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parlantclar
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Todo el mundo aborrece a un hipócrita. Cuando los Estados predican virtudes que no practican o ponen menos trabas a los aliados, los interlocutores comerciales o los correligionarios que a otros, irritación y falta de colaboración es lo menos que pueden esperarse. El de la adopción de decisiones internacionales es un asunto pragmático y cínico, pero la tolerancia para la doble vara de medir tiene sus límites.
Rusia lo descubrió cuando invocó la doctrina del “deber de proteger” para intentar justificar su invasión de Georgia en 2008. El fomento de la democracia por parte de los Estados Unidos y la Unión Europea resulta ridículo cuando se aplica sólo a las elecciones en las que triunfan aquellos a quienes se considera aceptables, a diferencia de lo que ocurrió con la votación de 2008 en Gaza, en la que triunfó Hamás. Los Estados que cuentan con armas nucleares siguen comprobando mediante los contratiempos que fortalecer el régimen de no proliferación resulta difícil de justificar cuando resulta que en materia de desarme avanzan a paso de tortuga.
Y la invasión del Iraq en 2003 sigue siendo un regalo para los descontentos del mundo: aceptar las resoluciones del Consejo de Seguridad sólo cuando se consigue lo que se pretende, pero prescindir de él o socavarlo cuando no, no es la forma de fomentar un orden internacional cooperativo y basado en las normas.
Pero en el mundo real, ¿hasta qué punto se puede ser coherente al reaccionar ante genocidios y otras atrocidades en gran escala, incumplimientos de tratados, violaciones de las fronteras u otras conculcaciones graves del derecho internacional? Exigir que se traten igual todos los casos que parezcan iguales podría poner el listón demasiado alto y, desde luego, quienes afirmen que, si no se puede actuar en todas partes, no se debe hacerlo en ninguna, corren el riesgo de llegar a ser rehenes de los críticos, como los que atacan la intervención en Libia.
Los casos más difíciles, los que siempre inspiran las emociones más intensas, son los que entrañan la utilización coercitiva de la fuerza militar. ¿Por qué golpear en Libia, pero no en Darfur... o en el Yemen, Baréin o Siria? Si las de la intervención militar en Libia y en Côte d’Ivoire fueron decisiones correctas, ¿por qué no lo fue la invasión del Iraq en 2003, en vista de los numerosos crímenes de Sadam? ¿Qué crédito puede tener el deber de proteger cuando sabemos que, por grave que sea la situación en el Tíbet, en Xinjiang o en el norte del Cáucaso, una intervención militar contra China o Rusia siempre quedará excluida?
El ex Presidente de los EE.UU. George Bush no se anduvo con “sutilezas” precisamente, como tampoco lo hacen la mayoría de los expertos en política exterior del mundo, pero precisamente la sutileza es lo que se necesita y hay instrumentos para aplicarla en las cinco pruebas de legitimidad para la utilización de la fuerza –en cualquier situación y no sólo en la de crímenes atroces en gran escala– recomendadas por el ex Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan y el grupo de expertos de alto nivel que éste nombró para que asesoraran en la Cumbre Mundial de 2005 sobre las reformas del sistema mundial de seguridad.
Ni la Asamblea General ni el Consejo de Seguridad han aprobado aún oficialmente esas directrices, que siguen siendo un simple ruido de fondo en los debates internacionales actuales, pero su utilidad práctica, combinada con un largo pedigrí filosófico, justifica un relieve público mucho mayor.
La primera prueba es la de la gravedad del riesgo: ¿es el daño que amenaza de una clase y una magnitud que justifiquen prima facie la utilización de la fuerza? El riesgo de un inminente baño de sangre civil era tan real en Bengasi y en Abidján el mes pasado como lo era en Ruanda en 1994. En cambio, no había ese riesgo inminente en el Iraq en 2003, aunque lo había habido antes, desde luego, durante más de un decenio para los kurdos del norte del país y los chiítas del sur.
Las situaciones actuales en Baréin, el Yemen y Siria están en el límite: son horribles, pero de pequeña magnitud y tal vez remediables mediante presiones que excluyan la intervención militar (que los EE.UU. y sus aliados podrían aplicar mucho más útilmente).
La segunda prueba es la de si el objetivo primordial de la propuesta intervención militar es el de detener o impedir la amenaza de que se trate. Libia la aprueba, como la mayoría de los otros casos recientes: si la motivación primordial hubiera sido el petróleo o el cambio de régimen, la Liga Árabe y el Consejo de Seguridad nunca habrían aprobado la intervención militar. En cambio, a Rusia le resultó difícil encontrar a alguien que aceptara su afirmación de que la razón primordial para su aventura de 2008 en Osetia del Sur fue la protección civil.
