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Adjunto PDF pero copio la introducción:
Desde que empezó la crisis financiera global, el temor a una guerra de divisas ha ido apareciendo de forma recurrente. Con una demanda interna sumida en un largo proceso de ajuste en prácticamente todos los países desarrollados, el mercado exterior se ha convertido en el único motor en el que apoyar el proceso de recuperación. La tentación de llevar a cabo una devaluación competitiva de la moneda, por lo tanto, es máxima. Conscientes de ello, los países emergentes han levantado la voz en más de una ocasión cuando su moneda se ha apreciado. ¿Lo han hecho con razón?
Los programas de expansión cuantitativa llevados a cabo por el BCE y, sobre todo, la Fed han sido los que más recelos han generado. En el contexto actual, en el que muchas de las grandes economías avanzadas tienen un escaso margen para realizar una política fiscal expansiva, el recurso a la laxitud monetaria parece inevitable. No obstante, la extraordinaria magnitud de los estímulos que se han ido implementando, aparte de intentar amortiguar el impacto de la recesión sobre la demanda interna, también ha debilitado sus respectivas monedas. Los recelos, por lo tanto, parecen justificados.
El último capítulo de la saga se ha escrito a raíz de la reciente depreciación del yen japonés. Desde que Shinzo Abe accedió al frente del país nipón el pasado diciembre, el yen se ha depreciado cerca de un 20% respecto al dólar estadounidense. Ello ha coincidido con la aprobación de un paquete de medidas, tanto fiscales como monetarias, fuertemente expansivas, que ha recibido el nombre de Abenomics. Intencionadamente o no, parece indiscutible que la reciente depreciación del yen es resultado de las políticas económicas impulsadas desde el Gobierno nipón, pero enjuiciar si un país agrede cambiariamente a los demás no es una cuestión inequívoca, especialmente cuando las herramientas utilizadas son diversas y los efectos sobre el tipo de cambio indirectos.
De hecho, según estimaciones del FMI, el mapa económico global no presenta desequilibrios cambiarios ni generalizados ni extremos. El renminbi chino, sospechoso habitual de estar infravalorado, efectivamente lo está, pero su desviación tampoco es extraordinaria. El euro y el dólar presentan una mínima sobrevaloración, mientras que la divisa nipona, tras la fuerte depreciación, no se encontraría lejos de una medida razonable de su tipo de cambio de equilibrio.
Si los movimientos del tipo de cambio generan tal revuelo es por sus posibles efectos sobre la actividad económica. En este sentido, no parece que la magnitud de las variaciones ocurridas hasta la fecha sean lo suficientemente grandes como para encender las luces de alarma. En el caso europeo, por ejemplo, la apreciación del tipo de cambio efectivo nominal de la moneda común ha sido del 8,7% desde julio de 2012. Según estimaciones del BCE, en caso de ser permanente ello arañaría menos de dos décimas al crecimiento del PIB durante el primer año. Un efecto, por lo tanto, que no es insignificante, pero que tampoco parece que sea lo suficientemente grande como para poner en entredicho el proceso de recuperación.
Naturalmente, los efectos de las variaciones del tipo cambio sobre la actividad económica son distintos en cada país. El grado de apertura, el contenido importador de las exportaciones o el grado de especialización tecnológica son factores clave. Sin embargo, en cualquier caso, no parece que las oscilaciones ocurridas hasta la fecha en el mercado de divisas sean motivo de alarma.
Desde que empezó la crisis financiera global, el temor a una guerra de divisas ha ido apareciendo de forma recurrente. Con una demanda interna sumida en un largo proceso de ajuste en prácticamente todos los países desarrollados, el mercado exterior se ha convertido en el único motor en el que apoyar el proceso de recuperación. La tentación de llevar a cabo una devaluación competitiva de la moneda, por lo tanto, es máxima. Conscientes de ello, los países emergentes han levantado la voz en más de una ocasión cuando su moneda se ha apreciado. ¿Lo han hecho con razón?
Los programas de expansión cuantitativa llevados a cabo por el BCE y, sobre todo, la Fed han sido los que más recelos han generado. En el contexto actual, en el que muchas de las grandes economías avanzadas tienen un escaso margen para realizar una política fiscal expansiva, el recurso a la laxitud monetaria parece inevitable. No obstante, la extraordinaria magnitud de los estímulos que se han ido implementando, aparte de intentar amortiguar el impacto de la recesión sobre la demanda interna, también ha debilitado sus respectivas monedas. Los recelos, por lo tanto, parecen justificados.
El último capítulo de la saga se ha escrito a raíz de la reciente depreciación del yen japonés. Desde que Shinzo Abe accedió al frente del país nipón el pasado diciembre, el yen se ha depreciado cerca de un 20% respecto al dólar estadounidense. Ello ha coincidido con la aprobación de un paquete de medidas, tanto fiscales como monetarias, fuertemente expansivas, que ha recibido el nombre de Abenomics. Intencionadamente o no, parece indiscutible que la reciente depreciación del yen es resultado de las políticas económicas impulsadas desde el Gobierno nipón, pero enjuiciar si un país agrede cambiariamente a los demás no es una cuestión inequívoca, especialmente cuando las herramientas utilizadas son diversas y los efectos sobre el tipo de cambio indirectos.
De hecho, según estimaciones del FMI, el mapa económico global no presenta desequilibrios cambiarios ni generalizados ni extremos. El renminbi chino, sospechoso habitual de estar infravalorado, efectivamente lo está, pero su desviación tampoco es extraordinaria. El euro y el dólar presentan una mínima sobrevaloración, mientras que la divisa nipona, tras la fuerte depreciación, no se encontraría lejos de una medida razonable de su tipo de cambio de equilibrio.
Si los movimientos del tipo de cambio generan tal revuelo es por sus posibles efectos sobre la actividad económica. En este sentido, no parece que la magnitud de las variaciones ocurridas hasta la fecha sean lo suficientemente grandes como para encender las luces de alarma. En el caso europeo, por ejemplo, la apreciación del tipo de cambio efectivo nominal de la moneda común ha sido del 8,7% desde julio de 2012. Según estimaciones del BCE, en caso de ser permanente ello arañaría menos de dos décimas al crecimiento del PIB durante el primer año. Un efecto, por lo tanto, que no es insignificante, pero que tampoco parece que sea lo suficientemente grande como para poner en entredicho el proceso de recuperación.
Naturalmente, los efectos de las variaciones del tipo cambio sobre la actividad económica son distintos en cada país. El grado de apertura, el contenido importador de las exportaciones o el grado de especialización tecnológica son factores clave. Sin embargo, en cualquier caso, no parece que las oscilaciones ocurridas hasta la fecha en el mercado de divisas sean motivo de alarma.
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