DIFERENCIA CENTRAL ¿BAKER O BRADY?
La respuesta a la pregunta recurrente sobre qué lecciones brinda el mundo emergente para la crisis de deuda europea no es tanto la gastada (e imprecisa) comparación con el default argentino en 2001 sino un episodio más antiguo: la resolución de la crisis de deuda de países en desarrollo a principios de los 80, sostiene el columnista. “La experiencia de América Latina Sugiere evitar la reprogramación de una deuda insostenible que sólo perpetuaría La agonía”
La respuesta a la pregunta recurrente sobre qué lecciones ofrece el mundo emergente para la crisis de deuda europea no es tanto la gastada (e imprecisa) comparación con el default argentino en 2001 sino un episodio más antiguo: la resolución de la crisis de deuda de países en desarrollo a principios de los 80.
Esquemáticamente, los orígenes de aquella crisis se remontan a la suba del precio del crudo en los 70, y a los abundantes ahorros de los países petroleros recirculados a economías en desarrollo (en su mayor parte, de América Latina) por bancos internacionales buscando rendimiento en épocas de tasas bajas. Seducidos por el dinero fácil, países como Argentina, Brasil, México o Perú generaron una abultada deuda pública en moneda extranjera que probó ser impagable cuando la tasa de interés se normalizó, los petrodólares se agotaron, y las monedas se depreciaron empujando los cocientes de deuda hacia niveles insostenibles.
Entonces, la primera respuesta fue la negación: paquetes de ajuste fiscal para evitar el default, financiados por el FMI y patrocinados por los EE.UU. (donde la mayoría de los bancos acreedores estaban domiciliados). La segunda respuesta fue estirar los plazos: en 1985 el plan Baker sumó la participación privada en la forma de una reprogramación voluntaria de los préstamos bancarios. El resultado: una “resaca de deuda” que inhibió la inversión y desató frecuentes salidas de capitales, un crecimiento económico pobre, y cocientes de deuda sobre producto en ascenso. La década perdida de América Latina.
Recién en 1989 los actores involucrados reconocieron que un país insolvente (esto es, un país para el cual no existe un ajuste económica y políticamente realista que haga sostenible el servicio de deuda) requiere algún tipo de alivio a través de una quita al valor nominal de sus obligaciones. Así surgió el plan Brady, ideado por el entonces secretario del Tesoro de los EE.UU., por el que se canjearon préstamos bancarios irrecuperables por bonos emitidos con descuento –los bonos Brady que serían la semilla de los mercados emergentes en los 90.
Desde esta perspectiva, Europa parecería estar hoy a mitad de camino entre la negación (el rechazo a una reestructuración de cualquier tipo, como plantea el presidente del Banco Central Europea Jean-Claude Trichet) y una solución tipo Baker (un estiramiento unilateral de los plazos de pagos por parte de los bancos, visión compartida por los ministros de Finanzas de Francia y Alemania).
Es tentador ilustrar estas posiciones como un debate entre el banco central y los gobiernos acerca de la responsabilidad fiscal colectiva. Después de todo, si partimos de la base de que hay un límite a los recursos a obtener por el ajuste y la venta de activos griegos sin asfixiar el crecimiento o socavar el apoyo político local, sólo hay otros dos actores para pagar el saldo de la cuenta: los acreedores privados y los demás miembros de la eurozona.
Esta es, de hecho, la diferencia central entre esta periferia europea y aquella América Latina. Entonces, si bien tardó años en llegarse a un consenso, quedaba claro que los acreedores no recuperarían la totalidad de los préstamos y deberían soportar un recorte. Hoy, en cambio, Grecia cuenta con Europa, y no son pocos los que argumentan que el éxito del euro depende en parte de que la eurozona evolucione hacia una unión fiscal que atienda estos problemas (en este caso, que transfiera recursos de los miembros solventes para pagar las deudas de los miembros quebrados).
Es esto, y no quién paga para el déficit financiero de Grecia en 2012, lo que divide las aguas. “Uno no le puede pedir al contribuyente europeo que solvente el rescate de Grecia y después reestructurar su deuda”, sostiene Christian Noyer, presidente del Banco de Francia. ¿Debería entonces Europa garantizar toda la deuda soberana griega (y la de otros estados miembros)? En otras palabras, debería seguir pagando el contribuyente europeo? “Los estados miembros fuertes no proveerán una red de seguridad automática para los estados miembros débiles” le responde el ministro Schauble. “Si la sostenibilidad no puede ser garantizada, la participación del sector privado es inevitable.” (Hay quien dice, sin embargo, que Schauble fue mal traducido, y que lo que sugería no era una restructuración sino un mayor ajuste griego.) En este contexto, un “reperfilamiento” a la Baker no parecería ser el camino a seguir. No sólo no hace nada para mitigar el exceso de deuda de Grecia y su exclusión de los mercados de capitales, ni para reducir el riesgo latente sobre otros estados europeos endeudados (o sobre Europa en general), sino que elude el problema central de la distribución de pérdidas –problema que, como ilustra la historia latinoamericana, puede tardar años en resolverse.
