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Para un europeo en estos días, pensar en el futuro resulta perturbador. Estados Unidos está militarmente sobreexigido, políticamente polarizado y financieramente endeudado. La Unión Europea parece al borde del colapso, y muchos no europeos ven al viejo continente como una potencia retirada que todavía puede impresionar al mundo con sus buenos modales, pero no con valor o ambición.
Las encuestas globales de opinión en los últimos tres años indican de manera consistente que muchos le están dando la espalda a Occidente y -con esperanza, miedo o ambas cosas- ven como China se va apropiando del lugar central. Como dice la vieja broma, los optimistas están aprendiendo a hablar chino; los pesimistas, a usar una Kalashnikov.
Si bien un pequeño ejército de expertos sostiene que el ascenso de China al poder no debería darse por sentado, y que sus cimientos económicos, políticos y demográficos son frágiles, la creencia popular es que el poder de China está creciendo. Muchos se preguntan cómo sería una Pax Sinica global: ¿Cómo se manifestaría la influencia global de China? ¿Cómo diferiría la hegemonía china de la variedad estadounidense?
En términos generales, las cuestiones vinculadas a la ideología, la economía, la historia y el poder militar dominan el debate en China hoy. Pero, cuando se compara el mundo estadounidense de hoy con un posible mundo chino de mañana, el contraste más sorprendente es cómo los norteamericanos y los chinos experimentan el mundo más allá de sus fronteras.
Estados Unidos es un país de inmigrantes, pero también una nación de gente que nunca emigra. En particular, los estadounidenses que viven fuera de Estados Unidos no reciben el nombre de inmigrantes, sino de "expatriados". Estados Unidos le regaló al mundo la noción del crisol -un mecanismo de cocción alquímica donde diversos grupos étnicos y religiosos se mezclan voluntariamente, produciendo una nueva identidad estadounidense-. Y si bien los críticos pueden decir que el crisol es un mito nacional, alimentó tenazmente la imaginación colectiva de Estados Unidos.
Desde que los primeros europeos se asentaron allí en el siglo XVII, gente de todo el mundo se sintió atraída por el sueño americano de un futuro mejor; la atracción de Estados Unidos es en parte su capacidad para transformar a los demás en norteamericanos. Como dijo un ruso que hoy es catedrático de la Universidad de Oxford, "Uno puede convertirse en estadounidense, pero nunca puede volverse un inglés". Por lo tanto, no sorprende que la agenda global de Estados Unidos sea transformadora; es un generador de reglas.
Los chinos, por otra parte, no intentaron cambiar el mundo, sino más bien ajustarse a él. Las relaciones de China con otros países se canalizan a través de su diáspora, y los chinos perciben al mundo a través de su experiencia como inmigrantes.
Hoy, más chinos viven fuera de China que franceses en Francia, y estos chinos en el exterior representan la mayor cantidad de inversores en China. De hecho, hace apenas 20 años, los chinos que vivían en el exterior producían aproximadamente tanta riqueza como toda la población interna de China. Primero triunfó la diáspora china, luego la propia China.
Los barrios chinos -muchas veces comunidades insulares situadas en grandes ciudades de todo el mundo- son la médula de la diáspora china. Como alguna vez observó el politólogo Lucien Pye, "los chinos ven una diferencia tan absoluta entre ellos y los demás que inconscientemente consideran natural referirse a aquellos en cuya tierra natal viven como "extranjeros".
Si bien el crisol estadounidense transforma a los demás, los barrios chinos les enseñan a sus habitantes a ajustarse -para beneficiarse de las reglas y de los negocios de sus anfitriones y a la vez mantenerse separados-. Mientras los norteamericanos llevan su bandera en alto, los chinos se esfuerzan por ser invisibles. Las comunidades chinas en todo el mundo se las han ingeniado para volverse influyentes en sus nuevas patrias, sin plantear una amenaza; ser cerradas y no transparentes sin provocar enojo; ser un puente hacia China sin aparentar ser una quinta columna.
Como China tiene que ver con la adaptación, no con la transformación, es improbable que cambie al mundo dramáticamente si alguna vez asumiera el asiento del conductor global. Pero esto no implica que China no vaya a explotar ese mundo para beneficio propio.
Estados Unidos, al menos en la teoría, prefiere que los otros países compartan sus valores y actúen como norteamericanos. China no puede más que temer un mundo donde todos se comporten como los chinos. De modo que, en un futuro dominado por China, los chinos no fijarán las reglas; más bien, intentarán extraer el mayor provecho posible de las reglas que ya existen.