La tercera prueba es la de si se han analizado todas las opciones no militares y se han considerado inviables. Una vez más, el de Libia era un caso de manual: la resolución 1970 aplicaba sanciones específicas, un embargo de armas y la amenaza de procesamiento en el Tribunal Penal Internacional para centrar la atención del coronel Muamar El Gadafi en la protección civil. Sólo cuando fracasaron se aceptó –en la resolución 1973– el recurso a la opción militar. En el Iraq en 2003, no se habían agotado ni mucho menos las opciones previas, cosa que también se puede afirmar ahora en los casos de Baréin, el Yemen y Siria.
La cuarta prueba es de proporcionalidad: ¿son la magnitud, la duración y la intensidad de la propuesta intervención militar el mínimo necesario para afrontar la amenaza? Como en Libia se perfila un punto muerto militar, habrá la tentación cada vez mayor de hacer extensiva la autoridad legal de las Naciones Unidas –y el apoyo moral y político que la acompaña– hasta un punto insostenible y la OTAN está ahora cerca de esa línea. Si quiere preservar su crédito y la capacidad del mundo para intervenir en casos similares que conmocionan la conciencia humana, no debe cruzarla.
Con la prueba final –y por lo general más sólida– de legitimidad se intentan equilibrar las consecuencias. ¿Se beneficiará o se perjudicará a quienes corren riesgo? Eso fue siempre lo que impidió actuar en Darfur: cualquier intento de invasión del Sudán habría sido desastroso para los dos millones de desplazados y habría vuelto a avivar el conflicto, aún más mortífero, entre el Norte y el Sur de ese país.
Esa prueba explica la impunidad efectiva de China, Rusia y otras grandes potencias: por grave que sea su comportamiento interno, cualquier intento de invasión desencadenaría una conflagración mucho mayor. Para poner fin al sufrimiento de Libia, hará falta algo más que la intervención militar, pero, como en Côte d’Ivoire, resulta difícil sostener que la utilización de la fuerza vaya a costar más vidas que las que salvará,
Mantener un rumbo intermedio entre la doble vara de medir y la necesaria selectividad es difícil, pero, cuando se examinan con los criterios idóneos, casos que en un principio parecen iguales, con frecuencia resultan muy diferentes. Aun cuando no lo sean, no cabe duda de que entra en juego un principio superior. Cuando nuestra humanidad común está amenazada, aun cuando no podamos hacer todo lo que deberíamos, ¿no deberíamos hacer al menos lo que podamos?
Gareth Evans, ex ministro de Asuntos Exteriores de Australia
Rusia lo descubrió cuando invocó la doctrina del “deber de proteger” para intentar justificar su invasión de Georgia en 2008. El fomento de la democracia por parte de los Estados Unidos y la Unión Europea resulta ridículo cuando se aplica sólo a las elecciones en las que triunfan aquellos a quienes se considera aceptables, a diferencia de lo que ocurrió con la votación de 2008 en Gaza, en la que triunfó Hamás. Los Estados que cuentan con armas nucleares siguen comprobando mediante los contratiempos que fortalecer el régimen de no proliferación resulta difícil de justificar cuando resulta que en materia de desarme avanzan a paso de tortuga.
Y la invasión del Iraq en 2003 sigue siendo un regalo para los descontentos del mundo: aceptar las resoluciones del Consejo de Seguridad sólo cuando se consigue lo que se pretende, pero prescindir de él o socavarlo cuando no, no es la forma de fomentar un orden internacional cooperativo y basado en las normas.
Pero en el mundo real, ¿hasta qué punto se puede ser coherente al reaccionar ante genocidios y otras atrocidades en gran escala, incumplimientos de tratados, violaciones de las fronteras u otras conculcaciones graves del derecho internacional? Exigir que se traten igual todos los casos que parezcan iguales podría poner el listón demasiado alto y, desde luego, quienes afirmen que, si no se puede actuar en todas partes, no se debe hacerlo en ninguna, corren el riesgo de llegar a ser rehenes de los críticos, como los que atacan la intervención en Libia.
Los casos más difíciles, los que siempre inspiran las emociones más intensas, son los que entrañan la utilización coercitiva de la fuerza militar. ¿Por qué golpear en Libia, pero no en Darfur... o en el Yemen, Baréin o Siria? Si las de la intervención militar en Libia y en Côte d’Ivoire fueron decisiones correctas, ¿por qué no lo fue la invasión del Iraq en 2003, en vista de los numerosos crímenes de Sadam? ¿Qué crédito puede tener el deber de proteger cuando sabemos que, por grave que sea la situación en el Tíbet, en Xinjiang o en el norte del Cáucaso, una intervención militar contra China o Rusia siempre quedará excluida?