¿Funcionaría un plan Brady? Sí. No mejoraría la competitividad griega ni sus desequilibrios fiscales, pero aliviaría la carga y, al hacer borrón y cuenta nueva, daría incentivos políticos a las reformas al mostrar que no todo el esfuerzo iría a parar a las arcas de los acreedores. Además, aportaría un factor disciplinador en la medida en que el mercado reconociera que el riesgo de la eurozona no es uno sino muchos, y que el costo del dinero discriminara entre países –algo que habría contribuido a evitar la presente crisis.
¿Funcionaría una unión fiscal? Si. Evitaría el contagio a otros miembros endeudados (que un Brady griego inevitablemente precipitaría), eliminando las diferencias de riesgo crediticio entre países –como sucedió en la convergencia de tasas de interés a principios de los 00, sólo que de manera formal y completa. Por esto mismo, requeriría reglas más duras y una pérdida parcial de la soberanía fiscal, para moderar el oportunismo y el riesgo moral.
Una extensión de plazos tipo Baker como la que hoy se propone para salir del paso permite ganar tiempo para reducir la exposición de la banca europea y el contagio de otros países deudores a un default griego. Pero, por el mismo motivo, le juega en contra a una salida tipo Brady, en la medida en que el apoyo europeo –tanto a través del fondo de estabilización como de los redescuentos del banco central –de a poco termina rescatando precisamente a aquellos deudores privados que deberían pagar parte del costo en el escenario de restructuración. De hecho, aunque nadie en Bruselas se atreva a mencionar el tema, al posponer el default a costa de una gradual socialización de las deudas griegas, la eurozona se está moviendo de facto hacia a una unión fiscal.
La elección entre esta opción y alguna variante del default es una decisión que sólo los miembros de la eurozona pueden tomar. Pero la experiencia de América Latina sugiere evitar la reprogramación de una deuda insostenible que sólo perpetuaría la agonía. Un Baker griego es un parche ineficaz, a medias entre la autonomía fiscal y la unión fiscal, que gambetea una vez más el gran dilema pendiente del euro, dilema que esta crisis debería contribuir a resolver.
Eduardo Levy Yeyati Director De CIPPEC*
*El autor es Director de Desarrollo Económico de CIPPEC y y Senior Fellow de Brookings Institution
La respuesta a la pregunta recurrente sobre qué lecciones brinda el mundo emergente para la crisis de deuda europea no es tanto la gastada (e imprecisa) comparación con el default argentino en 2001 sino un episodio más antiguo: la resolución de la crisis de deuda de países en desarrollo a principios de los 80, sostiene el columnista. “La experiencia de América Latina Sugiere evitar la reprogramación de una deuda insostenible que sólo perpetuaría La agonía”
La respuesta a la pregunta recurrente sobre qué lecciones ofrece el mundo emergente para la crisis de deuda europea no es tanto la gastada (e imprecisa) comparación con el default argentino en 2001 sino un episodio más antiguo: la resolución de la crisis de deuda de países en desarrollo a principios de los 80.
Esquemáticamente, los orígenes de aquella crisis se remontan a la suba del precio del crudo en los 70, y a los abundantes ahorros de los países petroleros recirculados a economías en desarrollo (en su mayor parte, de América Latina) por bancos internacionales buscando rendimiento en épocas de tasas bajas. Seducidos por el dinero fácil, países como Argentina, Brasil, México o Perú generaron una abultada deuda pública en moneda extranjera que probó ser impagable cuando la tasa de interés se normalizó, los petrodólares se agotaron, y las monedas se depreciaron empujando los cocientes de deuda hacia niveles insostenibles.
Entonces, la primera respuesta fue la negación: paquetes de ajuste fiscal para evitar el default, financiados por el FMI y patrocinados por los EE.UU. (donde la mayoría de los bancos acreedores estaban domiciliados). La segunda respuesta fue estirar los plazos: en 1985 el plan Baker sumó la participación privada en la forma de una reprogramación voluntaria de los préstamos bancarios. El resultado: una “resaca de deuda” que inhibió la inversión y desató frecuentes salidas de capitales, un crecimiento económico pobre, y cocientes de deuda sobre producto en ascenso. La década perdida de América Latina.
Recién en 1989 los actores involucrados reconocieron que un país insolvente (esto es, un país para el cual no existe un ajuste económica y políticamente realista que haga sostenible el servicio de deuda) requiere algún tipo de alivio a través de una quita al valor nominal de sus obligaciones. Así surgió el plan Brady, ideado por el entonces secretario del Tesoro de los EE.UU., por el que se canjearon préstamos bancarios irrecuperables por bonos emitidos con descuento –los bonos Brady que serían la semilla de los mercados emergentes en los 90.
