Necesidad del concepto de ciudadanía europea

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El libre tránsito de bienes y servicios, mano de obra, capital e ideas (las ''cuatro libertades'' del mercado único), da como resultado que gran parte de lo que hacen los Estados-nación tradicionales de Europa (es decir, defender esas libertades dentro de un territorio más pequeño) sea irrelevante. Con las fronteras internas de la UE reducidas a demarcaciones netamente administrativas, esa tarea ha recaído en instituciones que esgrimen una autoridad preferente inmensa sobre los Estados miembros. Por ello, es necesario encontrar una alternativa para la definición de ciudadanía que considere a estas instituciones simplemente como una especie de representación formalizada de la voluntad política común de los Estados miembros.

¿Cómo debe de ser una concepción alternativa de la ciudadanía europea? No se puede sencillamente trasladar el modelo estadounidense de identidad política, forjado por un legado de inmigración e integración cultural voluntaria, a Europa, donde están tan arraigadas tradiciones, culturas y actitudes distintivas. Sin embargo, una concepción básica y mínima de ciudadanía es esencial cuando un polaco y una sueca pueden enamorarse mientras estudian en España, empezar sus carreras en Alemania y establecerse para criar una familia en Italia. La ciudadanía común no exige una forma de vida común, valores existenciales comunes o pasados históricos comunes.

De hecho, esta es la única definición democrática y estable de ciudadanía europea, porque es la única que podría recibir la aceptación y lealtad de todos los individuos. Es claro que, en el mundo real, la gente no suele tener la oportunidad de escoger la estructura básica de su sociedad, pero supongamos, en el espíritu del famoso experimento mental que el filósofo John Rawles planteó en su libro Teoría de la Justicia , que se nos da la oportunidad de escoger las reglas -aunque sin saber que formaremos parte de esa sociedad hipotética.

Si asumimos que somos racionales, debemos calcular que podríamos formar parte de una minoría cultural. Obviamente, no vamos a escoger reglas que definan la ciudadanía en términos de una identidad cultural particular. Al contrario, buscaremos garantizar el éxito asegurándonos de que la ciudadanía esté constituída por los derechos de participación individual en proyectos colectivos, con el respaldo de un sistema legal que garantice esos derechos.

La ciudadanía en este sentido considera a la soberanía política y a la legitimidad como elementos de instituciones que promueven la cooperación social voluntaria al encarnar reglas de interacción que, desde la perspectiva de todos, resultan justas y eficientes. Si la represión fuera suficiente para asegurar la obediencia a esas reglas, la legitimidad democrática no tendría importancia. Como la caída del comunismo en Europa del Este demostró, la represión por sí sola no es una buena garantía de estabilidad.

La ciudadanía europea, entendida así, es compatible con una multitud de identidades que incluyen grupos familiares o de amigos, asociaciones y corporaciones profesionales, comunidades regionales y afinidades culturales, políticas y religiosas compartidas. Una concepción de este tipo estabiliza la cooperación social al interior de Europa porque refleja un consenso normativo básico en cuanto al diseño de instituciones, y, de esa forma, orienta el comportamiento individual para preservarlas.

De hecho, una concepción bien desarrollada de la ciudadanía democrática siempre hará énfasis en los derechos individuales. La ciudadanía no está constituída por grupos, sino por individuos que interactúan como ciudadanos con intereses y metas específicas. Esto significa que promueven sus intereses y buscan alcanzar sus metas en el marco de reglas de interacción comúnmente aceptadas, que incluyen, naturalmente, reglas para la solución de conflictos entre identidades colectivas diferentes.

Julian Nida-Rümelin es profesor de filosofía en la Universidad de Gottingen
 
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