El ex Presidente de los EE.UU. George Bush no se anduvo con “sutilezas” precisamente, como tampoco lo hacen la mayoría de los expertos en política exterior del mundo, pero precisamente la sutileza es lo que se necesita y hay instrumentos para aplicarla en las cinco pruebas de legitimidad para la utilización de la fuerza –en cualquier situación y no sólo en la de crímenes atroces en gran escala– recomendadas por el ex Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan y el grupo de expertos de alto nivel que éste nombró para que asesoraran en la Cumbre Mundial de 2005 sobre las reformas del sistema mundial de seguridad.
Ni la Asamblea General ni el Consejo de Seguridad han aprobado aún oficialmente esas directrices, que siguen siendo un simple ruido de fondo en los debates internacionales actuales, pero su utilidad práctica, combinada con un largo pedigrí filosófico, justifica un relieve público mucho mayor.
La primera prueba es la de la gravedad del riesgo: ¿es el daño que amenaza de una clase y una magnitud que justifiquen prima facie la utilización de la fuerza? El riesgo de un inminente baño de sangre civil era tan real en Bengasi y en Abidján el mes pasado como lo era en Ruanda en 1994. En cambio, no había ese riesgo inminente en el Iraq en 2003, aunque lo había habido antes, desde luego, durante más de un decenio para los kurdos del norte del país y los chiítas del sur.
Las situaciones actuales en Baréin, el Yemen y Siria están en el límite: son horribles, pero de pequeña magnitud y tal vez remediables mediante presiones que excluyan la intervención militar (que los EE.UU. y sus aliados podrían aplicar mucho más útilmente).
La segunda prueba es la de si el objetivo primordial de la propuesta intervención militar es el de detener o impedir la amenaza de que se trate. Libia la aprueba, como la mayoría de los otros casos recientes: si la motivación primordial hubiera sido el petróleo o el cambio de régimen, la Liga Árabe y el Consejo de Seguridad nunca habrían aprobado la intervención militar. En cambio, a Rusia le resultó difícil encontrar a alguien que aceptara su afirmación de que la razón primordial para su aventura de 2008 en Osetia del Sur fue la protección civil.
La tercera prueba es la de si se han analizado todas las opciones no militares y se han considerado inviables. Una vez más, el de Libia era un caso de manual: la resolución 1970 aplicaba sanciones específicas, un embargo de armas y la amenaza de procesamiento en el Tribunal Penal Internacional para centrar la atención del coronel Muamar El Gadafi en la protección civil. Sólo cuando fracasaron se aceptó –en la resolución 1973– el recurso a la opción militar. En el Iraq en 2003, no se habían agotado ni mucho menos las opciones previas, cosa que también se puede afirmar ahora en los casos de Baréin, el Yemen y Siria.
La cuarta prueba es de proporcionalidad: ¿son la magnitud, la duración y la intensidad de la propuesta intervención militar el mínimo necesario para afrontar la amenaza? Como en Libia se perfila un punto muerto militar, habrá la tentación cada vez mayor de hacer extensiva la autoridad legal de las Naciones Unidas –y el apoyo moral y político que la acompaña– hasta un punto insostenible y la OTAN está ahora cerca de esa línea. Si quiere preservar su crédito y la capacidad del mundo para intervenir en casos similares que conmocionan la conciencia humana, no debe cruzarla.
Con la prueba final –y por lo general más sólida– de legitimidad se intentan equilibrar las consecuencias. ¿Se beneficiará o se perjudicará a quienes corren riesgo? Eso fue siempre lo que impidió actuar en Darfur: cualquier intento de invasión del Sudán habría sido desastroso para los dos millones de desplazados y habría vuelto a avivar el conflicto, aún más mortífero, entre el Norte y el Sur de ese país.
Esa prueba explica la impunidad efectiva de China, Rusia y otras grandes potencias: por grave que sea su comportamiento interno, cualquier intento de invasión desencadenaría una conflagración mucho mayor. Para poner fin al sufrimiento de Libia, hará falta algo más que la intervención militar, pero, como en Côte d’Ivoire, resulta difícil sostener que la utilización de la fuerza vaya a costar más vidas que las que salvará,
Mantener un rumbo intermedio entre la doble vara de medir y la necesaria selectividad es difícil, pero, cuando se examinan con los criterios idóneos, casos que en un principio parecen iguales, con frecuencia resultan muy diferentes. Aun cuando no lo sean, no cabe duda de que entra en juego un principio superior. Cuando nuestra humanidad común está amenazada, aun cuando no podamos hacer todo lo que deberíamos, ¿no deberíamos hacer al menos lo que podamos?
Gareth Evans, ex ministro de Asuntos Exteriores de Australia