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Mohamed A. El-Erian es director ejecutivo y codirector de inversiones de PIMCO y ha escrito este artículo para Project Syndicate:
Los puristas de los bancos centrales están confundidos. ¿Cómo es posible que el Banco Central Europeo, una institución germánica, se dedique ahora a comprar los bonos del estado emitidos por cinco de sus diecisiete miembros? ¿A qué se debe que esta autoridad monetaria actúe como una agencia fiscal? Supuestamente, ¿no es el BCE una institución políticamente independiente y operativamente autónoma comprometida con la lucha contra la inflación y la protección de la moneda?
Sí y no. Y esa respuesta refleja las alarmantes realidades de los bancos centrales actuales (o, para ser más exactos, de los bancos centrales luego de la burbuja, en un mundo de excesos de endeudamiento y preocupaciones sobre la deuda soberana). También ilumina el final que se perfila para una eurozona confundida e inquieta.
Una analogía marítima simplifica parte de la complejidad. Imagine que llaman a un agilísimo navío de la Guardia Costera rescatar un barco en apuros. Mientras el rescate tiene lugar, el navío descubre que debe salvar además a otras dos embarcaciones de mayor calado. Lo hace, pero no antes de que su capitán reciba garantías de que otro barco con más capacidad está en camino para ayudar.
A medida que la tripulación del cargado navío de rescate espera la ayuda, tiene que lidiar con los inquietos pasajeros. El océano se encrespa cada vez más y el navío, que alguna vez fue ágil, está tan sobrecargado que algunos oficiales comienzan a cuestionar al capitán, quien vuelve a solicitar ayuda al barco más grande. Desafortunadamente, ese barco parece estar aprisionado en una confusión sobre el sentido de su misión y evidencia una clara falta de urgencia.
La abrumadora esperanza es que el barco más grande vendrá al rescate y evitará la catástrofe. Pero también existe el temor a que tal vez no lo haga. Y la pregunta ahora es si la tripulación del navío de rescate en problemas decidirá que solo puede estabilizar la situación a través de lo que alguna vez fue inconcebible: arrojar a alguien por la borda para aligerar el navío y salvar a los demás.
En pocas palabras, esa es la situación actual del BCE. El resultado es tanto incierto como trascendental, por supuesto para Europa, pero también para una economía global que se encuentra en medio de una desaceleración sincronizada y cuyo anclaje se ha visto debilitado gracias a la reciente debacle del tope a la deuda estadounidense y la humillante pérdida de la clasificación AAA de su deuda soberana.
El BCE ya ha comprado casi 100 millardos de euros en bonos de los gobiernos periféricos, y se ha comprometido a comprar mucho más. Menos visiblemente, ha adquirido varias veces el volumen actual en las así llamadas «operaciones repo» (con acuerdo de recompra), mediante las cuales proporciona euros a los bancos en problemas con un intercambio «temporal y reversible» de los bonos del gobierno en sus estados financieros.
Claramente, allá por 2009, el BCE no emitió la polémica declaración de que Grecia era insolvente y no ilíquida. Mi propia interpretación es que estaba en condiciones, pero no dispuesto a hacerlo, debido a su temor a los daños colaterales para el resto de la zona del euro. Eligió demorar la noticia con la esperanza de que los miembros más vulnerables de la eurozona reforzasen sus defensas contra el contagio griego.
En ese sentido, la confianza del BCE puede haber resultado excesiva. Creyó que las economías periféricas implementarían una severa austeridad fiscal, sin importar sus magras perspectivas de crecimiento y falta general de competitividad. También creyó que los países centrales aliviarían al BCE de los costos de rescate que se iban acumulando.
Pero, incluso si la paciencia del BCE es ilimitada, la del resto del mundo no comparte esa característica. Los mercados entienden que el BCE no puede sustituir indefinidamente a las otras agencias gubernamentales, y reiteradamente cuestionan su estrategia de construcción de puentes. Sin la ayuda de esas otras agencias, las acciones sin precedentes del BCE se convertirán en un puente a ninguna parte.
No importa como se lo mire, el BCE –y con él, Europa– se está viendo empujado hacia un final con tres resultados que alguna vez fueron improbables. Ese desenlace se verá en semanas y meses, no en trimestres y años.
La primera alternativa es una ruptura desordenada de la zona del euro. Solo los amantes del caos desean ese resultado, pero es una posibilidad si los gobiernos centrales continúan dudando de ocuparse de sus resultados financieros; si los gobiernos periféricos abandonan sus esfuerzos de reforma fiscal; o si las sociedades ya no pueden tolerar el estancamiento económico, un desempleo elevado y creciente, y la austeridad presupuestaria.
