendo necesarios?
La enseñanza que se desprende del decenio de 1960 indica que un renminbi totalmente convertible podría pasar a ser rápidamente una importante divisa de reserva internacional. Sería atractiva no sólo porque el Banco Popular de China y otras importantes entidades chinas tienen enormes activos extranjeros, sino también porque China produce bienes que los consumidores del mundo siguen queriendo comprar. La experiencia histórica de Alemania y del Japón y la reciente agitación financiera de los grandes países industrializados parece aconsejar no hacer ese cambio de política.
Pero, como país grande que es, China no tendría las vulnerabilidades de las divisas fuertes más pequeñas (la corona noruega o el franco suizo, por ejemplo) y, como suministrador de una divisa de reserva, China no necesitaría seguir acumulando reservas, lo que ha sido un importante factor que ha contribuido a la inestabilidad financiera mundial. Al sumárseles el renminbi como posible opción de reserva, los actuales patos cojos quedarían liberados de su matrimonio forzoso.