El rescate de la economía griega puso a prueba el consenso entre dos países clave. Pero un continente que envejece se hace cada vez más egoísta, inflexible y temeroso del cambio.
Por: Carlos Pérez Llana
EXPERTO EN RELACIONES INTERNACIONALES
Las dudas sobre la ayuda a Grecia han hecho trastabillar al euro y pusieron en duda el futuro de la Unión Europea. Como ocurrió desde el lanzamiento de la integración, el eje franco-germano decidió el auxilio incluyendo, como reclamó Alemania, al FMI.
Los mensajes previos fueron desalentadores. La canciller, Angela Merkel, resistió hasta que pudo, rechazando los llamados pro solidaridad argumentado con atajos: propuso una suerte de "policía fiscal", que denominó Fondo Monetario Europeo, y amenazó con expulsar del euro a los países, como Grecia, laxos.
El presidente Nicolás Sarkozy siempre defendió la ayuda al gobierno de Atenas. No aceptó la idea de un Fondo Monetario regional inviable, que supone reformas institucionales de largo aliento, y peligroso para Francia, porque detrás de esa idea se oculta un deseo alemán inconfesable: monitorear las economías de sus vecinos desde la perspectiva del modelo alemán. La encargada de responder duramente a Berlín fue la ministra de Economía francesa, Christine Lagarde, quien en The Financial Times acusó al gobierno alemán de atentar contra la estabilidad del euro, al impulsar una política de limitación salarial que sacrifica la demanda interna alemana, privilegiando las exportaciones en detrimento de los vecinos y de los equilibrios.
En otras palabras, ese contrapunto en el núcleo europeo reflejó la pugna entre dos visiones económicas y políticas. Este debate va más allá de la ayuda puntual a Grecia.
Paradójicamente, China y Alemania hoy adhieren a la misma política: "exportemos productos y preservemos nuestros intereses nacionales". En Pekín esa posición no-cooperativa se expresa en mantener su moneda subvaluada, generando excedentes comerciales que afectan a Europa y particularmente a los EE. UU. En Alemania el gobierno castiga el consumo aumentando el IVA e instala el pánico, para negociar con los sindicatos estabilidad laboral a cambio de autocontención salarial. Como suele ocurrir, en Berlín se recurre a un relato moral: "somos las hormigas que trabajamos, mientras los países como Grecia son las cigarras que derrochan". Obviamente este relato es muy receptivo en una sociedad históricamente proclive a la sobreestimación.
Lo que en verdad ocurre es que los excedentes chinos y germanos son los déficits de los otros, semejanzas que el columnista M. Wolf, del Financial Times, destacó con un título: "Pekín, Berlín, el mismo combate".
Más allá de la economía, la lectura política es imprescindible. No se puede soslayar que el rigor anti-griego que exhumó la canciller Merkel es una excusa prejuiciosa que ignora otros déficits que se asemejan al 12,7% del PBI que ostenta Grecia: en EE. UU. el déficit alcanza el 11%; el 12% en Londres y en Irlanda llega al 14%. Portugal, Francia e Italia también integran el mismo lote. Este sesgo anti-Mediterráneo que sobrevuela en Berlín no es ajeno a la personalidad de la canciller, una mujer oriunda de la ex-Alemania Oriental, por lo tanto alejada de la empresa europea, que no pertenece a la generación que sufrió la guerra y que en los primeros días de mayo expondrá a su gobierno en complicadas elecciones legislativas, liderando una alianza democristiano-liberal que está cayendo en las encuestas de opinión y que reflejan también el rechazo de los alemanes a cualquier tipo de ayuda a Grecia.
En clave política, la posición del presidente Sarkozy también tiene sus explicaciones. Acaba de sufrir una dura derrota en las recientes elecciones regionales donde el tema central giró en torno a la economía, concretamente el desempleo, y no está en condiciones de adherir al modelo de reformas que propone la derecha alemana, por la sencilla razón que el "modelo renano" nunca encontró adhesiones en Francia. El gobierno francés tampoco comparte la misma lectura de la crisis financiera internacional y no ignora que si Grecia cae, algunos bancos galos crujirán junto a los alemanes.
Mientras Berlín apuesta a que mejorando la productividad es posible salvarse, París sostiene que aún así resulta imposible, si no se apela a políticas estaduales activas, si no se regulan las prácticas financieras, si no se combate el "dumping social asiático" y se impulsa una nueva arquitectura económica internacional.
La crisis desatada en torno a Grecia desnudó las debilidades de la Unión Europea y del euro. El motor franco-alemán se puso a prueba, pero habrá que constatar cuánto se debilitó ese vínculo fundacional, sobre todo porque en Berlín entraron en colisión dos mitos fundadores de la Alemania de posguerra: sacralización de la moneda (ayer el marco, hoy el euro) y la opción europea.
Así el viejo continente estuvo a punto de fracturarse en torno a una "falla civilizatoria" que todavía divide al Norte y al Sur. Se trata de sociedades que al envejecer deben optar entre consumo y ahorro. Cabe también advertir que una demografía estancada es, por definición, egoísta, inflexible y temerosa al cambio.
En la Europa destruida de los 40, J.M. Keynes sabiamente propuso una moneda global que rechazaron los EE. UU. Tal vez ahora, en la misma geografía, resurja esa idea, el único camino que nos aleja del desorden financiero y del proteccionismo comercial.