El segundo es el preferido por los politólogos y visionarios europeos: una mayor unión fiscal entre los diecisiete miembros de la zona del euro, o, hablando sin rodeos, la decisión alemana de repetir para la eurozona lo que ya hizo por Alemania del este –es decir, entregar grandes sumas de dinero durante años. Como contrapartida, Alemania insistiría en reformas económicas y de gobernanza que obligarían a otros miembros de la zona del euro a renunciar a algunas de sus prerrogativas fiscales nacionales.
La tercera alternativa es la preferida por varios economistas. Se trata de crear una zona del euro más pequeña y económicamente coherente, compuesta por los países centrales y cuasi-centrales, que generaría una unión fiscal más fuerte y defensas más creíbles contra el contagio. En el proceso, dos o tres economías periféricas se tomarían un año sabático del euro, oponiendo a una incertidumbre económica inmediata el acceso a una variedad mucho mayor de instrumentos para ocuparse de sus excesos de deuda y falta de competitividad.
Si bien el final se acerca, es imposible predecir qué alternativa prevalecerá. Eso dependerá de las decisiones que tomen políticos con bajos índices de aprobación, oposiciones vehementes y una coordinación inadecuada. Además, la implementación probablemente diste de ser automática, lo que pondrá a prueba la determinación de los gobiernos y las instituciones.
Mi percepción es que los políticos elegirán una variante débil de mayor unidad fiscal, pero, en última instancia, no lograrán imponerla en la zona del euro tal como la conocemos hoy. Luego de cierta volatilidad considerable, emergerá una unión monetaria más pequeña y sólida. Lo que es más importante, Europa evitará la desaparición del euro y un quiebre total de la eurozona.
No importa como se lo mire, el resultado no será ni simple ni ordenado. Si el BCE hubiese sabido esto al inicio de la crisis de la deuda europea, es posible que hubiese luchado por evitar tantos riesgos para su situación financiera y su reputación. Por otro lado, probablemente no hubiese actuado en forma diferente –al igual que para nuestro alguna vez ágil navío de rescate, quedarse a seguro en el puerto nunca constituyó realmente una opción.
Los puristas de los bancos centrales están confundidos. ¿Cómo es posible que el Banco Central Europeo, una institución germánica, se dedique ahora a comprar los bonos del estado emitidos por cinco de sus diecisiete miembros? ¿A qué se debe que esta autoridad monetaria actúe como una agencia fiscal? Supuestamente, ¿no es el BCE una institución políticamente independiente y operativamente autónoma comprometida con la lucha contra la inflación y la protección de la moneda?
Sí y no. Y esa respuesta refleja las alarmantes realidades de los bancos centrales actuales (o, para ser más exactos, de los bancos centrales luego de la burbuja, en un mundo de excesos de endeudamiento y preocupaciones sobre la deuda soberana). También ilumina el final que se perfila para una eurozona confundida e inquieta.
Una analogía marítima simplifica parte de la complejidad. Imagine que llaman a un agilísimo navío de la Guardia Costera rescatar un barco en apuros. Mientras el rescate tiene lugar, el navío descubre que debe salvar además a otras dos embarcaciones de mayor calado. Lo hace, pero no antes de que su capitán reciba garantías de que otro barco con más capacidad está en camino para ayudar.
A medida que la tripulación del cargado navío de rescate espera la ayuda, tiene que lidiar con los inquietos pasajeros. El océano se encrespa cada vez más y el navío, que alguna vez fue ágil, está tan sobrecargado que algunos oficiales comienzan a cuestionar al capitán, quien vuelve a solicitar ayuda al barco más grande. Desafortunadamente, ese barco parece estar aprisionado en una confusión sobre el sentido de su misión y evidencia una clara falta de urgencia.
La abrumadora esperanza es que el barco más grande vendrá al rescate y evitará la catástrofe. Pero también existe el temor a que tal vez no lo haga. Y la pregunta ahora es si la tripulación del navío de rescate en problemas decidirá que solo puede estabilizar la situación a través de lo que alguna vez fue inconcebible: arrojar a alguien por la borda para aligerar el navío y salvar a los demás.