Ivan Krastev es presidente del Centro para Estrategias Liberales en Sofía y miembro permanente del Instituto para Ciencias Humanas, Viena.
Copyright: Project Syndicate/IWM, 2011
Las encuestas globales de opinión en los últimos tres años indican de manera consistente que muchos le están dando la espalda a Occidente y -con esperanza, miedo o ambas cosas- ven como China se va apropiando del lugar central. Como dice la vieja broma, los optimistas están aprendiendo a hablar chino; los pesimistas, a usar una Kalashnikov.
Si bien un pequeño ejército de expertos sostiene que el ascenso de China al poder no debería darse por sentado, y que sus cimientos económicos, políticos y demográficos son frágiles, la creencia popular es que el poder de China está creciendo. Muchos se preguntan cómo sería una Pax Sinica global: ¿Cómo se manifestaría la influencia global de China? ¿Cómo diferiría la hegemonía china de la variedad estadounidense?
En términos generales, las cuestiones vinculadas a la ideología, la economía, la historia y el poder militar dominan el debate en China hoy. Pero, cuando se compara el mundo estadounidense de hoy con un posible mundo chino de mañana, el contraste más sorprendente es cómo los norteamericanos y los chinos experimentan el mundo más allá de sus fronteras.
Estados Unidos es un país de inmigrantes, pero también una nación de gente que nunca emigra. En particular, los estadounidenses que viven fuera de Estados Unidos no reciben el nombre de inmigrantes, sino de "expatriados". Estados Unidos le regaló al mundo la noción del crisol -un mecanismo de cocción alquímica donde diversos grupos étnicos y religiosos se mezclan voluntariamente, produciendo una nueva identidad estadounidense-. Y si bien los críticos pueden decir que el crisol es un mito nacional, alimentó tenazmente la imaginación colectiva de Estados Unidos.
Desde que los primeros europeos se asentaron allí en el siglo XVII, gente de todo el mundo se sintió atraída por el sueño americano de un futuro mejor; la atracción de Estados Unidos es en parte su capacidad para transformar a los demás en norteamericanos. Como dijo un ruso que hoy es catedrático de la Universidad de Oxford, "Uno puede convertirse en estadounidense, pero nunca puede volverse un inglés". Por lo tanto, no sorprende que la agenda global de Estados Unidos sea transformadora; es un generador de reglas.
Los chinos, por otra parte, no intentaron cambiar el mundo, sino más bien ajustarse a él. Las relaciones de China con otros países se canalizan a través de su diáspora, y los chinos perciben al mundo a través de su experiencia como inmigrantes.
Hoy, más chinos viven fuera de China que franceses en Francia, y estos chinos en el exterior representan la mayor cantidad de inversores en China. De hecho, hace apenas 20 años, los chinos que vivían en el exterior producían aproximadamente tanta riqueza como toda la población interna de China. Primero triunfó la diáspora china, luego la propia China.
Los barrios chinos -muchas veces comunidades insulares situadas en grandes ciudades de todo el mundo- son la médula de la diáspora china. Como alguna vez observó el politólogo Lucien Pye, "los chinos ven una diferencia tan absoluta entre ellos y los demás que inconscientemente consideran natural referirse a aquellos en cuya tierra natal viven como "extranjeros".
Si bien el crisol estadounidense transforma a los demás, los barrios chinos les enseñan a sus habitantes a ajustarse -para beneficiarse de las reglas y de los negocios de sus anfitriones y a la vez mantenerse separados-. Mientras los norteamericanos llevan su bandera en alto, los chinos se esfuerzan por ser invisibles. Las comunidades chinas en todo el mundo se las han ingeniado para volverse influyentes en sus nuevas patrias, sin plantear una amenaza; ser cerradas y no transparentes sin provocar enojo; ser un puente hacia China sin aparentar ser una quinta columna.
Como China tiene que ver con la adaptación, no con la transformación, es improbable que cambie al mundo dramáticamente si alguna vez asumiera el asiento del conductor global. Pero esto no implica que China no vaya a explotar ese mundo para beneficio propio.
Estados Unidos, al menos en la teoría, prefiere que los otros países compartan sus valores y actúen como norteamericanos. China no puede más que temer un mundo donde todos se comporten como los chinos. De modo que, en un futuro dominado por China, los chinos no fijarán las reglas; más bien, intentarán extraer el mayor provecho posible de las reglas que ya existen.
Ivan Krastev es presidente del Centro para Estrategias Liberales en Sofía y miembro permanente del Instituto para Ciencias Humanas, Viena.
Copyright: Project Syndicate/IWM, 2011