Por: Carlos Pérez Llana
EXPERTO EN RELACIONES INTERNACIONALES
Las dudas sobre la ayuda a Grecia han hecho trastabillar al euro y pusieron en duda el futuro de la Unión Europea. Como ocurrió desde el lanzamiento de la integración, el eje franco-germano decidió el auxilio incluyendo, como reclamó Alemania, al FMI.
Los mensajes previos fueron desalentadores. La canciller, Angela Merkel, resistió hasta que pudo, rechazando los llamados pro solidaridad argumentado con atajos: propuso una suerte de "policía fiscal", que denominó Fondo Monetario Europeo, y amenazó con expulsar del euro a los países, como Grecia, laxos.
El presidente Nicolás Sarkozy siempre defendió la ayuda al gobierno de Atenas. No aceptó la idea de un Fondo Monetario regional inviable, que supone reformas institucionales de largo aliento, y peligroso para Francia, porque detrás de esa idea se oculta un deseo alemán inconfesable: monitorear las economías de sus vecinos desde la perspectiva del modelo alemán. La encargada de responder duramente a Berlín fue la ministra de Economía francesa, Christine Lagarde, quien en The Financial Times acusó al gobierno alemán de atentar contra la estabilidad del euro, al impulsar una política de limitación salarial que sacrifica la demanda interna alemana, privilegiando las exportaciones en detrimento de los vecinos y de los equilibrios.
En otras palabras, ese contrapunto en el núcleo europeo reflejó la pugna entre dos visiones económicas y políticas. Este debate va más allá de la ayuda puntual a Grecia.
Paradójicamente, China y Alemania hoy adhieren a la misma política: "exportemos productos y preservemos nuestros intereses nacionales". En Pekín esa posición no-cooperativa se expresa en mantener su moneda subvaluada, generando excedentes comerciales que afectan a Europa y particularmente a los EE. UU. En Alemania el gobierno castiga el consumo aumentando el IVA e instala el pánico, para negociar con los sindicatos estabilidad laboral a cambio de autocontención salarial. Como suele ocurrir, en Berlín se recurre a un relato moral: "somos las hormigas que trabajamos, mientras los países como Grecia son las cigarras que derrochan". Obviamente este relato es muy receptivo en una sociedad históricamente proclive a la sobreestimación.
Lo que en verdad ocurre es que los excedentes chinos y germanos son los déficits de los otros, semejanzas que el columnista M. Wolf, del Financial Times, destacó con un título: "Pekín, Berlín, el mismo combate".
Más allá de la economía, la lectura política es imprescindible. No se puede soslayar que el rigor anti-griego que exhumó la canciller Merkel es una excusa prejuiciosa que ignora otros déficits que se asemejan al 12,7% del PBI que ostenta Grecia: en EE. UU. el déficit alcanza el 11%; el 12% en Londres y en Irlanda llega al 14%. Portugal, Francia e Italia también integran el mismo lote. Este sesgo anti-Mediterráneo que sobrevuela en Berlín no es ajeno a la personalidad de la canciller, una mujer oriunda de la ex-Alemania Oriental, por lo tanto alejada de la empresa europea, que no pertenece a la generación que sufrió la guerra y que en los primeros días de mayo expondrá a su gobierno en complicadas elecciones legislativas, liderando una alianza democristiano-liberal que está cayendo en las encuestas de opinión y que reflejan también el rechazo de los alemanes a cualquier tipo de ayuda a Grecia.
En clave política, la posición del presidente Sarkozy también tiene sus explicaciones. Acaba de sufrir una dura derrota en las recientes elecciones regionales donde el tema central giró en torno a la economía, concretamente el desempleo, y no está en condiciones de adherir al modelo de reformas que propone la derecha alemana, por la sencilla razón que el "modelo renano" nunca encontró adhesiones en Francia. El gobierno francés tampoco comparte la misma lectura de la crisis financiera internacional y no ignora que si Grecia cae, algunos bancos galos crujirán junto a los alemanes.
Mientras Berlín apuesta a que mejorando la productividad es posible salvarse, París sostiene que aún así resulta imposible, si no se apela a políticas estaduales activas, si no se regulan las prácticas financieras, si no se combate el "dumping social asiático" y se impulsa una nueva arquitectura económica internacional.
La crisis desatada en torno a Grecia desnudó las debilidades de la Unión Europea y del euro. El motor franco-alemán se puso a prueba, pero habrá que constatar cuánto se debilitó ese vínculo fundacional, sobre todo porque en Berlín entraron en colisión dos mitos fundadores de la Alemania de posguerra: sacralización de la moneda (ayer el marco, hoy el euro) y la opción europea.
Así el viejo continente estuvo a punto de fracturarse en torno a una "falla civilizatoria" que todavía divide al Norte y al Sur. Se trata de sociedades que al envejecer deben optar entre consumo y ahorro. Cabe también advertir que una demografía estancada es, por definición, egoísta, inflexible y temerosa al cambio.
En la Europa destruida de los 40, J.M. Keynes sabiamente propuso una moneda global que rechazaron los EE. UU. Tal vez ahora, en la misma geografía, resurja esa idea, el único camino que nos aleja del desorden financiero y del proteccionismo comercial.