En pocas palabras, esa es la situación actual del BCE. El resultado es tanto incierto como trascendental, por supuesto para Europa, pero también para una economía global que se encuentra en medio de una desaceleración sincronizada y cuyo anclaje se ha visto debilitado gracias a la reciente debacle del tope a la deuda estadounidense y la humillante pérdida de la clasificación AAA de su deuda soberana.
El BCE ya ha comprado casi 100 millardos de euros en bonos de los gobiernos periféricos, y se ha comprometido a comprar mucho más. Menos visiblemente, ha adquirido varias veces el volumen actual en las así llamadas «operaciones repo» (con acuerdo de recompra), mediante las cuales proporciona euros a los bancos en problemas con un intercambio «temporal y reversible» de los bonos del gobierno en sus estados financieros.
Claramente, allá por 2009, el BCE no emitió la polémica declaración de que Grecia era insolvente y no ilíquida. Mi propia interpretación es que estaba en condiciones, pero no dispuesto a hacerlo, debido a su temor a los daños colaterales para el resto de la zona del euro. Eligió demorar la noticia con la esperanza de que los miembros más vulnerables de la eurozona reforzasen sus defensas contra el contagio griego.
En ese sentido, la confianza del BCE puede haber resultado excesiva. Creyó que las economías periféricas implementarían una severa austeridad fiscal, sin importar sus magras perspectivas de crecimiento y falta general de competitividad. También creyó que los países centrales aliviarían al BCE de los costos de rescate que se iban acumulando.
Pero, incluso si la paciencia del BCE es ilimitada, la del resto del mundo no comparte esa característica. Los mercados entienden que el BCE no puede sustituir indefinidamente a las otras agencias gubernamentales, y reiteradamente cuestionan su estrategia de construcción de puentes. Sin la ayuda de esas otras agencias, las acciones sin precedentes del BCE se convertirán en un puente a ninguna parte.
No importa como se lo mire, el BCE –y con él, Europa– se está viendo empujado hacia un final con tres resultados que alguna vez fueron improbables. Ese desenlace se verá en semanas y meses, no en trimestres y años.
La primera alternativa es una ruptura desordenada de la zona del euro. Solo los amantes del caos desean ese resultado, pero es una posibilidad si los gobiernos centrales continúan dudando de ocuparse de sus resultados financieros; si los gobiernos periféricos abandonan sus esfuerzos de reforma fiscal; o si las sociedades ya no pueden tolerar el estancamiento económico, un desempleo elevado y creciente, y la austeridad presupuestaria.
El segundo es el preferido por los politólogos y visionarios europeos: una mayor unión fiscal entre los diecisiete miembros de la zona del euro, o, hablando sin rodeos, la decisión alemana de repetir para la eurozona lo que ya hizo por Alemania del este –es decir, entregar grandes sumas de dinero durante años. Como contrapartida, Alemania insistiría en reformas económicas y de gobernanza que obligarían a otros miembros de la zona del euro a renunciar a algunas de sus prerrogativas fiscales nacionales.
La tercera alternativa es la preferida por varios economistas. Se trata de crear una zona del euro más pequeña y económicamente coherente, compuesta por los países centrales y cuasi-centrales, que generaría una unión fiscal más fuerte y defensas más creíbles contra el contagio. En el proceso, dos o tres economías periféricas se tomarían un año sabático del euro, oponiendo a una incertidumbre económica inmediata el acceso a una variedad mucho mayor de instrumentos para ocuparse de sus excesos de deuda y falta de competitividad.
Si bien el final se acerca, es imposible predecir qué alternativa prevalecerá. Eso dependerá de las decisiones que tomen políticos con bajos índices de aprobación, oposiciones vehementes y una coordinación inadecuada. Además, la implementación probablemente diste de ser automática, lo que pondrá a prueba la determinación de los gobiernos y las instituciones.
Mi percepción es que los políticos elegirán una variante débil de mayor unidad fiscal, pero, en última instancia, no lograrán imponerla en la zona del euro tal como la conocemos hoy. Luego de cierta volatilidad considerable, emergerá una unión monetaria más pequeña y sólida. Lo que es más importante, Europa evitará la desaparición del euro y un quiebre total de la eurozona.
No importa como se lo mire, el resultado no será ni simple ni ordenado. Si el BCE hubiese sabido esto al inicio de la crisis de la deuda europea, es posible que hubiese luchado por evitar tantos riesgos para su situación financiera y su reputación. Por otro lado, probablemente no hubiese actuado en forma diferente –al igual que para nuestro alguna vez ágil navío de rescate, quedarse a seguro en el puerto nunca constituyó realmente una opción.