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Una parte importante y creciente de la sociedad no percibe de forma directa el crecimiento económico que muestran las cifras macro. Esta sensación refleja la presión sobre la desigualdad en la mayoría de las economías occidentales producto de distintos fenómenos. Algunos son tendencias de fondo, como la globalización y el cambio tecnológico, que han promovido el crecimiento económico, pero también han incidido negativamente sobre el nivel de empleo y los salarios en determinados sectores y profesiones. A ellos se suma, además, el envejecimiento de la población, que limita el crecimiento de las pensiones públicas. En el ámbito más coyuntural, la crisis económica ha provocado un aumento del paro a largo plazo y, a la vez, ha aumentado la presión sobre las finanzas públicas, lo que ha llevado en muchos casos a ajustar el gasto social.
Ante esta situación, es imprescindible una agenda económica que promueva un crecimiento más inclusivo. Obviamente, por razones de equidad, de justicia social. A su vez, por razones de eficiencia, porque un crecimiento desigual dificulta, por ejemplo, la acumulación de capital humano en aquellas familias de rentas más bajas, con lo que se desperdicia talento. Y, además, para evitar la proliferación de movimientos populistas que empeoren la situación y pongan en riesgo el conjunto de un sistema económico que, al fin y al cabo, ha demostrado su capacidad para generar prosperidad a largo plazo, e incluso de nuestro sistema político de democracia liberal, el que mejor puede proteger nuestras libertades individuales y el pluralismo político.
Una política económica que promueva el crecimiento inclusivo debe, a la fuerza, fomentar el empleo de calidad. Un empleo que permite vivir dignamente y que ofrece perspectivas de desarrollo profesional y personal es el vehículo fundamental para participar directamente y beneficiarse del progreso general de la economía. Para ello, son fundamentales las políticas educativas, que deben prepararnos para el cambio tecnológico y para un mundo en el que ganan importancia el aprendizaje continuado y la capacidad de reciclarse.
Debemos reconocer, sin embargo, que los cambios en las políticas educativas solo podrán tener un efecto significativo a largo plazo. A corto plazo, las políticas relativas al mercado de trabajo son claves. En este ámbito, la reducción de la dualidad –un lastre para la acumulación de capital humano– y un mayor peso de las políticas activas –que incluyen la formación y el reciclaje de personas desempleadas– constituyen dos claras prioridades. Las políticas de salario mínimo también pueden ser un mecanismo para reducir la desigualdad, pero es necesario vigilar su posible impacto adverso sobre la creación de empleo y la competitividad de las empresas. La política impositiva puede complementar las políticas de salario mínimo con la introducción, por ejemplo, de tipos negativos sobre las rentas más bajas (lo que aumenta la progresividad del sistema y promueve, en lugar de penalizar, la creación de empleo).
En general, promover políticas de crecimiento inclusivo requerirá recursos que se pueden conseguir de dos maneras: mediante la reducción de gastos no prioritarios o el aumento de los ingresos fiscales. Repriorizar, sin embargo, exige evaluar los resultados de las políticas públicas y de los gastos asociados a las mismas, algo que no se realiza habitualmente. Hacerlo permitiría desviar recursos hacia aquellas intervenciones que demuestren ser más efectivas. Es urgente impulsar una cultura y una estructura institucional orientadas a la evaluación de resultados en el ámbito de las Administraciones públicas. Por la parte de los ingresos, medidas contra el fraude y un replanteamiento de determinados beneficios fiscales que contempla el sistema impositivo pueden ofrecer cierto recorrido al alza sin necesidad de aumentar los impuestos.
A menudo se enfatiza el hecho de que fomentar la inclusión –la equidad– tiene un coste en términos de crecimiento económico –de eficiencia. Y seguro que hay circunstancias en las que esto es así. Sospecho, sin embargo que, en la mayor parte de casos, ello se debe a la torpeza a la hora de diseñar las políticas económicas con este fin. El momento actual nos exige, sin duda, más finura.
Informe completo: http://www.caixabankresearch.com/sites/default/files/monthly_reports/im_cast_ene_0.pdf
Ante esta situación, es imprescindible una agenda económica que promueva un crecimiento más inclusivo. Obviamente, por razones de equidad, de justicia social. A su vez, por razones de eficiencia, porque un crecimiento desigual dificulta, por ejemplo, la acumulación de capital humano en aquellas familias de rentas más bajas, con lo que se desperdicia talento. Y, además, para evitar la proliferación de movimientos populistas que empeoren la situación y pongan en riesgo el conjunto de un sistema económico que, al fin y al cabo, ha demostrado su capacidad para generar prosperidad a largo plazo, e incluso de nuestro sistema político de democracia liberal, el que mejor puede proteger nuestras libertades individuales y el pluralismo político.
Una política económica que promueva el crecimiento inclusivo debe, a la fuerza, fomentar el empleo de calidad. Un empleo que permite vivir dignamente y que ofrece perspectivas de desarrollo profesional y personal es el vehículo fundamental para participar directamente y beneficiarse del progreso general de la economía. Para ello, son fundamentales las políticas educativas, que deben prepararnos para el cambio tecnológico y para un mundo en el que ganan importancia el aprendizaje continuado y la capacidad de reciclarse.
Debemos reconocer, sin embargo, que los cambios en las políticas educativas solo podrán tener un efecto significativo a largo plazo. A corto plazo, las políticas relativas al mercado de trabajo son claves. En este ámbito, la reducción de la dualidad –un lastre para la acumulación de capital humano– y un mayor peso de las políticas activas –que incluyen la formación y el reciclaje de personas desempleadas– constituyen dos claras prioridades. Las políticas de salario mínimo también pueden ser un mecanismo para reducir la desigualdad, pero es necesario vigilar su posible impacto adverso sobre la creación de empleo y la competitividad de las empresas. La política impositiva puede complementar las políticas de salario mínimo con la introducción, por ejemplo, de tipos negativos sobre las rentas más bajas (lo que aumenta la progresividad del sistema y promueve, en lugar de penalizar, la creación de empleo).
En general, promover políticas de crecimiento inclusivo requerirá recursos que se pueden conseguir de dos maneras: mediante la reducción de gastos no prioritarios o el aumento de los ingresos fiscales. Repriorizar, sin embargo, exige evaluar los resultados de las políticas públicas y de los gastos asociados a las mismas, algo que no se realiza habitualmente. Hacerlo permitiría desviar recursos hacia aquellas intervenciones que demuestren ser más efectivas. Es urgente impulsar una cultura y una estructura institucional orientadas a la evaluación de resultados en el ámbito de las Administraciones públicas. Por la parte de los ingresos, medidas contra el fraude y un replanteamiento de determinados beneficios fiscales que contempla el sistema impositivo pueden ofrecer cierto recorrido al alza sin necesidad de aumentar los impuestos.
A menudo se enfatiza el hecho de que fomentar la inclusión –la equidad– tiene un coste en términos de crecimiento económico –de eficiencia. Y seguro que hay circunstancias en las que esto es así. Sospecho, sin embargo que, en la mayor parte de casos, ello se debe a la torpeza a la hora de diseñar las políticas económicas con este fin. El momento actual nos exige, sin duda, más finura.
Informe completo: http://www.caixabankresearch.com/sites/default/files/monthly_reports/im_cast_ene_0.pdf