Desde esta perspectiva, Europa parecería estar hoy a mitad de camino entre la negación (el rechazo a una reestructuración de cualquier tipo, como plantea el presidente del Banco Central Europea Jean-Claude Trichet) y una solución tipo Baker (un estiramiento unilateral de los plazos de pagos por parte de los bancos, visión compartida por los ministros de Finanzas de Francia y Alemania).
Es tentador ilustrar estas posiciones como un debate entre el banco central y los gobiernos acerca de la responsabilidad fiscal colectiva. Después de todo, si partimos de la base de que hay un límite a los recursos a obtener por el ajuste y la venta de activos griegos sin asfixiar el crecimiento o socavar el apoyo político local, sólo hay otros dos actores para pagar el saldo de la cuenta: los acreedores privados y los demás miembros de la eurozona.
Esta es, de hecho, la diferencia central entre esta periferia europea y aquella América Latina. Entonces, si bien tardó años en llegarse a un consenso, quedaba claro que los acreedores no recuperarían la totalidad de los préstamos y deberían soportar un recorte. Hoy, en cambio, Grecia cuenta con Europa, y no son pocos los que argumentan que el éxito del euro depende en parte de que la eurozona evolucione hacia una unión fiscal que atienda estos problemas (en este caso, que transfiera recursos de los miembros solventes para pagar las deudas de los miembros quebrados).
Es esto, y no quién paga para el déficit financiero de Grecia en 2012, lo que divide las aguas. “Uno no le puede pedir al contribuyente europeo que solvente el rescate de Grecia y después reestructurar su deuda”, sostiene Christian Noyer, presidente del Banco de Francia. ¿Debería entonces Europa garantizar toda la deuda soberana griega (y la de otros estados miembros)? En otras palabras, debería seguir pagando el contribuyente europeo? “Los estados miembros fuertes no proveerán una red de seguridad automática para los estados miembros débiles” le responde el ministro Schauble. “Si la sostenibilidad no puede ser garantizada, la participación del sector privado es inevitable.” (Hay quien dice, sin embargo, que Schauble fue mal traducido, y que lo que sugería no era una restructuración sino un mayor ajuste griego.) En este contexto, un “reperfilamiento” a la Baker no parecería ser el camino a seguir. No sólo no hace nada para mitigar el exceso de deuda de Grecia y su exclusión de los mercados de capitales, ni para reducir el riesgo latente sobre otros estados europeos endeudados (o sobre Europa en general), sino que elude el problema central de la distribución de pérdidas –problema que, como ilustra la historia latinoamericana, puede tardar años en resolverse.
¿Funcionaría un plan Brady? Sí. No mejoraría la competitividad griega ni sus desequilibrios fiscales, pero aliviaría la carga y, al hacer borrón y cuenta nueva, daría incentivos políticos a las reformas al mostrar que no todo el esfuerzo iría a parar a las arcas de los acreedores. Además, aportaría un factor disciplinador en la medida en que el mercado reconociera que el riesgo de la eurozona no es uno sino muchos, y que el costo del dinero discriminara entre países –algo que habría contribuido a evitar la presente crisis.
¿Funcionaría una unión fiscal? Si. Evitaría el contagio a otros miembros endeudados (que un Brady griego inevitablemente precipitaría), eliminando las diferencias de riesgo crediticio entre países –como sucedió en la convergencia de tasas de interés a principios de los 00, sólo que de manera formal y completa. Por esto mismo, requeriría reglas más duras y una pérdida parcial de la soberanía fiscal, para moderar el oportunismo y el riesgo moral.
Una extensión de plazos tipo Baker como la que hoy se propone para salir del paso permite ganar tiempo para reducir la exposición de la banca europea y el contagio de otros países deudores a un default griego. Pero, por el mismo motivo, le juega en contra a una salida tipo Brady, en la medida en que el apoyo europeo –tanto a través del fondo de estabilización como de los redescuentos del banco central –de a poco termina rescatando precisamente a aquellos deudores privados que deberían pagar parte del costo en el escenario de restructuración. De hecho, aunque nadie en Bruselas se atreva a mencionar el tema, al posponer el default a costa de una gradual socialización de las deudas griegas, la eurozona se está moviendo de facto hacia a una unión fiscal.
La elección entre esta opción y alguna variante del default es una decisión que sólo los miembros de la eurozona pueden tomar. Pero la experiencia de América Latina sugiere evitar la reprogramación de una deuda insostenible que sólo perpetuaría la agonía. Un Baker griego es un parche ineficaz, a medias entre la autonomía fiscal y la unión fiscal, que gambetea una vez más el gran dilema pendiente del euro, dilema que esta crisis debería contribuir a resolver.
Eduardo Levy Yeyati Director De CIPPEC*
*El autor es Director de Desarrollo Económico de CIPPEC y y Senior Fellow de Brookings Institution