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Datos básicos del país:
Rusia no es Egipto. Y Moscú no está en la víspera de la revolución como lo estaba El Cairo hace menos de un año. De hecho, los poderosos de Rusia tienen activos a su disposición que el régimen del ex presidente egipcio Hosni Mubarak no tenía.
Como superpotencia energética que es, Rusia puede abrir sus arcas para apaciguar, al menos en parte, la humillación que les ha infligido a sus ciudadanos al fraguar los resultados de la reciente elección legislativa que se llevó a cabo en el país. Y no todos los rusos están en las calles. Deberíamos desconfiar del "efecto zoom" que le hizo creer a mucha gente que los manifestantes jóvenes de la Plaza Tahrir de El Cairo eran plenamente representativos de la sociedad egipcia. No lo eran. El Egipto rural, como la Rusia rural, es mucho más conservador que las elites jóvenes que se apropian de la imaginación del mundo con sus protestas y adopción de los medios sociales modernos.
Es más, Mubarak era viejo y estaba enfermo, y ya no contaba con la confianza de su pueblo. Vladimir Putin, en cambio, exuda energía y salud, y todavía puede tranquilizar a muchos segmentos de la sociedad rusa cuya principal preocupación es la gloria de su país más que la felicidad de sus ciudadanos.
Sin embargo, Putin tal vez esté exagerando tanto en su papel de macho que podría salirle mal y contribuir a su aislamiento de los votantes urbanos y más educados de Rusia. Pero, incluso si las decenas de miles de manifestantes improbablemente amenacen la supervivencia del régimen de Putin, el Kremlin haría bien en tomarlos en serio. La marca registrada de los manifestantes hasta ahora ha sido la moderación y la restricción; nada sería más peligroso que una represión violenta.
Más allá de la cuestión de la violencia, las autoridades rusas asumirían un enorme riesgo histórico si no registraran la creciente alienación de la población. Protegidos física y metafóricamente por los altos muros del Kremlin, y luego de haber perdido progresivamente contacto con las condiciones de vida de la gente común (si alguna vez lo tuvieron), los líderes de Rusia parecen considerar que su estilo de vida es normal y también eterno.
Desde el punto de vista de la condena del comportamiento de las elites, los manifestantes rusos evocan, al menos en parte, a los actores de la revolución árabe. En su denuncia de las "prácticas electorales soviéticas", rechazan la combinación de despotismo y corrupción que caracterizaron al régimen soviético ayer y al poder ruso hoy -una retórica familiar de los revolucionarios árabes-. Tal como los árabes jóvenes se lo dijeron a los gobernantes de Libia, Egipto, Túnez, Siria, Yemen y otros países árabes, esta nueva generación de rusos le está diciendo a Putin: "¡Lárgate!"
Pero la mayoría de los participantes tienen pocas ilusiones respecto de la eficacia de su protesta. Les quieren expresar a los gobernantes de Rusia la magnitud de su frustración y determinación. Tal vez no esperen un cambio de régimen, pero sí algunas reformas mínimas al menos.
Por sobre todo, quieren ponerle límites al poder de Putin. Pero la consecuencia irónica de su protesta puede ser que la más moderada de las dos figuras en la cima de la política rusa, Dmitri Medvedev, no regrese al cargo de primer ministro, como había sido planeado. Un juego político de las sillitas sería simplemente demasiado a los ojos de demasiados rusos.
Las protestas tomaron a los amos del Kremlin, así como a la mayoría de los ciudadanos de Rusia, por sorpresa. Ninguno de ellos pudo darse cuenta de que la globalización -particularmente la revolución de la información global- hizo que el mundo fuera más transparente e interdependiente que nunca. Los manifestantes de Madrid se inspiraron en los de El Cairo, y ellos mismos a su vez fueron una fuente de inspiración desde Nueva York hasta Tel Aviv -y, posteriormente, Moscú.
De todo esto surge una lección: con el agravamiento de la crisis económica por un lado, y la conectividad global instantánea por otro, lo que ayer se aceptaba hoy pasó a ser intolerable.
Esto también se aplica a Rusia. Durante mucho tiempo, Rusia se vio a sí misma como una "África blanca". La expectativa de vida promedio de los hombres rusos, levemente por debajo de los 60 años, es más africana que europea (o incluso asiática, en su mayor parte). El enriquecimiento corrupto de tantas elites rusas imita los hábitos desastrosos de muchos de sus pares africanos.
Sin embargo, esta comparación tiene límites. A pesar de sus muchos problemas, África hoy se ha convertido en un continente de esperanza. Su población estalla, al igual que sus tasas de crecimiento económico. Empresas senegalesas intentan ayudar a sus socios comerciales españoles, mientras que Portugal les extiende una bienvenida casi real a los líderes de Angola, su ex colonia que recientemente se enriqueció gracias al petróleo.
África está en ascenso, mientras que Rusia está en caída. El idealismo democrático que acompañó la caída del comunismo hace 20 años desapareció, pero el "orgullo imperial" recuperado en parte durante los años de Putin tal vez no alcance para compensar el desprecio con el cual el estado ruso trata a sus ciudadanos. El mensaje de los manifestantes de Rusia es simple: "Demasiada corrupción, desdén y desigualdad es demasiado". Rusia, como el mundo árabe, quiere modernidad.
Dominique Moisi es el autor de La geopolítica de la emoción.
Copyright: Project Syndicate, 2011.
