El default: panorámica de un clásico financiero

Johngo

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Por Laura García

Abbe Terray tenía una teoría bastante peculiar. El ministro de Finanzas francés (1768-1774) creía que los países debían defaultear al menos una vez cada vez 100 años para “restaurar el equilibrio”. Y de hecho, el default era cosa tan habitual en la Francia de esos días que la gente había bautizado a aquellos episodios tempranos de “reestructuración de deuda” en los que la monarquía “ejecutaba” a sus acreedores domésticos como “sangrías”. Una terapia cruenta pero necesaria.

La prescripción de Terray se tomaba tan al pie de la letra que en el período que va de 1500 a 1900 Francia faltó a sus compromisos de deuda en diez ocasiones, superada sólo por España, con un récord de 14 que se las ingenió para incumplir pagos siete veces sólo en el siglo XIX.



El ejemplo ilustra bien la tesis del profesor de Harvard Kenneth Rogoff. Los mercados emergentes no inventaron nada. Tampoco la Argentina, aunque haya sabido dar la nota con una cesación de pagos que se salió del molde y que desencadenó el proceso hasta ahora más largo y complejo de reestructuración del que se tenga memoria. “Encontramos que el default serial es casi un rito de iniciación universal a lo largo de la historia en la medida en que los países luchan por transformarse en economías avanzadas”, apunta el ex director de research del Fondo Monetario Internacional en su último trabajo.

Pero mucho antes del siglo XX, –de hecho en el año cuatro antes de Cristo–, fueron los griegos los que registraron el primer default en los anales de la historia. Se dice que diez de las trece municipalidades que integraban la Asociación Marítima de Atica reconocieron ser incapaces de repagar los préstamos del Templo de Delos y dieron así inicio a la larga procesión de incumplidores que las seguiría.

Pero los episodios de crisis crediticia suelen darse según un patrón que los agrupa. Rogoff identifica al menos cinco grandes ciclos en los que la ocurrencia de los default se intensificó: el primer ciclo se registró en la era napoleónica, el segundo abarcó de 1820 hasta fines de 1840 –una época en que casi la mitad de los países del globo estaban en default, incluida toda América latina–, el tercero arrancó en 1870 y se prolongó por dos décadas, mientras que el cuarto coincidió con el inicio de la Gran Depresión y llegó hasta inicios de 1950. De hecho, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial marcan un pico en la historia del default, con países que representaban el 40% del PIB mundial en cesación de pagos o proceso de reestructuración de sus obligaciones. Estos años sólo pueden compararse con el último y más reciente de los ciclos, que se centra en la crisis de mercados emergentes de los ochenta y los noventa.

Claro que las crisis fueron cambiando a medida que pasaban los años. Y una de las diferencias más notables es su duración: los default posteriores a la Segunda Guerra tienen una duración promedio de tres años contra los seis que solían prolongarse estos eventos entre 1800 y 1945. El cambio se explica básicamente por los avances en los mecanismos de resolución de las crisis. Basta pensar que a Egipto, como a otros, el default de 1876 le valió volverse eventualmente un protectorado británico.

El estudio de Rogoff arroja otro dato interesante. Los países africanos, por ejemplo, han pasado alrededor de la mitad de sus vidas independientes en default, pero rara vez rivalizan con los países latinoamericanos en el podio de ovejas negras por el simple hecho de que sus deudas son menores y las consecuencias sistémicas de sus colapsos, marginales (vale aclarar que se contemplan también los episodios de reprogramación de deuda considerados como eventos de default parcial). Y en el caso de muchos países, como México, Perú y Venezuela, alrededor del 40% del tiempo se ha vivido en situación de default. (Argentina transitó el 32% de su vida independiente con problemas de deuda, mientras que el récord se lo lleva Honduras, con el 65% de su vida en crisis crediticia).

Resulta curioso notar que la presencia argentina no es tan abrumadora como podría creerse. En el siglo XIX, Rogoff sólo registra dos eventos crediticios, –1827 y 1890–, mientras que Venezuela arrasa con seis crisis de deuda, seguida por Costa Rica, Honduras, Colombia y República Dominicana, con cuatro. La primera mención a la Argentina recuerda el empréstito de 1824 de la firma inglesa Baring Brothers que terminó financiando la onerosa guerra con Brasil y obligó a declarar el primer default criollo. La segunda alude a otro de los momentos críticos que dejó a la Argentina al borde de un nuevo incumplimiento y que llevó al por entonces presidente Carlos Pelligrini a asegurar que de ser necesario remataría la Casa de Gobierno. En el siglo XX, Argentina suma cinco crisis, incluyendo el default de Alfonsín en 1988 después del sobreendeudamiento colosal impulsado por los militares y el mega-default del 2001, con sus u$s 122.000 millones y sus aplausos en el Congreso. Sin embargo, países como Ecuador y Perú vivieron seis situaciones de default total o parcial y Brasil, siete.

La conclusión de la investigación de Rogoff, publicada en su libro “This time is different: Eight centuries of financial folly”, no es muy tranquilizadora. Tiene la ventaja, es cierto, de despojar del estigma de defaulteador empedernido a los países que, como la Argentina, tienen una historia financiera “accidentada”. Pero el mensaje también busca desbaratar lo que el profesor llama la ilusión de que “esta vez es diferente”, alentada por el hecho de que los grandes episodios de default ocurren con espacios de años, incluso décadas, entre sí. Es una conclusión que la historia avala sin fisuras pero que llega a destiempo para el abatido ánimo argentino. Casi una década después, aún forcejeando para tratar de salir del último default, la Argentina no pareciera en riesgo de caer presa de ese espejismo. Más bien impera un fatalismo cíclico y quizás defensivo que nos prepara para que todo –dentro de un cierto tiempo– vuelva a ocurrir otra vez.

Fuente: El Cronista
 
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