Rusia no es Egipto. Y Moscú no está en la víspera de la revolución como lo estaba El Cairo hace menos de un año. De hecho, los poderosos de Rusia tienen activos a su disposición que el régimen del ex presidente egipcio Hosni Mubarak no tenía.
Como superpotencia energética que es, Rusia puede abrir sus arcas para apaciguar, al menos en parte, la humillación que les ha infligido a sus ciudadanos al fraguar los resultados de la reciente elección legislativa que se llevó a cabo en el país. Y no todos los rusos están en las calles. Deberíamos desconfiar del "efecto zoom" que le hizo creer a mucha gente que los manifestantes jóvenes de la Plaza Tahrir de El Cairo eran plenamente representativos de la sociedad egipcia. No lo eran. El Egipto rural, como la Rusia rural, es mucho más conservador que las elites jóvenes que se apropian de la imaginación del mundo con sus protestas y adopción de los medios sociales modernos.
Es más, Mubarak era viejo y estaba enfermo, y ya no contaba con la confianza de su pueblo. Vladimir Putin, en cambio, exuda energía y salud, y todavía puede tranquilizar a muchos segmentos de la sociedad rusa cuya principal preocupación es la gloria de su país más que la felicidad de sus ciudadanos.
Sin embargo, Putin tal vez esté exagerando tanto en su papel de macho que podría salirle mal y contribuir a su aislamiento de los votantes urbanos y más educados de Rusia. Pero, incluso si las decenas de miles de manifestantes improbablemente amenacen la supervivencia del régimen de Putin, el Kremlin haría bien en tomarlos en serio. La marca registrada de los manifestantes hasta ahora ha sido la moderación y la restricción; nada sería más peligroso que una represión violenta.
Más allá de la cuestión de la violencia, las autoridades rusas asumirían un enorme riesgo histórico si no registraran la creciente alienación de la población. Protegidos física y metafóricamente por los altos muros del Kremlin, y luego de haber perdido progresivamente contacto con las condiciones de vida de la gente común (si alguna vez lo tuvieron), los líderes de Rusia parecen considerar que su estilo de vida es normal y también eterno.
Desde el punto de vista de la condena del comportamiento de las elites, los manifestantes rusos evocan, al menos en parte, a los actores de la revolución árabe. En su denuncia de las "prácticas electorales soviéticas", rechazan la combinación de despotismo y corrupción que caracterizaron al régimen soviético ayer y al poder ruso hoy -una retórica familiar de los revolucionarios árabes-. Tal como los árabes jóvenes se lo dijeron a los gobernantes de Libia, Egipto, Túnez, Siria, Yemen y otros países árabes, esta nueva generación de rusos le está diciendo a Putin: "¡Lárgate!"
Pero la mayoría de los participantes tienen pocas ilusiones respecto de la eficacia de su protesta. Les quieren expresar a los gobernantes de Rusia la magnitud de su frustración y determinación. Tal vez no esperen un cambio de régimen, pero sí algunas reformas mínimas al menos.
Por sobre todo, quieren ponerle límites al poder de Putin. Pero la consecuencia irónica de su protesta puede ser que la más moderada de las dos figuras en la cima de la política rusa, Dmitri Medvedev, no regrese al cargo de primer ministro, como había sido planeado. Un juego político de las sillitas sería simplemente demasiado a los ojos de demasiados rusos.
Las protestas tomaron a los amos del Kremlin, así como a la mayoría de los ciudadanos de Rusia, por sorpresa. Ninguno de ellos pudo darse cuenta de que la globalización -particularmente la revolución de la información global- hizo que el mundo fuera más transparente e interdependiente que nunca. Los manifestantes de Madrid se inspiraron en los de El Cairo, y ellos mismos a su vez fueron una fuente de inspiración desde Nueva York hasta Tel Aviv -y, posteriormente, Moscú.
De todo esto surge una lección: con el agravamiento de la crisis económica por un lado, y la conectividad global instantánea por otro, lo que ayer se aceptaba hoy pasó a ser intolerable.
Esto también se aplica a Rusia. Durante mucho tiempo, Rusia se vio a sí misma como una "África blanca". La expectativa de vida promedio de los hombres rusos, levemente por debajo de los 60 años, es más africana que europea (o incluso asiática, en su mayor parte). El enriquecimiento corrupto de tantas elites rusas imita los hábitos desastrosos de muchos de sus pares africanos.
Sin embargo, esta comparación tiene límites. A pesar de sus muchos problemas, África hoy se ha convertido en un continente de esperanza. Su población estalla, al igual que sus tasas de crecimiento económico. Empresas senegalesas intentan ayudar a sus socios comerciales españoles, mientras que Portugal les extiende una bienvenida casi real a los líderes de Angola, su ex colonia que recientemente se enriqueció gracias al petróleo.
África está en ascenso, mientras que Rusia está en caída. El idealismo democrático que acompañó la caída del comunismo hace 20 años desapareció, pero el "orgullo imperial" recuperado en parte durante los años de Putin tal vez no alcance para compensar el desprecio con el cual el estado ruso trata a sus ciudadanos. El mensaje de los manifestantes de Rusia es simple: "Demasiada corrupción, desdén y desigualdad es demasiado". Rusia, como el mundo árabe, quiere modernidad.
Dominique Moisi es el autor de La geopolítica de la emoción.
Copyright: Project Syndicate, 2011.
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